II

—Hasta mañana, al mediodía —gimió Dainty—. Y ese hijo de perra, ese Schwann, así se atragante, el viejo asqueroso, podría haberme prolongado el plazo. Más de mil quinientas coronas, ¿de dónde saco yo hasta mañana tanta tela? ¡Estoy acabado, arruinado, me pudriré en el trullo! ¡No nos quedemos aquí, joder, os digo, vayamos a por ese granuja de doppler! ¡Tenemos que cogerlo!

Estaban sentados los tres en el brocal de mármol del estanque de una fuente que no corría y que ocupaba el centro de una placita no muy grande, entre casas señoriales imponentes, aunque extraordinariamente faltas de gusto. El agua del estanque era verde y estaba muy sucia, los pececillos dorados que nadaban entre los desechos hacían grandes esfuerzos con sus aletas y boquillas abiertas para tomar aire de la superficie. Jaskier y el mediano masticaban unos frisuelos que el trovador acababa de birlar de un puesto callejero.

—En tu lugar —dijo el bardo—, dejaría la persecución a un lado y empezaría a buscar a alguien que te pudiera prestar el dinero. ¿Qué vas a sacar si atrapas al doppler? ¿Piensas que Schwann lo va a aceptar como equivalente?

—Tontunas dices, Jaskier. Si atrapo al doppler le quitaré mi dinero.

—¿Qué dinero? Lo que tenía en la talega se ha ido en pagar los destrozos y en el soborno de Schwann. Más no tenía.

—Jaskier —frunció el ceño el mediano—. En cuestión de poesía puede que algo sepas, pero lo que es en asuntos comerciales, perdóname, pero eres un completo zopenco. ¿Oíste qué impuestos me calculó el Schwann? ¿Y de qué se pagan los impuestos? ¿Eh? ¿De qué?

—De todo —afirmó el poeta—. Yo, hasta por cantar pago. Y un pimiento les importan mis explicaciones de que canto por necesidad interior.

—Tontunas, te digo. En los negocios se pagan impuestos por los beneficios. Por los beneficios. ¡Jaskier! ¿Entiendes? Este granuja de doppler se sirvió de mi persona y se metió en algún negocio, con toda certeza una estafa. ¡Y ganó mucho con ello! ¡Hizo beneficios! ¡Y yo voy a tener que pagar impuestos y además, seguro que cubrir las deudas de ese miserable, si las hizo! ¡Y si no pago, me meterán en el calabozo, me marcarán con un hierro en público, me mandarán a las minas! ¡Diablos!

—Ja —dijo alegremente Jaskier—. No tienes entonces salida, Dainty. Tienes que escapar en secreto de la ciudad. ¿Sabes qué? Tengo una idea. Te envolvemos completamente en una piel de carnero. Cruzas la puerta balando: «Soy una oveja, bee, bee». Nadie te reconocerá.

—Jaskier —dijo sombrío el mediano—. Cierra el pico o te meto una patada. ¿Geralt?

—¿Qué, Dainty?

—¿Me ayudarás a cazar al doppler?

—Escucha —dijo el brujo, todavía intentando sin éxito coser la manga desgarrada de su gabán—. Esto es Novigrado. Treinta mil habitantes, humanos, enanos, medioelfos, medianos y gnomos, seguramente otros tantos forasteros. ¿Cómo pretendes encontrar a alguien entre tal muchedumbre?

Dainty tragó el frisuelo, se chupó los dedos.

—¿Y la magia, Geralt? ¿Esos encantamientos brujeriles vuestros, sobre los que corren tantas leyendas?

—Es posible descubrir al doppler con magia sólo bajo su propia forma, y él no camina por las calles bajo su propia forma. E incluso si así fuera, la magia no serviría para nada porque alrededor hay una gran cantidad de débiles señales mágicas. Una de cada dos casas tiene una cerradura mágica en la puerta y tres cuartos de las personas llevan amuletos de lo más diverso, contra los ladrones, las pulgas, las intoxicaciones alimentarias… imposible contarlos.

Jaskier pasó los dedos por el mástil del laúd, rasgueó las cuerdas.

—¡Vuelve la primavera, que a cálida lluvia huele! —cantó—. No, no está bien. Vuelve la primavera, que a sol… No, voto a tal. No me sale. Ni pizca…

—Deja de chillar —gruñó el mediano—. Me atacas los nervios.

Jaskier echó a los pececillos las sobras del frisuelo y escupió al estanque.

—Mirad —dijo—. Peces dorados. Se dice que tales peces conceden deseos.

—Éstos son rojos —advirtió Dainty.

—Qué más da, eso son minucias. Joder, somos tres y ellos conceden tres deseos. Tocamos a uno por cabeza. ¿Qué, Dainty? ¿No desearías que los pececillos te pagaran los impuestos?

—Por supuesto. Y además de eso, que algo cayera del cielo y le rompiera la crisma al doppler. Y aún…

—Quieto, quieto. Nosotros también tenemos deseos. Yo deseo que los pececillos me digan el final del romance. ¿Y tú, Geralt?

—Déjame en paz, Jaskier.

—No nos agües la fiesta, brujo. Di, ¿qué es lo que deseas?

El brujo se levantó.

—Deseo —murmuró— que el hecho de que justo ahora estén intentando rodearnos sea tan sólo un malentendido.

Del callejón frente a la fuente salieron cuatro personajes vestidos de negro, con sombreros redondos de cuero, dirigiéndose hacia la fuente a paso lento. Dainty maldijo en voz baja mientras los contemplaba.

De las calles a su espalda salieron otros cuatro. Éstos no se acercaron más, se dispersaron, bloqueando las callejas. En las manos tenían unos rollos de aspecto extraño, como si fueran pedazos de cables enrollados. El brujo miró alrededor, movió los hombros para acomodar la espada colgada a la espalda. Jaskier gimió.

Desde detrás de los negros personajes salió un hombre no muy alto embutido en un caftán blanco y un corto abrigo gris. Una cadena de oro en su cuello brillaba al ritmo de sus pasos, destellando reflejos dorados.

—Chappelle… —se lamentó Jaskier—. Es Chappelle…

Los negros personajes detrás de ellos comenzaron a andar lentamente hacia la fuente. El brujo hizo ademán de sacar la espada.

—No, Geralt —susurró Jaskier, acercándose a él—. Por los dioses, no saques el arma. Es la guardia del santuario. Si les ofrecemos resistencia no saldremos vivos de Novigrado. No toques la espada.

El hombre del caftán blanco fue hacia ellos a paso vivo. Los negros personajes le siguieron, en una marcha que rodeó el estanque, tomando posiciones estratégicas, marcadas con precisión. Geralt los observó con atención, enderezándose ligeramente. Los extraños rollos que tenían en las manos no eran, como había juzgado, látigos comunes y corrientes. Eran lamias.

El hombre del caftán blanco se acercó.

—Geralt —susurró el bardo—. Por todos los dioses, mantén la calma.

—No me dejaré tocar —murmuró el brujo—. No me dejaré tocar, me da igual quiénes sean. Cuidado, Jaskier… Cuando empiece la cosa, corred tanto como os dejen los pies. Yo los detendré… por algún tiempo…

Jaskier no respondió. Echando el laúd a la espalda, se inclinó profundamente ante el hombre del caftán blanco, ricamente bordado con hilos de oro y plata siguiendo un diseño de pequeños mosaicos.

—Honorable Chappelle…

El individuo llamado Chappelle se detuvo, pasó la vista por ellos. Sus ojos, como advirtió Geralt, eran terriblemente fríos y tenían color de acero. La frente era pálida, cuajada de un sudor enfermizo, tenía en las mejillas unas manchas de rubor rojas e irregulares.

—Don Dainty Biberveldt, mercader —dijo—. El talentoso don Jaskier. Y Geralt de Rivia, un representante del poco habitual gremio de los brujos. ¿Un encuentro de antiguos amigos? ¿Aquí, en Novigrado?

Nadie respondió.

—Como grande desgracia considero el hecho —siguió Chappelle— de que hayan presentado una denuncia contra vosotros.

Jaskier palideció ligeramente, y al mediano le castañetearon los dientes. El brujo no miraba a Chappelle. No levantaba la vista de las armas de los negros personajes de sombreros de cuero que rodeaban la fuente. En la mayor parte de los países que Geralt conocía, la fabricación y la posesión de lamias anilladas, llamadas látigos de Mayhen, estaban totalmente prohibidas. Novigrado no era una excepción. Geralt había visto personas a las que les habían golpeado con una lamia en el rostro. Aquellos rostros eran imposibles de olvidar.

—El dueño de La Punta de Lanza —continuó Chappelle— tuvo el descaro de acusar a vuesas mercedes de complots con un demonio, un monstruo al que se nombra cambión o vexling.

Nadie respondió. Chappelle se colocó la mano en el pecho y les dirigió una fría mirada.

—Me siento obligado a avisaros de tal denuncia. Os informo también de que el mencionado posadero ha sido arrojado al calabozo. Existe la sospecha de que ha fantaseado por el influjo de la birra o el aguardiente. Cierto, qué no es lo que no se inventará la gente. En primer lugar, no existen los vexling. Es un invento de campesinos supersticiosos.

Nadie dijo nada.

—En segundo lugar, ¿qué vexling se hubiera atrevido a acercarse a un brujo —sonrió Chappelle— sin ser muerto inmediatamente? ¿Verdad? La acusación del tabernero sería poco más que risible, de no ser por cierto detalle importante.

Chappelle alzó la cabeza, haciendo una notable pausa. El brujo oyó cómo Dainty dejaba escapar poco a poco el aire atrapado en los pulmones en una profunda aspiración.

—Sí, cierto detalle importante —repitió Chappelle—. A saber, tenemos aquí herejía y blasfemia contra lo sagrado. Pues es sabido que ningún, absolutamente ningún vexling, como ningún otro monstruo, podría acercarse a los muros de Novigrado porque aquí, en diecinueve santuarios, arde el Fuego Eterno, cuyo sagrado poder guarda la ciudad. Quien afirme que vio un vexling en La Punta de Lanza, a un tiro de piedra del altar principal del Fuego Sagrado, ése es un blasfemo y hereje y habrá de retirar sus palabras. Si acaso no quisiera retirarlas, se le ayuda a ello en la medida de las fuerzas y medios que, creedme, tenemos a mano en los calabozos. Como veis, no hay de qué preocuparse.

El aspecto de los rostros de Jaskier y del mediano demostraba a todas luces que ambos tenían otra opinión.

—No hay absolutamente ningún motivo para inquietarse —repitió Chappelle—. Pueden los señores dejar Novigrado sin impedimento alguno. No los vamos a retener. Debo, sin embargo, insistir en que vuesas mercedes no hablen a nadie acerca de las lamentables fantasías del posadero, que no comenten estos acontecimientos. Afirmaciones que denigren la Fuerza divina del Fuego Eterno, independientemente de sus intenciones, nosotros, modestos servidores de la iglesia, habríamos de tomarlas como herejía, con todas sus consecuencias. Las propias creencias religiosas de vuesas mercedes, cualesquiera que sean y a las que yo respeto, no importan. Creed en lo que queráis. Yo soy tolerante en tanto en cuanto alguien honra al Fuego Eterno y no blasfema contra él. Y si blasfema, lo mando quemar y eso es todo. Todos en Novigrado son iguales ante la ley. Y la ley es igual para todos: aquel que blasfeme contra el Fuego Eterno va a la hoguera, y sus pertenencias le serán confiscadas. Pero basta. Repito, podéis cruzar las puertas de Novigrado sin estorbo. Lo mejor…

Chappelle sonrió ligeramente, sus mejillas adoptaron un gesto de astucia, pasó la mirada por la plaza. Los pocos paseantes que observaban el suceso apretaron el paso, volvieron la cabeza con rapidez.

—… lo mejor —terminó Chappelle—, lo mejor, ahora mismo. Inmediatamente. Por supuesto, en relación con el respetado mercader Biberveldt tal «inmediatamente» significa «inmediatamente después de poner en regla sus impuestos». Les agradezco a los señores el tiempo que me han concedido.

Dainty, dándose la vuelta, movió los labios sin expulsar sonido. Al brujo no le cupo duda alguna de que tal palabra sin sonido había sido «hijoputa». Jaskier bajó la cabeza, sonriéndose como un tonto.

—Señor brujo —dijo de pronto Chappelle—. Si me hacéis la merced, unas palabrejas a solas.

Geralt se acercó. Chappelle sacó un poco la mano. Si toca mi brazo, lo tumbo, pensó el brujo. Lo tumbo, aunque no sé qué pasará después.

Chappelle no tocó el brazo de Geralt.

—Señor brujo —dijo en voz baja, dando la espalda a los otros—. Sé que otras ciudades, a diferencia de Novigrado, carecen de la protección divina del Fuego Eterno. Pongamos, pues, que un ser parecido a un vexling ronda por una de tales ciudades. Por curiosidad, ¿cuánto cobraríais por capturar vivo al vexling?

—No me ocupo de cazar monstruos en ciudades habitadas. —El brujo encogió los hombros—. Podría quizá sufrir daño algún inocente.

—¿Y tanto os interesa la suerte de los inocentes?

—Tanto me interesa. Porque por lo general se me carga con la responsabilidad por su suerte. Y se me amenaza con las consecuencias.

—Entiendo. ¿Y no sería esa preocupación por la suerte de los inocentes inversamente proporcional a la cantidad de la paga?

—No lo sería.

—Tu tono, brujo, no me gusta demasiado. Pero no importa, entiendo lo que sugieres con ese tono. Sugieres que no quieres hacer… lo que podría pedirte, por lo que la cantidad de la paga no tiene significado. ¿Y el género de la paga?

—No entiendo.

—No lo creo.

—Aun así.

—Puramente teórico —dijo Chappelle, bajito, tranquilo, sin maldad o amenaza en la voz—, sería posible que la paga por tus servicios fuera la garantía de que tú y tus amigos saldríais vivos de… esa ciudad teórica. Entonces, ¿qué?

—A esa pregunta —el brujo adoptó una sonrisa pavorosa— no se puede responder teóricamente. La situación de la que hablas, honorable Chappelle, convendría comprobarla en la práctica. No tengo prisa ninguna por ello, pero si hiciera falta… Si no hubiera otra salida… Estoy listo a ejercitarla.

—Ja, y puede que tengas razón —respondió, impasible, Chappelle—. Teorizamos demasiado. En cuanto a la práctica, veo que no habrá colaboración. ¿Y puede que esto esté bien? En cualquier caso alimento la esperanza de que esto no vaya a ser causa de conflicto entre nosotros.

—Yo también —dijo Geralt— alimento tal esperanza.

—Entonces que arda en nosotros esa esperanza, Geralt de Rivia. ¿Sabes lo que es el Fuego Eterno? ¿La llama que no se apaga, el símbolo de perduración, el camino a seguir en las tinieblas, la promesa de progreso, de un mañana mejor? El Fuego Eterno, Geralt, es la esperanza. Para todos, para todos sin excepción. Porque si hay algo que sea compartido… por ti, por mí… por otros… es justamente la esperanza. Recuérdalo. Encantado de haberte conocido, brujo.

Geralt se inclinó ceremoniosamente, en silencio. Chappelle le miró un segundo, luego se dio la vuelta con energía y marchó a través de la plaza, sin mirar a su escolta. Los hombres armados con lamias se movieron tras él, formando una columna.

—Ay, madrecita de mis entrañas —lloriqueó Jaskier, mirando asustado a los que se iban—. Cuidado que tuvimos suerte. Si es que se ha acabado. Porque puede que nos agarren ahora…

—Tranquilízate —dijo el brujo— y deja de quejarte. Al fin y al cabo no ha pasado nada.

—¿Sabes quién era ése, Geralt?

—No.

—Ése era Chappelle, el vicario para asuntos de seguridad. El servicio secreto de Novigrado está sujeto a la iglesia. Chappelle no es sacerdote sino la eminencia gris de la jerarquía, el más poderoso y peligroso individuo de la ciudad. Todos, incluso el Concejo y los gremios se cagan de miedo ante él porque es un canalla de pura cepa, Geralt, embriagado de poder como las arañas de sangre. Aunque en voz baja, se habla en la localidad sobre lo que es capaz de hacer. La gente desaparece sin dejar huella. Falsas acusaciones, torturas, asesinatos secretos, terror, chantaje y robo normal y corriente. Coacción, estafa y chanchullos. Por los dioses, en bonita historia nos has metido, Biberveldt.

—Tranquilo, Jaskier —bufó Dainty—. ¡Justamente tú eres quien no tiene que tener miedo! Nadie toca a un trovador. Por motivos que desconozco sois intocables.

—Un poeta intocable —gimió Jaskier, aún pálido— también puede, en Novigrado, caer bajo las ruedas de un carro desbocado, envenenarse mortalmente con un pescado o por su mala fortuna ahogarse en el interior del foso. Chappelle es especialista en tales accidentes. El que haya hablado con nosotros lo considero inédito. Una cosa es segura: no lo ha hecho sin ningún motivo. Trama algo. Ya veréis, enseguida nos van a colgar algo, nos atraparán y se pondrán a torturarnos bajo la majestad de la ley. ¡Así se hace aquí!

—En eso que dice —le habló el mediano a Geralt— hay mucho de verdad. Tenemos que tener cuidado. ¡Que un canalla como ese Chappelle todavía holle la tierra! Desde hace años se dice que está enfermo, que la sangre se le envenena y todos están esperando a ver cuándo estira la pata…

—Cállate, Biberveldt —susurró con miedo el trovador, mirando a su alrededor— porque en cualquier momento te puede oír alguien. Mirad cómo todos nos contemplan. Larguémonos de aquí, os digo. Y aconsejo que nos tomemos en serio lo que nos dijo Chappelle sobre el doppler. Yo, por ejemplo, en mi vida he visto ningún doppler, si es necesario lo juraré por el Fuego Eterno.

—Mirad —dijo de pronto el mediano—. Alguien corre hacia nosotros.

—¡Huyamos! —chilló Jaskier.

—Tranquilo, tranquilo —sonrió ampliamente Dainty, y se pasó los dedos por la melena—. Lo conozco. Es Almízclete, un mercader local, tesorero del Gremio. Hemos hecho negocios juntos. ¡Eh, mirad qué cara pone! ¡Como si se hubiera cagado en los pantalones! ¡Eh, Almízclete! ¿Me buscas a mí?

—¡Por el Fuego Eterno! —jadeó Almízclete, echando hacia atrás la gorrilla de piel de zorro y limpiándose la frente con una manga—. Estaba seguro de que te habían metido en la barbacana. Cierto, un milagro es. Estoy asombrado…

—Muy amable de tu parte —le cortó el mediano con acritud— por asombrarte. Alégranos aún más y cuéntanos por qué.

—No te hagas el tonto, Biberveldt. —Almizclete frunció el ceño—. Toda la ciudad ya sabe qué negocio has hecho con las cochinillas. Todos hablan de ello, y, claro, a las autoridades les ha llegado y a Chappelle, que algún listeras, algún tío hábil ganó gracias a lo que ha pasado en Poviss.

—¿De qué coño hablas, Almizclete?

—Oh, dioses, deja ya, Dainty, de mover la cola y decir que nones. ¿Compraste cochinillas? ¿Casi gratis, a cinco y veinte la fanega? Las compraste. Aprovechando la poca demanda, pagaste con un aval de cambio, ni un real de dinero líquido metiste en ello. ¿Y qué? En un solo día colocaste toda la carga por cuatro veces su precio, por dinero contante y sonante encima de la mesa. ¿Vas a tener el descaro de afirmar que se trata de una casualidad, que es pura suerte? ¿Que cuando compraste las cochinillas no tenías ni pajolera idea del golpe en Poviss?

—¿De qué? Pero ¿de qué hablas?

—¡En Poviss hubo un golpe! —gritó Almizclete—. ¡Y esa, cómo se llama, sí… revoloción! ¡Derrocaron al rey Rhyd, ahora gobierna allí el clan de los Thyssenidos! La corte, la nobleza y el ejército de Rhyd iban de azul, y por eso las tenerías de allí sólo índigo compraban. Pero el color de los Thyssenidos es el escarlata, así que el índigo se ha abaratado y las cochinillas se han puesto por las nubes, ¡y así ha salido a la luz que justamente tú, Biberveldt, tienes tus zarpas puestas en el único cargamento que hay a mano! ¡Ja!

Dainty callaba, abatido.

—Listeras, Biberveldt, no se puede decir que no —siguió Almizclete—. Y ni palabra a nadie, ni siquiera a los amigos. Si hubieras dicho algo, puede que todos hubiéramos ganado, incluso una factoría conjunta hubiéramos podido poner. Pero, no, tú preferías solo, sin decir ni pío. Como quieras, pero no cuentes conmigo nunca más. Por el Fuego Sagrado, verdad es que todos los medianos son unos canallas egoístas y unas mierdas de perro. A mí Vimme Vivaldi nunca me da un aval de cambio, ¿y a ti? Sin pensarlo. Sois todos la misma banda, vosotros, inhumanos de mierda, que sois como veletas, medianos y enanos. ¡Así os cojáis la peste!

Almízclete escupió, dio la vuelta sobre sus talones y se fue. Dainty, pensativo, se rascó la cabeza, haciendo rechinar sus cabellos.

—Algo se me ocurre, muchachos —dijo por fin—. Ya sé lo que tenemos que hacer. Vamos al banco. Si alguien puede entender algo de todo esto, ese alguien es justamente mi amigo, el banquero Vimme Vivaldi.