—Las dos —dijo Yennefer secándose las manos con una toallita de lino—. Y creo que algo en la columna. La armadura estaba clavada en la espalda como si le hubieran dado con un martinete. Y los pies, por la propia lanza. Va a tardar mucho en subirse a un caballo. Si acaso llegara a poder.
—Gajes del oficio —dijo Geralt.
La hechicera frunció el ceño.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—¿Y qué más querrías escuchar, Yennefer?
—Este dragón es increíblemente rápido. Demasiado rápido para que pueda luchar con él un ser humano.
—Entiendo. No, Yen. Yo no.
—¿Por principios? —sonrió ella venenosamente—. ¿O el miedo normal, común y corriente? ¿Es el único sentimiento humano que no te arrancaron?
—Lo uno y lo otro —aceptó con indiferencia el brujo—. ¿Qué diferencia hay?
—Precisamente. —Yennefer se acercó—. Ninguna. Los principios se pueden romper, el miedo se puede vencer. Mata ese dragón, Geralt. Para mí.
—¿Para ti?
—Para mí. Quiero ese dragón. Entero. Quiero tenerlo sólo para mí.
—Utiliza tus hechizos y mátalo.
—No. Mátalo tú. Y con mis hechizos detendré a los Sableros y a los otros, para que no molesten.
—Habrá muertos.
—¿Desde cuándo te molesta eso? Tú ocúpate del dragón y yo de los humanos.
—Yennefer —dijo con voz fría el brujo—. No puedo entenderlo. ¿Para qué necesitas ese dragón? ¿Hasta ese punto te ciega el color dorado de sus escamas? Pues si tú no eres pobre, tienes incontables fuentes de ingreso, eres famosa. Entonces, ¿de qué se trata? Y no me digas que de la vocación, por favor.
Yennefer guardó silencio, por fin, con el ceño fruncido; dio una patada con mucha fuerza a una piedra que yacía sobre la hierba.
—Hay alguien que me puede ayudar. Al parecer eso… sabes de lo que hablo… Al parecer eso no es incurable. Hay una posibilidad. Podré por fin tener… ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Es una operación complicada, costosa. Pero a cambio de un dragón dorado… ¿Geralt?
El brujo callaba.
—Cuando estábamos colgados del puente —dijo la hechicera—, me pediste algo. Cumpliré tu deseo. Pese a todo.
El brujo sonrió triste, rozó con el índice la estrella de obsidiana en el cuello de Yennefer.
—Demasiado tarde, Yen. Ya no estamos colgados. Ya he dejado de necesitarlo. Pese a todo.
Se esperaba lo peor, una cascada de fuego, una bofetada repentina en el rostro, insultos, maldiciones. Se asombró cuando vio solamente un contenido temblor de los labios. Yennefer se volvió lentamente. Geralt lamentó sus palabras. Lamentó el sentimiento que ella le producía. El límite de lo posible, traspasado, estalló como la cuerda de un laúd. Miró a Jaskier, vio cómo el trovador volvía la cabeza con rapidez, cómo evitaba sus ojos.
—Bueno, pues ya nos hemos quitao de la cabeza el asunto del honor caballeresco, señores míos —gritó Boholt, ya armado, delante de Niedamir, quien seguía sentado en la piedra con una invariable expresión de aburrimiento en el rostro—. El honor caballeresco está allá tendido y gime despacito. Mala era esta estrategia, noble Gyllenstiern, la de dejar salir a Eyck como vuestro caballero y vasallo. No pienso señalar con el dedo, eh, pero sabemos a quién debe Eyck las patas rotas. Sí, así de un golpe se han resuelto dos problemas. El de un loco que en su locura quería revivir las leyendas del atrevido caballero que vence en combate mano a mano a un dragón. Y el de un cretino que quería ganar dinero a su costa. Sabéis de quién hablo, Gyllenstiern, ¿no? Estupendo. Y ahora, nosotros movemos ficha. Ahora el dragón es nuestro. Ahora nosotros, los Sableros, vamos a dar cuenta del dragón. Pero a nuestro beneficio.
—¿Y el acuerdo, Boholt? —dijo el canciller entre dientes—. ¿Qué pasa con el acuerdo?
—El culo me limpio con el acuerdo este.
—¡Esto es inédito! ¡Esto es un insulto a su majestad! —pataleó Gyllenstiern—. El rey Niedamir…
—El rey ¿qué? —gritó Boholt apoyándose en un enorme mandoble—. ¿Quizás el rey tiene ganas de ir a por el dragón él solo? ¿Y puede que vos, su fiel canciller, os arremetáis en la armadura vuestra tripula y salgáis al campo? Por qué no, vamos, nosotros esperamos aquí, señores míos. Vuestra oportunidad tuvisteis, Gyllenstiern; si Eyck se hubiere cargado al dragón, vos lo hubierais tenido para vos solo, no nos hubiera tocado nada, ni una escama de oro de sus lomos. Pero ya es demasiado tarde. Echad un vistazo. No hay nadie ya para luchar por los colores de Caingorn. No encontraréis otro tan tonto como Eyck.
—¡No es verdad! —El zapatero se echó a los pies del rey, todavía absorto en la observación de un punto en el horizonte sólo conocido de él—. ¡Señor rey! ¡Esperar sólo un poquino, que los nuestros de Holopole nos agarren, y ya verán éstos! ¡Escupir a los listillos de la nobleza, echarlos de acá! ¡Veréis quién es bravo de veras, quién en el puño es fuerte y no en la lengua!
—Cierra el pico —dijo Boholt con tranquilidad mientras limpiaba una mancha de óxido de la coraza—. Cierra el pico, cabronazo, porque si no te lo voy a cerrar yo de tal modo que te vas a tragar los dientes.
Comecabras, viendo cómo se acercaban Kennet y Devastadón, retrocedió deprisa y se escondió detrás de los rastreadores de Holopole.
—¡Rey! —gritó Gyllenstiern—. Rey, ¿qué ordenas?
La expresión de hastío desapareció de pronto del rostro de Niedamir. El niño monarca arrugó una nariz orgullosa y se levantó.
—¿Que qué ordeno? —dijo con voz aguda—. Por fin preguntas por ello, Gyllenstiern, en vez de decidir por mí y hablar por mí y en mi nombre. Me alegro mucho. Y que así continúe, Gyllenstiern. Desde este momento vas a callar y obedecer órdenes. Ésta es la primera de ellas. Reúne a la gente, manda colocar en el carro a Eyck de Denesle. Volvemos a Caingorn.
—Señor…
—Ni una palabra, Gyllenstiern. Doña Yennefer, nobles señores, me despido. He perdido algo de tiempo en este asunto pero he ganado muchas cosas. Mucho he aprendido. Os agradezco vuestras palabras, doña Yennefer, don Dorregaray, don Boholt. Y gracias por vuestro silencio, don Geralt.
—Rey —habló Gyllenstiern—. ¿Cómo es eso? El dragón está aquí, aquí mismo. Sólo hay que alargar la mano. Rey, vuestro sueño…
—Mi sueño —repitió, ensimismado, Niedamir—. Todavía no lo tengo. Y si me quedo aquí… Puede que entonces no lo vaya a tener nunca.
—¿Y Malleore? ¿Y la mano de la princesa? —El canciller no se resignó, agitaba las manos—. ¿Y el trono? Rey, aquel pueblo os reconocerá…
—Me limpio el culo con aquel pueblo, como dice don Boholt —sonrió Niedamir—. El trono de Malleore es mío en cualquier caso, porque tengo en Caingorn trescientos coraceros y mil quinientos soldados de infantería contra mil de sus despreciables escuderos. Y reconocerme me van a reconocer en cualquier caso. Voy a mandar colgar, descabezar y descuartizar durante tanto tiempo como sea necesario hasta que me reconozcan. Y su princesilla es un ternerillo gordo y me cago en su mano; sólo necesito su chocho, que me dé un heredero y luego ya la envenenaré. Con el método del maestro Comecabras. Basta de hablar, Gyllenstiern. Procede a ejecutar las órdenes recibidas.
—Ciertamente —susurró Jaskier a Geralt—. El rey mucho ha aprendido.
—Mucho —confirmó Geralt mirando a la colina, en la que el dragón dorado, con la cabeza triangular bien baja, lamía con su lengua bífida y escarlata algo que se encontraba en la hierba, junto a él—. Pero no quisiera ser su súbdito, Jaskier.
—Y ¿qué pasará ahora, qué piensas?
El brujo miró sereno al pequeño ser verdegrís, que agitaba unas alitas de murciélago junto a las garras doradas del dragón.
—¿Y qué dices tú de todo esto, Jaskier? ¿Qué piensas de todo esto?
—¿Y qué importa lo que yo piense? Soy un poeta, Geralt. ¿Acaso tiene alguna importancia mi opinión?
—La tiene.
—Pues entonces te la diré. Yo, Geralt, cuando veo un reptil, una culebra, pongamos por caso, o una salamanquesa, entonces las tripas se me revuelven, tanto asco me dan y tanto miedo estas asquerosidades. Pero este dragón…
—¿Sí?
—Él… él es hermoso, Geralt.
—Gracias, Jaskier.
—¿Por qué?
Geralt volvió la cabeza, con un lento movimiento se echó mano a la hebilla del talabarte que le cruzaba el pecho al bies, lo apretó dos agujeros más. Alzó la mano derecha, comprobando si el puño de la espada estaba en la posición correcta. El poeta le miró con los ojos muy abiertos.
—¡Geralt! Tú tienes intenciones de…
—Sí —dijo tranquilo el brujo—. Hay una frontera de lo posible. Estoy harto de todo esto. ¿Te vas con Niedamir o te quedas, Jaskier?
El trovador se agachó, colocó cuidadosa y cariñosamente el laúd bajo una piedra, se irguió.
—Me quedo. ¿Cómo has dicho? ¿La frontera de lo posible? Me reservo ese título para un romance.
—Puede que sea tu último romance.
—¿Geralt?
—¿Ajá?
—No mates… ¿Podrás?
—Una espada es una espada, Jaskier. Si se la desenvaina…
—Inténtalo.
—Lo intentaré.
Dorregaray rió, se dio la vuelta en dirección a Yennefer y los Sableras, señaló al cortejo real que se alejaba.
—Allá —dijo— parte el rey Niedamir. No da ya más órdenes por boca de Gyllenstiern. Parte mostrando buen juicio. Me alegro de que estés aquí, Jaskier. Te propongo que comiences a componer un romance.
—¿Sobre qué?
—Sobre cómo —el hechicero sacó de bajo la capa su varita— el maestro Dorregaray, nigromante, mandó a casa a los bellacos que querían matar al modo de los bellacos al último dragón dorado que quedaba en el mundo. ¡No te muevas, Boholt! ¡Yarpen, las manos lejos del hacha! ¡Ni pestañees, Yennefer! Adelante, bellacos, tras el rey, como el perro tras el amo. Vamos, a los caballos, a los carros. Os aviso, quien haga un movimiento incorrecto, de él no quedará más que un tufo y una mancha en la arena. No estoy bromeando.
—¡Dorregaray! —susurró Yennefer.
—¡Noble hechicero! —dijo Boholt, conciliador—. Entonces se debe…
—Calla, Boholt. Dije que no tocaréis a ese dragón; no se mata a una leyenda. Daos la vuelta y a tomar por saco.
La mano de Yennefer se disparó de pronto hacia delante, y la tierra alrededor de Dorregaray explotó en un fuego celeste, borbotó en una tormenta de arena y hierbas. El hechicero se sacudió, rodeado de llamas. Devastadón, de un salto, le golpeó en el rostro con el canto del puño. Dorregaray cayó, de su varita surgió un rayo rojo que se apagó sin causar daño sobre las rocas. Cortapajas, acercándose a toda prisa desde el otro lado, dio una patada al hechicero que seguía en el suelo, tomó impulso para repetir el golpe. Geralt se lanzó entre ellos, empujó a Cortapajas hacia atrás, tomó la espada, dio un golpe plano, apuntando al lugar que dividía la coraza y la espaldera. Se lo impidió Boholt, quien paró el golpe con la ancha hoja de su mandoble. Jaskier le echó la zancadilla a Devastadón, pero sin efecto. Devastadón se agarró al jubón coloreado del bardo y le golpeó con el puño entre los ojos. Yarpen Zigrin, apareciendo por detrás, levantó los pies a Jaskier dándole con el mango del hacha en el hueco de la rodilla.
Geralt giró haciendo unas piruetas, para escapar de la espada de Boholt, dio un corto golpe a Cortapajas que saltaba hacia él, destrozándole el guantelete de acero. Cortapajas retrocedió, dio un traspié, cayó. Boholt jadeó mientras balanceaba la espada como si fuera una guadaña. Geralt avanzó hacia la silbante hoja, le atizó un golpetazo a Boholt en la coraza con la empuñadura de la espada, lo empujó, lanzó un tajo, apuntando a la mejilla. Boholt, como veía que no iba a ser capaz de parar tan pesada hoja, se tiró hacia atrás, cayó de espaldas. El brujo se acercó a él y en ese momento sintió cómo la tierra desaparecía bajo sus piernas paralizadas. Vio cómo el horizonte se convertía de transversal en perpendicular. En vano intentó colocar los dedos en una Señal de protección, se golpeó pesadamente de lado contra la tierra, dejando escapar la espada de sus manos inmovilizadas. Los oídos le retumbaban y le silbaban.
—Atadlos mientras actúa el hechizo —dijo Yennefer desde algún lugar alto y lejano—. A los tres.
Dorregaray y Geralt, anestesiados e inmóviles, se dejaron maniatar y sujetar al carro sin resistencia y sin decir palabra. Jaskier se revolvió y maldijo, así que todavía mientras lo maniataban le dieron unas buenas tortas.
—Para qué atarlos, traidores, hijos de perra —habló Comecabras al acercarse a ellos—. Apiolarlos y listos.
—Tú mismo eres hijo y no de perra —dijo Yarpen Zigrin—. No insultes aquí a los perros. Vete a la mierda, ponesuelas.
—Muy bravos sois —ladró Comecabras—. Veremos si tanta bravura tenéis cuando los míos lleguen de Holopole, en cuantito los veáis. Vere…
Yarpen, doblándose con una habilidad inesperada para su apostura, le atizó con el mango del hacha en la testa. Devastadón, que estaba al lado, le hizo unas correcciones a puntapiés. Comecabras voló unas cuantas brazas y hundió las narices en la hierba.
—¡Os acordaréis! —gritó a cuatro patas—. Todos vosotros…
—¡Muchachos! —aulló Yarpen Zigrin—. ¡A por el puto zapatero; metedle el cabo por el culo! ¡Píllalo, Devastadón!
Comecabras no esperó. Se levantó y se encaminó al trote en dirección al cañón oriental. Detrás de él, a hurtadillas, salieron corriendo los rastreadores holopolacos. Los enanos, riéndose, les tiraron piedras.
—De pronto parece como si el aire se hubiera puesto más fresquito —sonrió Yarpen—. Va, Boholt, pongámonos con el dragón.
—Despacio. —Yennefer alzó la mano—. Poner podéis, pero los pies. En polvorosa. Todos tal y como estáis aquí.
—¿Lo qué? —Boholt se incorporó y los ojos le relampagueaban con un brillo de rabia—. ¿Qué decís, noble y piadosa señora bruja?
—Largaos de aquí siguiendo las huellas del zapatero —repitió Yennefer—. Todos. Yo misma me las apañaré con el dragón. Con armas no convencionales. Y según os vayáis podéis darme las gracias. Si no hubiera sido por mí, habríais probado la espada del brujo. Venga ya, deprisa, Boholt, antes de que me ponga nerviosa. Os advierto, conozco un encantamiento con el cual puedo convertiros en sementales. Basta con que mueva una mano.
—Oh, no —rezongó Boholt—. Mi paciencia alcanzó los límites de lo posible. No me voy a dejar tomar por tonto. Cortapajas, arráncale el timón al carro. Que yo también voy a necesitar de armas no convencionales, me parece. Ahora aquí alguien se va a cargar con la cruz, señores míos. No quiero señalar con el dedo, pero ahora mismo cierta asquerosa hechicera se va a cargar con la cruz.
—Ni lo intentes, Boholt. Alégrame el día.
—Yennefer —dijo lleno de reproches el enano—. ¿Por qué?
—¿Y no puede ser que simplemente no me guste compartir, Yarpen?
—En fin —sonrió Yarpen Zigrin—. Profundamente humano. Tan humano, que casi es de enanos. Es agradable ver tus propios rasgos de carácter en una hechicera. Porque a mí tampoco me gusta compartir, Yennefer.
Se dobló en un relampagueante y corto disparo. Una bola de acero, no se sabe de dónde ni cuándo la había sacado, aulló en el aire y golpeó a Yennefer en el centro de la frente. Antes de que la hechicera se diera cuenta, colgaba ya en el aire, sus manos sujetas por Cortapajas y Devastadón mientras Yarpen le ataba los dedos con una soga. Yennefer gritó con rabia pero uno de los muchachos de Yarpen, que estaba de pie a su lado, le echó unas riendas en la cabeza, apretó con fuerza, colocando la correa sobre la boca abierta, apagó el grito.
—Bueno, y qué, Yennefer —dijo Boholt, acercándose—. ¿Cómo quieres hacer de mí un semental? ¿Si no puedes ni menear una mano?
Boholt le rasgó el cuello de su jubón, rompió la camisa y se la arrancó. El chillido de Yennefer fue ahogado por las correas.
—Tiempo no tengo ahora —dijo Boholt, mientras la toqueteaba impúdicamente entre las carcajadas de los enanos—, pero espera un poco, hechicera. En cuanto nos carguemos al dragón, nos vamos a montar una fiesta. Atádmela bien a las ruedas, muchachos. Las dos patas a los aros, de modo que ni un dedo menear pueda. Y ahora, su puta madre, que no la toque nadie, señores míos. El orden lo estableceremos según cada uno se porte en el combate contra el dragón.
—Boholt —habló Geralt, en voz baja, sereno y enojado—. Ten cuidado. Te encontraré hasta en el fin del mundo.
—Me asombras —respondió el Sablero, también sereno—. Yo en tu lugar me estaría calladito. Te conozco y he de tratar en serio tu amenaza. No tendré salida. Puede que no sobrevivas, brujo. Volveremos aún a este negocio. Devastadón, Cortapajas, a los caballos.
—Y ya la tenemos liada —gimió Jaskier—. ¿Por qué diablos me habré mezclado en esto?
Dorregaray, con la cabeza agachada, contemplaba las densas gotas de sangre que le fluían lentamente desde la nariz hasta la barriga.
—¡Podrías dejar de mirarme! —le gritó a Geralt la hechicera, retorciéndose como una serpiente en sus ligaduras, intentando en vano cubrir sus desnudas bellezas.
El brujo volvió obediente la cabeza. Jaskier no.
—Para esto que estoy viendo —se rió el bardo— habrás usado por lo menos un barril entero de elixir de mandrágora, Yennefer. Una piel como una quinceañera, que me ahorquen.
—¡Cierra el pico, hideputa! —gritó la hechicera.
—¿Cuántos años tienes de verdad? —Jaskier persistía—. ¿Unos doscientos? Bueno, pongamos ciento cincuenta. Y te comportaste como…
Yennefer estiró el cuello y le escupió, aunque sin acertarle.
—Yen —habló lleno de reproche el brujo, mientras se limpiaba la oreja sucia contra el hombro.
—¡Que deje de mirarme!
—De eso nada —dijo Jaskier sin quitar ojo de la alegre vista que representaba la despechugada hechicera—. Es por su culpa que nos vemos así. Y nos pueden rebanar la garganta. Y a ella como mucho la van a violar, lo que a su edad…
—Cállate, Jaskier —le interrumpió el brujo.
—De eso nada. Justo ahora tengo intenciones de componer un romance sobre dos tetas. Por favor, no me molestéis.
—Jaskier. —Dorregaray sorbió la sangre de la nariz—. Compórtate con seriedad.
—Me estoy comportando con seriedad, joder.
Boholt, al que sujetaban los enanos, se encaramó con esfuerzo sobre la silla, pesado y rígido a causa de la armadura y de los cueros protectores colocados sobre ella. Devastadón y Cortapajas estaban ya montados en los caballos, con un enorme mandoble colocado de través sobre la silla.
—Vale —gruñó Boholt—. Vamos a por él.
—No —dijo una voz profunda que sonaba como una trompa de latón—. ¡Soy yo el que viene a por vosotros!
Desde detrás del anillo de rocas surgió un largo morro, refulgente y dorado, un esbelto cuello armado con una fila de placas triangulares y dentadas, unas patas con garras. Unos ojos malvados, de reptil, con una pupila perpendicular, miraban bajo unos párpados córneos.
—No podía aguantar más esperando en el campo —dijo el dragón Villentretenmerth mirando a su alrededor—, así que he venido yo. Por lo que veo, cada vez hay menos gente con ganas de pelea.
Boholt tomó las riendas con la boca y el mandoble con ambos puños.
—Bahta yah —dijo confusamente, mientras sujetaba los correajes con los dientes—. ¡Ponhte en juahdia, bisho!
—Lo estoy —dijo el dragón doblando el lomo en arco y levantando injuriosamente la cola.
Boholt miró a los lados. Devastadón y Cortapajas, despacio, aparentemente tranquilos, rodearon al dragón desde ambos lados. Por detrás esperaban Yarpen Zigrin y sus muchachos con hachas en las manos.
—¡Aaaaargh! —gritó Boholt; azuzó al caballo con los talones y alzó la espada.
El dragón se hizo un ovillo, se tiró al suelo y por arriba, por encima de su propio lomo, como un escorpión, golpeó con la cola, apuntando no a Boholt, sino a Devastadón, que atacaba por un lado. Devastadón se derrumbó junto con el caballo, entre tintineos, crujidos y relinchos. Boholt, entrando en galope, lanzó un terrible tajo, pero el dragón esquivó hábilmente la ancha hoja. El ímpetu de su galope le llevó a Boholt al lado. El dragón se retorció, se puso sobre las patas traseras y le metió un trompazo a Cortapajas con las garras, rasgando de una vez la tripa del caballo y el muslo del jinete. Boholt, muy inclinado sobre la silla, acertó a sujetar al caballo tirando fuertemente de las riendas con los dientes, atacó de nuevo.
El dragón barrió con la cola a los enanos que se arrastraban hacia él, los derrumbó a todos, después de lo cual se lanzó sobre Boholt, aplastando por el camino como de paso a Cortapajas, que estaba intentando levantarse. Boholt agitó la cabeza de acá para allá, intentando controlar a su desbocado caballo, pero el dragón era incomparablemente más rápido y hábil. Saliéndole astutamente a Boholt por la izquierda para dificultarle el tajo, lo golpeó con su pata poblada de garras. El caballo se encabritó y se echó hacia un lado, Boholt voló de la silla, perdiendo espada y yelmo, cayó hacia atrás, sobre la tierra, golpeándose la cabeza con las rocas.
—¡Largo, muchachos! ¡Al monte! —aulló Yarpen Zigrin, tapando con sus gritos los quejidos de Devastadón, que estaba atrapado debajo del caballo.
Con las barbas al viento, los enanos se apresuraron hacia los riscos con una rapidez sorprendente para sus cortas piernas. El dragón no los persiguió. Se sentó tranquilo y miró alrededor. Devastadón se retorcía y gritaba bajo el caballo. Boholt estaba tendido, inmóvil. Cortapajas se arrastraba en dirección a los riscos, de lado, como un gigantesco cangrejo de acero.
—Increíble —susurró Dorregaray—. Increíble…
—¡Hey! —Jaskier se movió en sus ligaduras de tal modo que el carro entero se estremeció—. ¿Qué es eso? ¡Allí! ¡Mirad!
Hacia la garganta más oriental se divisaba una enorme nube de humo; rápidamente les llegaron también gritos, estrépito y trápala. El dragón estiró el cuello, miró.
A la planicie entraron tres grandes carros llenos de gente armada. Separándose, comenzaron a rodear al dragón.
—Son… ¡Su puta madre!, ¡son la milicia y los gremios de Holopole! —gritó Jaskier—. ¡Subieron por las fuentes del Braa! ¡Sí, son ellos! ¡Mirad, es Comecabras, allí, al frente!
El dragón bajó la cabeza, empujó delicadamente en dirección al carro a una pequeña, grisácea y chillona criaturita. Luego golpeó con el rabo en el suelo, barritó sonoramente y se lanzó como una flecha al encuentro de los holopolacos.
—¿Qué es eso? —preguntó Yennefer—. ¿Eso pequeño? ¿Eso que se retuerce sobre la hierba? ¿Geralt?
—Eso es lo que el dragón defendió de nosotros —dijo el brujo—. Eso es lo que salió del cascarón no hace mucho, en una cueva, allá, en el cañón del norte. Un dragoncillo nacido del huevo de la dragona envenenada por Comecabras.
El dragoncillo, tropezando y rozando con su tripa la tierra, anduvo indeciso hacia el carro, chilló, se alzó sobre sus patas traseras, desplegó las alas, luego, sin pensarlo, corrió al lado de la hechicera. Yennefer, con un gesto confuso, suspiró fuertemente.
—Le gustas —murmuró Geralt.
—Joven, pero no tonto. —Jaskier, retorciéndose en las ligaduras, mostró los dientes—. Mirad dónde ha colocado la cabecilla, me gustaría estar en su lugar, diablos. ¡Eh, chaval, vete! ¡Es Yennefer! ¡El terror de los dragones! Y de los brujos. Al menos de un brujo…
—Calla, Jaskier —gritó Dorregaray—. ¡Mirad allá, en el campo! ¡Ya lo atacan, malditos sean!
Los carros de los holopolacos, tronando como carros de guerra, se dirigían contra el dragón que atacaba.
—¡Azurradle! —gritó Comecabras, apoyado en los hombros del carretero—. ¡Azurradle, compadres, donde caiga y con lo que caiga! ¡No os dé pena!
El dragón evitó con agilidad al primer carro atacante, donde brillaban las hojas de las hoces, los biernos y las picas, pero se metió entre los dos siguientes, desde los cuales le cayó encima una enorme red doble de pescadores que se mantenía en tensión con unos correajes. El dragón, enredado en ella, se tiró al suelo, giró, se hizo un ovillo, desplegó las patas. La red, rasgada en pedazos, chasqueó fuertemente. Desde el primer carro, que había conseguido dar la vuelta, le lanzaron otra red, enredándole como de libro. Los dos carros restantes también giraron, se dirigieron hacia el dragón, traqueteando y saltando en los baches.
—¡Caíste en la red, bacalao! —se alegró Comecabras—. ¡Ahora, con los arquitos te vamos a acribillar!
El dragón bramó, lanzó una corriente de vapor dirigida al cielo. Los milicianos holopolacos bajaron del carro y se echaron sobre él. El dragón gritó de nuevo, con un desesperado, vibrante alarido.
Desde el cañón del norte llegó una respuesta, un agudo grito de guerra.
A todo galope, agitando las claras trenzas, silbando penetrantemente, rodeadas por los brillantes reflejos de los sables, desde la garganta surgieron…
—¡Las zerrikanas! —gritó el brujo y forcejeó en vano con las ataduras.
—¡Oh, diablos! —dijo Jaskier—. ¡Geralt! ¿Entiendes?
Las zerrikanas atravesaron la tropa como un cuchillo caliente sobre mantequilla, marcando el camino con cuerpos hendidos, saltaron de los caballos al vuelo, se pusieron de pie junto al dragón que luchaba con la red. El primero de los milicianos que se acercó perdió la cabeza inmediatamente. El segundo apuntó a Vea con su bierno, pero la zerrikana sujetó el sable con las dos manos y empezando por abajo, del revés, lo cortó desde el perineo hasta el esternón. El resto retrocedió a toda prisa.
—¡A los carros! —aulló Comecabras—. ¡A los carros, compadres! ¡Con los carros las atrepellaremos!
—¡Geralt! —gritó de pronto Yennefer, dobló las piernas y con un brusco movimiento se arrastró bajo el carro, bajo las manos dobladas y atadas hacia atrás del brujo—. ¡La Señal de Igni! ¡Quema! ¿Notas las ligaduras? ¡Quémalas, maldita sea!
—¿A ciegas? —gimió Geralt—. ¡Te quemaré, Yen!
—¡Forma la Señal! ¡Lo aguantaré!
Obedeció, sintió el hormigueo en los dedos que formaban la Señal de Igni, justo sobre los tobillos atados de la hechicera. Yennefer volvió la cabeza, se mordió en el cuello del jubón, apagando un gemido. El dragoncillo, chillando, se apretó con las alas contra su lado.
—¡Yen!
—¡Quémalo! —gritó.
Las ligaduras se soltaron en el momento en que el nauseabundo y asqueroso olor a piel quemada se convertía en intolerable. Dorregaray dejó escapar un extraño sonido y se desmayó, quedando colgado por las cuerdas a la rueda del carro.
La hechicera, con un gesto de dolor, se irguió, alargando el pie que ya estaba libre. Gritó enloquecida, la voz llena de dolor y de rabia. El medallón en el cuello de Geralt vibraba como si estuviera vivo. Yennefer estiró el muslo y agitó el pie en dirección a los carros dispuestos a cargar de la milicia holopolaca, gritó un encantamiento. El aire se agitó y olió a ozono.
—Oh, dioses —gimió Jaskier, asombrado—. ¡Vaya un romance que será, Yennefer!
El hechizo, arrojado con su grácil pierna, no le salió del todo a la hechicera. El primer carro, junto con todos los que se encontraban en él, adoptó simplemente un tono amarillo como mazorcas de maíz, lo que los soldados holopolacos, en su ardor guerrero, ni siquiera percibieron. Con el otro carro salió mejor: toda su tripulación se transformó en un abrir y cerrar de ojos en enormes y deformes ranas, las cuales, croando ensordecedoramente, se dispersaron en todas direcciones. El carro, falto de guía, se dio la vuelta y se destrozó en pedazos. Los caballos, relinchando histéricamente, se perdieron en la lejanía, arrastrando con ellos el timón quebrado.
Yennefer se mordió los labios y agitó de nuevo el pie en el aire. El carro de la mazorca, entre las notas de una viva melodía que venía de algún lugar allá arriba, se disolvió de pronto en humo de mazorca y toda su tripulación cayó sobre la hierba, entontecida, formando un montón pintoresco. Las ruedas del tercer carro se volvieron cuadradas y las consecuencias fueron inmediatas. Los caballos se pusieron de patas, el carro se destrozó, y los soldados holopolacos se dispersaron sobre el suelo. Yennefer, ya de puro deseo de venganza, agitó el pie y gritó un encantamiento, convirtiendo a los holopolacos al azar en sapos, gansos, ciempiés, flamencos y lechones a rayas. Las zerrikanas remataron concienzuda y metódicamente a los restantes.
El dragón, que por fin había rasgado la red, se incorporó, removió las alas, barritó y se lanzó, tenso como una cuerda, a por el zapatero Comecabras, quien se había salvado del pogromo y estaba intentando escaparse. Comecabras corría como una liebre, pero el dragón era más rápido. Geralt, al ver las mandíbulas que se abrían y el brillo de los dientes, agudos como estiletes, volvió la cabeza. Escuchó un macabro crujido y un chasquido repugnante. Jaskier gritó con una voz apagada. Yennefer, con el rostro blanco como la tiza, se dobló, se echó a un lado y vomitó debajo del carro.
Cayó el silencio, cortado sólo ocasionalmente por los graznidos, los gruñidos y el croar de los milicianos holopolacos que habían sobrevivido.
Vea sonreía desagradablemente, estaba de pie delante de Yennefer con los pies muy separados. La zerrikana alzó el sable. Yennefer, pálida, alzó el pie.
—No —dijo Borch, llamado Tres Grajos, sentado en una piedra. En las rodillas tenía al dragoncillo, sereno y satisfecho.
—No vamos a matar a doña Yennefer —repitió el dragón Villentretenmerth—. Esto ya no es actual. Aún más, ahora estamos agradecidos a doña Yennefer por su ayuda inapreciable. Libéralos, Vea.
—¿Entiendes, Geralt? —susurró Jaskier mientras se frotaba las manos que tenía entumecidas—. ¿Entiendes? Hay un antiquísimo romance sobre un dragón dorado. El dragón dorado puede…
—Tomar cualquier forma —murmuró Geralt—. Incluso la forma humana. También he oído hablar de ello. Pero no lo creía.
—¡Don Yarpen Zigrin! —gritó Villentretenmerth al enano que estaba aferrado a los riscos a una altura de veinte codos sobre el suelo—. ¿Qué buscáis allí? ¿Marmotas? No son de vuestro gusto, si no recuerdo mal. Bajad a tierra y ocupaos de los Sableros. Necesitan ayuda. No se va a matar más. A nadie.
Jaskier, echando una mirada intranquila a las zerrikanas, que, muy alerta, daban vueltas por el campo de batalla, intentó reanimar al aún inconsciente Dorregaray. Geralt puso una crema sobre los tobillos quemados de Yennefer y los vendó. La hechicera gritó del dolor y murmuró un encantamiento.
Al terminar su tarea, el brujo se levantó.
—Esperad aquí —dijo—. Tengo que hablar con él.
Yennefer, apretando los labios, se levantó también.
—Iré contigo, Geralt. —Lo tomó de la mano—. ¿Puedo? Por favor, Geralt.
—¿Conmigo, Yen? Pensaba…
—No pienses. —Se apretó contra su brazo.
—¿Yen?
—Todo bien, Geralt.
Miró a los ojos de ella, que eran cálidos ahora. Como antaño. Agachó la cabeza y la besó en los labios, calientes, suaves y bien dispuestos. Como antaño.
Anduvieron. Yennefer, apoyada en Geralt, se sujetó el vestido con la punta de los dedos e hizo una reverencia muy grande, como ante un rey.
—Tres Gra… Villentretenmerth… —dijo el brujo.
—Mi nombre, en traducción libre, significa en vuestra lengua Tres Pájaros Negros —le explicó el dragón.
El dragoncillo, clavadas las pequeñas garras en los antebrazos de Tres Grajos, ofreció el cuello a las caricias de su mano.
—El Caos y el Orden. —Villentretenmerth sonrió—. ¿Recuerdas, Geralt? El Caos es la agresión. El Orden es la defensa ante ella. Merece la pena arrastrarse hasta el fin del mundo para enfrentarse a la agresión y al Mal, ¿no es cierto, brujo? Sobre todo, como dije, cuando la paga es honorable. Y esta vez lo era. Éste era el tesoro de la dragona Myrgtabrakke, a la que envenenaron en Holopole. Ella me llamó para que la ayudara, para que detuviera al Mal que la amenazaba. Myrgtabrakke ya se fue, poco después de que se llevaran del campo a Eyck de Denesle. Tuvo tiempo de sobra, mientras vosotros hablabais y os peleabais. Pero me dejó su tesoro, mi paga.
El dragoncillo chilló y agitó las alitas.
—Así que tú…
—Sí —le interrumpió el dragón—. En fin, los tiempos que corren. Los seres que vosotros soléis llamar monstruos, desde hace cierto tiempo se sienten cada vez más amenazados por los humanos. Ya no son capaces de defenderse solos. Necesitan de un Defensor. Una especie de… brujo.
—¿Y la meta… la meta que está al final del camino?
—Es él. —Villentretenmerth levantó sus antebrazos; el dragoncillo chilló asustado—. Precisamente acabo de alcanzarla. Gracias a él perviviré, Geralt de Rivia, probaré que no hay límites de lo posible. Tú también encontrarás alguna vez tu meta, brujo. Incluso aquellos que son diferentes pueden perdurar. Adiós, Geralt. Adiós, Yennefer.
La hechicera, agarrada con fuerza a los brazos del brujo, se inclinó de nuevo. Villentretenmerth se levantó, la miró, y su rostro adoptó una expresión de seriedad.
—Perdona mi sinceridad y mi franqueza, Yennefer. Está tan escrito en vuestros rostros que no tengo ni siquiera que intentar leer vuestros pensamientos. Estáis hechos el uno para el otro, tú y el brujo. Pero no saldrá nada de todo ello. Nada. Lo siento.
—Lo sé. —Yennefer palideció ligeramente—. Lo sé, Villentretenmerth. Pero yo también quisiera creer que no hay límites de lo posible. O al menos, que están lo suficientemente lejos.
Vea se acercó, tocó el hombro de Geralt, dijo unas palabras con mucha rapidez. El dragón sonrió.
—Geralt, Vea dice que va a recordar durante mucho tiempo la tina de El Dragón Pensativo. Espera que nos volvamos a encontrar alguna vez.
—¿Qué? —preguntó Yennefer, los ojos entrecerrados.
—Nada —habló rápido el brujo—. Villentretenmerth.
—Dime, Geralt de Rivia.
—Puedes tomar cualquier forma. La que quieras.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué un ser humano? ¿Por qué Borch con tres pájaros negros en el escudo?
El dragón sonrió apaciblemente.
—No sé, Geralt, en qué circunstancias se encontraron por vez primera los lejanos antepasados de nuestras razas. Pero el hecho es que para los dragones no hay nada más repugnante que el ser humano. El ser humano despierta en los dragones un asco irracional, instintivo. Conmigo es distinto. Para mí… sois simpáticos. Adiós.
No fue una transformación gradual, fluida, ni un temblor nebuloso y pulsante como en el caso de una ilusión. Fue repentino como un abrir y cerrar de ojos. En el lugar en el que hacía un segundo había un caballero de cabellos rizados con una túnica adornada con tres pájaros negros, estaba ahora sentado un dragón dorado, que estiraba un cuello largo y esbelto en un ademán de agradecimiento. Después de inclinar la cabeza, el dragón desplegó las alas, que brillaban doradas a los rayos del sol. Yennefer lanzó un hondo suspiro.
Vea, ya en la silla, junto a Tea, los despidió con la mano.
—Vea —dijo el brujo—, tenías razón.
—¿Hmm?
—Él es el más hermoso.