Debía de haber llovido por la noche.
Geralt salió del establo restregándose los ojos, quitándose con los dedos las pajas de los cabellos. El sol naciente relucía en los tejados mojados, brillaba como el oro en los charcos. El brujo escupió, en los labios todavía le quedaba un mal sabor, el chichón de su cabeza pulsaba con un dolor sordo.
En la barrera, al lado del establo, estaba sentado un gato seco y negro, concentrado en lamerse una pata.
—Michi, michi, gatito —dijo el brujo.
El gato se quedó inmóvil mirándole con ojos enfadados, irguió las orejas y siseó, mostrando los dientes.
—Ya sé —afirmó Geralt con la cabeza—. A mí tampoco me gustas tú. Sólo era una broma.
Con movimientos pausados se ajustó los broches y las hebillas de su chaqueta que se habían soltado, ordenó los faldones de la ropa, comprobó que no le impedían en ningún lugar la libertad de movimientos. Echó la espada a la espalda, corrigió la situación de la empuñadura sobre el hombro derecho. Se ató la frente con una banda de cuero que le recogía los cabellos hacia atrás, detrás de las orejas. Sacó unos largos guantes de lucha, erizados de cortos y cónicos anillos de plata.
Miró de nuevo hacia el sol, reduciendo su retina a una rendija perpendicular. Hermoso día, pensó. Hermoso día para luchar.
Suspiró, escupió y poco a poco fue subiendo la callejuela, a lo largo de la muralla, que exhalaba una fuerte y penetrante fragancia a revocadura mojada y a mortero de cal.
—¡Eh, tú, bicho raro!
Miró a su alrededor. El Cigarra, en compañía de tres armados personajes de mala catadura, estaba sentado en unas vigas amontonadas junto al muro. Se levantó, se desperezó, salió al centro de la calleja, intentado evitar los charcos con mucha atención.
—¿Adónde vas?
—No es asunto tuyo.
—Para dejarlo clarito, me importan un pimiento el estarosta, el hechicero y toda esta ciudad de mierda —dijo El Cigarra, subrayando lentamente la palabra—. Se trata de ti, brujo. No alcanzarás el final de esta calleja. ¿Me oyes? Quiero comprobar cuán hábil eres en la lucha. Esto me quita el sueño. Estate quieto, te digo.
—Quítate de mi camino.
—¡Estate quieto! —aulló El Cigarra, poniendo la mano sobre el puño de la espada—. ¿No has captado lo que he dicho? ¡Vamos a luchar! ¡Te estoy retando! ¡Ahora veremos quién es el mejor!
Geralt encogió los hombros, sin aflojar el paso.
—¡Te estoy retando! ¿Me escuchas, engendro? —gritó El Cigarra, saliéndole al paso de nuevo—. ¿A qué esperas? ¡Saca el yerro! ¿Qué es esto, es que has cogido miedo? ¿O es que sólo te pones para los que, como Istredd, se han jodido a tu bruja?
Geralt siguió adelante, obligando a El Cigarra a retroceder, a mantener una torpe marcha hacia atrás. Los individuos que acompañaban a El Cigarra se alzaron del montón de maderos, se movieron hacia ellos, siguiéndolos por detrás, de lejos. Geralt escuchó cómo el barro chasqueaba bajo sus botas.
—¡Te reto! —repitió El Cigarra, palideciendo y enrojeciendo alternativamente—. ¿Me oyes, brujo de mierda? ¿Qué más te hace falta? ¿Tengo que escupirte en los morros?
—Escupe si quieres.
El Cigarra se detuvo y, de hecho, tomó aliento, colocando los labios en posición de escupir. Miraba a los ojos del brujo, no a sus manos. Y eso fue un error. Geralt, aún sin aflojar el paso, le golpeó como un relámpago, sin tomar impulso, sólo con la fuerza de la marcha, el puño en el guante anillado. Le golpeó en la propia boca, directamente en los labios apretados. Los labios de El Cigarra se rasgaron, estallaron como cerezas aplastadas. El brujo se enderezó y golpeó otra vez, en el mismo lugar, esta vez tomando un corto impulso, percibiendo que junto con la fuerza y el ímpetu del golpe salía de él también la rabia. El Cigarra, dando vueltas con una pierna en el barro y otra hacia arriba, vomitaba sangre y chapoteaba en los charcos, boca arriba. El brujo escuchó detrás de sí un silbido de una hoja contra su vaina, se detuvo y se dio la vuelta con fluidez, con la mano en la empuñadura de la espada.
—Venga —dijo, con la voz temblándole de rabia—. Venga, adelante.
El que había tomado el arma le miró a los ojos. Durante un segundo. Luego retiró la mirada. Los otros comenzaron a retroceder. Lentamente, luego más rápido. Al oír esto, el hombre de la espada retrocedió también, moviendo los labios pero sin emitir sonido. El que estaba más lejos se dio la vuelta y echó a correr, salpicando de barro. Los que quedaban se quedaron quietos en el sitio, no intentaron acercarse.
El Cigarra se retorció en el lodo, se incorporó, apoyándose en los codos, murmuró, carraspeó, escupió algo blanco junto con una buena cantidad de rojo. Al pasar a su lado, Geralt le dio un puntapié con repugnancia en la mejilla, aplastándole el maxilar, y enviándole de nuevo al charco.
Siguió adelante, sin mirar hacia atrás.
Istredd ya estaba junto al pozo, de pie, apoyado en el entibado del torno de madera, verdoso de musgo. Ceñía la espada al cinto. Una hermosa, ligera espada tergana con el guardamanos semiabierto, que apoyaba el redondeado extremo de la vaina en la caña brillante de una bota de montar. En el hombro del hechicero había un vigilante pájaro negro.
Una milana.
—Estás aquí, brujo.
Istredd tendió a la milana una mano enguantada; delicada y cuidadosamente puso al pájaro sobre el tejadillo del pozo.
—Estoy aquí, Istredd.
—No creía que fueras a venir. Pensaba que te habías ido.
—No me he ido.
El hechicero se rió a carcajada limpia, sonoramente, echando la cabeza hacia atrás.
—Ella quería… quería salvarnos —dijo—. A ambos. No pasa nada, Geralt. Cruzaremos las espadas. Ha de quedar sólo uno.
—¿Piensas luchar con la espada?
—¿Te extraña? Tú también piensas luchar con la espada. Venga, vamos.
—¿Por qué, Istredd? ¿Por qué con la espada y no con magia?
El hechicero palideció, los labios le temblaron, nerviosos.
—¡Venga, te digo! —gritó—. ¡No es hora para preguntar, la hora de las preguntas ha terminado! ¡Ésta es la hora de los hechos!
—Quiero saber —dijo con lentitud Geralt—. Quiero saber por qué la espada. Quiero saber de dónde y por qué ha salido esa milana negra. Tengo derecho a saber. Tengo derecho a la verdad, Istredd.
—¿A la verdad? —repitió amargamente el hechicero—. Bueno, puede que sí. Sí, puede que sí. Nuestros derechos son parejos. ¿La milana, preguntas? Llegó volando al amanecer, mojada por la lluvia. Traía una carta. Muy corta, la sé de memoria. «¡Adiós, Val! Perdóname. Son dones que no se deben aceptar, y no hay dentro de mí nada con lo que pudiera corresponderte. Y ésta es la verdad, Val. La verdad es una esquirla de hielo.» ¿Y qué, Geralt? ¿Te ha satisfecho? ¿Has hecho uso de tu derecho?
El brujo afirmó con la cabeza lentamente.
—Bien —dijo Istredd—. Ahora yo haré uso del mío. Porque yo no acepto esta carta. Yo no puedo sin ella… Prefiero… ¡Venga, diablos!
Se enderezó y sacó la espada con un rápido y hábil movimiento, que dejaba adivinar un largo entrenamiento. La milana graznó.
El brujo se mantuvo inmóvil, con los brazos a los costados.
—¿A qué esperas? —tartamudeó el hechicero.
Geralt alzó la cabeza poco a poco, le miró por un instante, luego volvió los talones.
—No, Istredd —dijo en voz baja—. Adiós.
—¿Qué significa esto, diablos?
Geralt se detuvo.
—Istredd —dijo por encima del hombro—. No metas a otros en esto. Si has de hacerlo, cuélgate en el establo de tus bridas.
—¡Geralt! —gritó el hechicero, y la voz se le quebró de pronto, dio un eco falso, una nota desafinada—. ¡Yo no me resigno! ¡Iré tras ella hasta Vengerberg, iré tras ella hasta el fin del mundo, la encontraré! ¡No renuncio a ella! ¡Quiero que lo sepas!
—Adiós, Istredd.
Entró en el callejón, sin volverse una sola vez. Anduvo sin prestar atención a la gente que con rapidez se apartaba de su camino, a los chasquidos apresurados de puertas y postigos. No percibía a nada ni a nadie.
Pensaba en la carta que le esperaba en la posada.
Apretó el paso. Sabía que en la cabecera de la cama le esperaba una milana negra, mojada por la lluvia, que portaba una carta en el curvo pico. Quería leer aquella carta cuanto antes.
Aunque sabía cuál era su contenido.