—Aquí podremos hablar con libertad. Siéntate, Geralt.
Lo que más saltaba a la vista del despacho era la imponente cantidad de libros: ocupaban el mayor espacio en aquel amplio habitáculo. Los gruesos tomos llenaban las librerías pegadas a las paredes, hacían arquearse estanterías, se amontonaban en los arcones y las cómodas. Según le parecía al brujo, debían de valer una fortuna. No faltaban, por supuesto, otros elementos típicos para crear ambiente: un cocodrilo disecado, un pez erizo seco que colgaba del techo, un polvoriento esqueleto y una potente colección de frascos con alcohol que contenían con seguridad cada monstruosidad imaginable: escolopendras, arañas, ofidios, sapos y también incontables fragmentos humanos e inhumanos, principalmente tripas. También había un homúnculo o algo que recordaba a un homúnculo, pero que también podría haber sido un feto ahumado.
A Geralt esta colección no le causó impresión alguna. Había vivido medio año en casa de Yennefer en Vengerberg, y Yennefer tenía una colección todavía más curiosa, que incluía hasta un falo de proporciones nunca vistas, al parecer procedente de un troll serrano. Poseía también un unicornio excelentemente disecado sobre cuya grupa gustaba de hacer el amor. Geralt era de la opinión que si había en el mundo un lugar peor para hacer el amor, sólo podía ser la grupa de un unicornio vivo. Al contrario que él, que consideraba la cama un lujo y valoraba toda oportunidad de uso de tan maravilloso mueble, Yennefer podía llegar a ser locamente extravagante. Geralt recordaba gratos momentos pasados junto a la hechicera en un tejado muy inclinado, en el hueco de un árbol lleno de porquería, en un balcón, y que además no era el suyo, en la balaustrada de un puente, en una canoa balanceándose en una impetuosa corriente y mientras levitaban a treinta brazas del suelo. Pero el unicornio era lo peor. Un afortunado día el muñeco se rompió por debajo de ellos, se descosió y se deshizo en pedazos, dando motivo suficiente para reírse un buen rato.
—¿Qué es lo que te divierte tanto, brujo? —le preguntó Istredd, sentándose detrás de una larga mesa sobre la que descansaba una larga cifra de cráneos de morsa, huesos y oxidados cacharros de hierro.
—Cada vez que veo estas cosas —el brujo se sentó enfrente, mientras señalaba a los frascos y frasquitos—, me da por pensar si de verdad no se puede practicar la magia sin todas esas monstruosidades a la vista de las cuales el estómago se le revuelve a uno.
—Cuestión de gustos —dijo el hechicero—. Y de costumbre. Lo que uno le repugna, a otro no le afecta. Y a ti, Geralt, ¿qué es lo que te repugna? Curioso, ¿qué es lo que puede repugnar a alguien que, como he oído, es capaz de meterse entre estiércol e inmundicia por dinero? No te tomes esta pregunta como un insulto o una provocación. De verdad siento curiosidad por ver qué es capaz de provocar asco a un brujo.
—¿No contendrá por casualidad este frasquito sangre menstrual de una doncella, Istredd? ¿Sabes?, me produce asco el imaginarte a ti, un digno hechicero, con la botellita en la mano, intentando conseguir tal valioso líquido, gota a gota, bebiendo, por así decirlo, de la misma fuente.
—Tocado. —Istredd sonrió—. Hablo, por supuesto, de tu relampagueante chiste, porque en lo que concierne al contenido del frasquito no has acertado.
—Pero usas a veces esa sangre, ¿verdad? Para algunos de los encantamientos, por lo que he oído, no se puede ni empezar sin sangre de doncella, y mejor si la mató en luna llena un rayo caído de un cielo sin nubes. Sólo por curiosidad, ¿en qué es mejor tal sangre que la de una vieja ramera que yendo borracha se cayó por la empalizada?
—En nada —concedió el hechicero con una sonrisa amable en los labios—. Pero si se demostrara que ese papel en la práctica lo puede cumplir también la sangre de una cerda, dado que es más fácil de conseguir, entonces la chusma empezaría a experimentar con hechizos. Pero si la chusma tiene que recoger y usar la sangre de doncella que tanto te fascina, lágrimas de dragón, veneno de tarántulas blancas, un caldo de manos cortadas de recién nacidos o de un cadáver exhumado a medianoche, pues más de uno se lo pensará.
Se callaron. Istredd, dando la impresión de estar profundamente sumido en sus pensamientos, golpeteó con las uñas en un cráneo agrietado, ennegrecido, falto de la mandíbula inferior, que yacía delante de él. Con el dedo índice recorrió las dentadas aristas de la abertura que terminaba en el hueso temporal. Geralt le contempló con discreción. Se preguntaba cuántos años podría tener el hechicero. Sabía que los más hábiles eran capaces de detener el proceso de envejecimiento permanentemente y en la edad deseada. Los hombres, para su reputación y su prestigio, preferían la edad de una madurez avanzada, para sugerir sabiduría y experiencia. Las mujeres —como Yennefer— se cuidaban menos del prestigio y más de su atractivo. Istredd no parecía ser más que un cuarentón fuerte y maduro. Tenía unos cabellos ligeramente grises, lisos, que le llegaban a los hombros y muchas pequeñas arrugas en la frente, junto a los labios y alrededor de los ojos. Geralt no sabía si la profundidad y sabiduría de aquellos ojos grises y bondadosos era natural o producida por los hechizos. Al cabo de un rato llegó a la conclusión de que le importaba un pimiento.
—Istredd —cortó el penoso silencio—. He venido aquí porque quería ver a Yennefer. Aunque ella no estaba me has invitado a entrar. Para hablar. ¿De qué? ¿De la chusma que intenta quitaros vuestro monopolio del uso de la magia? Sé que también me cuentas a mí entre esa chusma. Esto no es nada nuevo para mí. Por un momento pensé que ibas a ser distinto de tus confráteres, que a menudo traban conversación conmigo sólo para mostrarme lo mucho que no me aprecian.
—No pienso pedir perdón por mis, como has dicho, confráteres —contestó sereno el hechicero—. Los entiendo porque, tal como ellos, para llegar a tal conocimiento de la nigromancia, he tenido que trabajar mucho. Cuando apenas era un rapaz, cuando los chavales de mi misma edad corrían por los campos con arcos y flechas, pescaban o jugaban a pídola, yo no levantaba cabeza de los manuscritos. De los suelos de piedra de las torres se me quebraban los huesos y se me rompían las articulaciones, por supuesto en verano, porque en invierno me estallaba el esmalte de los dientes. El polvo de los viejos libros y pergaminos me hacía toser hasta que se me salían las lágrimas por los ojos, y mi maestro, el viejo Roedskilde, nunca dejaba pasar ocasión de darme en la espalda con la fusta, juzgando por lo visto que sin eso no alcanzaría suficientes progresos en el estudio. No usé de las peleas, ni de las muchachas ni de la cerveza en los mejores años, cuando tales distracciones saben mejor.
—Pobrecillo. —Geralt arrugó el gesto—. Ciertamente, hasta se me saltan las lágrimas.
—¿Por qué esa ironía? Intento explicarte las causas por las que a los hechiceros no les gustan los curanderos de aldea, los aojadores, sanadores, meigas y brujos. Llámalo, si quieres, incluso simple envidia, pero justo aquí está la causa de la antipatía. Nos molesta cuando vemos que la magia, arte que se nos enseñó a tratar como saber elitista, privilegio de los mejores y misterio sacrosanto, cae en manos de profanos y autodidactas. Incluso si se trata de una magia vieja, mísera, digna de burla. Por eso mis confráteres no te aprecian. Yo, hablando claramente, tampoco.
Geralt estaba harto de discusión, harto de transigir, harto de ese desagradable sentimiento de desasosiego que, como un caracol, le iba recorriendo la nuca y la espalda. Miró directamente a los ojos de Istredd, apretó los dedos contra el borde de la mesa.
—Se trata de Yennefer, ¿verdad?
El hechicero alzó la cabeza, tocando todavía levemente con la uñas el cráneo que yacía sobre la mesa.
—Te felicito por tu perspicacia —dijo, aguantando la mirada del brujo—. Mi enhorabuena. Sí, se trata de Yennefer.
Geralt calló. Una vez, hacía muchos, muchos años, todavía era un joven brujo, esperó en un escondrijo a una mantícora. Y sintió cómo se acercaba la mantícora. No la veía, no la escuchaba. Pero la sentía. Nunca podría olvidar aquel sentimiento. Y ahora sentía exactamente lo mismo.
—Tu perspicacia —añadió el hechicero— nos ahorra mucho tiempo, todo el que nos hubiera ocupado el seguir tirando del hilo. Y sí, el asunto está claro.
Geralt no respondió.
—Mi profunda amistad con Yennefer —siguió Istredd— data de hace mucho tiempo, brujo. Durante mucho tiempo ha sido una amistad sin obligaciones, basada en períodos largos o cortos, más o menos regulares, de estar juntos. Este tipo de relación sin obligaciones es practicado a menudo entre los de nuestra profesión. Sólo que de pronto esto ya no me basta. Me he decidido a proponerle que se quede conmigo permanentemente.
—¿Qué respondió?
—Que lo pensará. Le he dado tiempo para pensarlo. Sé que no es para ella una decisión fácil.
—¿Por qué me cuentas esto, Istredd? ¿Qué es lo que te mueve a hacerlo aparte de una sinceridad, digna de elogio pero sorprendente, tan rara entre los de tu profesión? ¿Qué objetivo tiene esta sinceridad?
—Prosaico —suspiró el hechicero—. Porque, ¿sabes?, es tu persona la que dificulta a Yennefer el tomar una decisión. Por ello te pido que te vayas voluntariamente. Que desaparezcas de su vida, que dejes de estorbar. En pocas palabras: que te vayas al diablo. Lo mejor, a escondidas y sin despedirte, lo que, como ella me ha confesado, has practicado a menudo.
—Cierto. —Geralt sonrió forzadamente—. Tu extrema sinceridad me produce cada vez mayor estupefacción. Me podía haber esperado cualquier cosa, pero no tal petición. ¿No crees que en vez de pedir, tendrías que haberme arrojado una bola de rayos por la espalda? No habría entonces estorbo, sólo un poco de hollín que habría que arrancar de la pared. Un método más fácil y más seguro. Porque, ¿sabes?, una petición se puede rechazar, pero una bola de rayos no.
—No tengo en cuenta la posibilidad de un rechazo.
—¿Por qué? ¿No será acaso esta extraña petición otra cosa que una advertencia que precede a un rayo u otro alegre hechizo? ¿Acaso esta petición ha de ser apoyada por más contantes argumentos? ¿Una suma que deje asombrado al codicioso brujo? ¿Cuánto piensas pagarme para que me aparte del camino que conduce a tu felicidad?
El hechicero dejó de golpetear el cráneo, puso sobre él la mano, apretó el puño. Geralt se dio cuenta de que los nudillos se le reblanquecieron.
—No era mi intención rebajarte con semejante oferta —dijo—. Lejos de mí algo así. Pero… sí… Geralt, soy hechicero, y no de los peores. No pienso jactarme de ser todopoderoso, pero muchos de tus deseos, si quisieras decirlos, te los podría conceder. Algunos, oh, con absoluta facilidad.
Agitó las manos con descuido, como si espantara un mosquito. La superficie de la mesa se pobló de pronto de fabulosas y coloreadas mariposas de Apolo.
—Mi deseo, Istredd —gruñó el brujo, mientras se quitaba los insectos que revolotean por delante de su rostro—, es que dejes de meterte entre Yennefer y yo. Poco me afecta la proposición que le has hecho. Pudiste hacérsela mientras ella estaba contigo. Antes. Pero antes era antes y ahora es ahora. Ahora está conmigo. ¿Tengo que apartarme para facilitarte el asunto? Me niego. No sólo no te ayudaré sino que estorbaré en la medida de mis modestas fuerzas. Como ves, no me quedo atrás en sinceridad.
—No tienes derecho a rechazarme. Tú no.
—¿Por quién me tomas, Istredd?
El hechicero lo miró directamente a los ojos, echándose hacia delante.
—Por un enamoramiento fugaz. Por una fascinación pasajera, en el mejor de los casos, por un capricho, por una aventura, como las que Yenna ha tenido a centenares, porque a Yenna le gusta jugar con las emociones, es impulsiva e imprevisible en sus caprichos. Por esto te tomo, aunque, después de haber intercambiado estas palabras contigo, rechazo la posibilidad de que ella te trate exclusivamente como un instrumento. Pero créeme, esto le sucede muy a menudo.
—No has entendido mi pregunta.
—Te equivocas, la he entendido. Pero me he referido conscientemente sólo a las emociones de Yenna. Porque tú eres un brujo y no puedes experimentar emoción alguna. No quieres cumplir mi ruego porque te parece que la necesitas, piensas que… Geralt, estás con ella sólo porque ella lo quiere y vas a estar con ella tanto como ella quiera. Y lo que sientes es tan sólo la proyección de sus emociones, del interés que muestra en ti. Por todos los demonios del Hades, Geralt, no eres un niño, sabes quién eres. Eres un mutante. No me entiendas mal, no digo esto para denigrarte ni despreciarte. Afirmo un hecho. Eres un mutante, y una de las características estables de tu mutación es una completa insensibilidad ante las emociones. Así te hicieron, para que pudieras realizar tu profesión. ¿Entiendes? No puedes sentir nada. Todo lo que tomas por sentimientos no es más que la memoria de tus células, somática, si sabes lo que significa esta palabra.
—Imagínate que lo sé.
—Pues mejor. Escucha entonces. Te pido algo que le puedo pedir a un brujo y que no le podría pedir a un ser humano. Soy sincero con un brujo; con un ser humano no podría permitirme la sinceridad. Geralt, quiero dar a Yenna razón y estabilidad, sentimientos y felicidad. ¿Puedes, con el corazón en la mano, decir lo mismo? No, no puedes. Para ti son palabras privadas de significado. Correteas detrás de Yenna, alegre como un niño por la simpatía ocasional que te demuestra. Ronroneas como un gato asilvestrado al que todos tiran piedras, satisfecho porque por fin has hallado alguien que no tiene miedo de acariciarte el lomo. ¿Entiendes lo que quiero decir? Oh, sé que entiendes, no eres tonto, eso está claro. Tú mismo ves que no tienes derecho a rechazar mi amable propuesta.
—Tengo tanto derecho a rechazar —rezongó Geralt— como tú a pedir, y dado que estos nuestros derechos se sostienen el uno al otro, volvamos al punto de partida, y tal punto es éste: Yen, por lo visto sin importarle mis mutaciones y sus consecuencias, está ahora conmigo. Tú te has declarado, es tu derecho. ¿Dijo que lo iba a pensar? Su derecho. ¿Tienes la impresión de que yo le dificulto tomar una decisión? ¿Que duda? ¿Que yo soy la causa de esa duda? Esto es ya mi derecho. Si duda, entonces seguramente tenga razón para ello. Seguramente entonces le dé yo algo, aunque falten para ello palabras en el vocabulario de los brujos.
—Escucha…
—No. Escúchame tú a mí. ¿Estuvo contigo antes, dices? Quién sabe, puede que no fuera yo sino tú el que sirviera como enamoramiento fugaz, capricho, emoción incontrolada, tan típicas de ella. Istredd, no puedo ni siquiera excluir que no te tratara entonces tan sólo como a un instrumento. Esto, señor hechicero, no se puede excluir por una única conversación. En este caso, me parece, el instrumento suele ser más importante que la elocuencia.
Istredd no pestañeó siquiera, ni siquiera hizo un gesto. Geralt se asombró de su autocontrol. El prolongado silencio, sin embargo, mostraba que el golpe había sido acertado.
—Juegas con palabras —dijo, por fin, el hechicero—. Te embriagas con ellas. Con las palabras quieres sustituir los sentimientos normales, humanos, que no posees. Tus palabras no expresan sentimientos, son sólo sonidos, como los que produce este cráneo cuando lo golpeas. Porque estás tan vacío como este cráneo. No tienes derecho a…
—Basta —le cortó Geralt con acritud, quizá con demasiada acritud—. Deja de negarme constantemente todo derecho; estoy harto de esto, ¿me oyes? Te he dicho que nuestros derechos son los mismos. No, joder, los míos son mayores.
—¿De verdad? —El hechicero palideció ligeramente, produciéndole con ello a Geralt un regocijo inexpresable—. ¿Y por qué leyes?
El brujo lo pensó un instante y decidió acabar con él.
—Por aquella —estalló— de que ayer por la noche hizo el amor conmigo y no contigo.
Istredd tomó el cráneo y se lo acercó, lo acarició. La mano, para mortificación de Geralt, ni siquiera le temblaba.
—¿Eso, según tú, te da algún derecho?
—Sólo uno. El derecho a sacar consecuencias.
—Ajá —habló el hechicero con lentitud—. Bien. Como quieras. Conmigo ha hecho el amor hoy por la mañana. Saca tus consecuencias, tienes derecho. Yo ya las he sacado.
El silencio duró mucho. Geralt buscó desesperado alguna respuesta. No la encontró. Ninguna.
—Basta de parlotear —dijo al fin, levantándose, enojado consigo mismo, porque había sonado brusco y tonto—. Me voy.
—Vete al diablo —dijo Istredd con la misma brusquedad, sin mirarle.