—¡Cuidado allí! ¡Atentos estad! —gritaba Boholt mientras se daba la vuelta sobre el pescante, en dirección a la columna—. ¡Más cerca de las peñas! ¡Estad atentos!
Los carros se seguían unos a otros tropezando sobre las piedras. Los carreteros maldecían, azotaban a los caballos con las riendas, se inclinaban, atisbaban para ver si las ruedas estaban a suficiente distancia de los límites del talud junto al que corría un camino estrecho y desigual. Abajo, en el fondo del precipicio, se amontonaba la espuma blanca entre las rocas del río Braa.
Geralt sujetó el caballo, acercándose a la pared de piedra cubierta de un ralo musgo de color del bronce y unas florescencias blancas que tenían el aspecto de herpes. Dejó que le adelantara el furgón de los Sableras. Desde la cabeza de la columna acudió galopando Cortapajas, que estaba dirigiendo la caravana junto con los batidores de Holopole.
—¡Está bien! —gritó—. ¡Moved el culo! ¡Por delante hay más sitio!
El rey Niedamir y Gyllenstiern, ambos montados en potrancos y rodeados de algunos arqueros también a caballo, llegaron a la altura de Geralt. Detrás de ellos traqueteaba el carro de la impedimenta real. Aún más lejos los seguía el carro de los enanos conducido por Yarpen Zigrin, quien gritaba sin descanso.
Niedamir, un escuchimizado y esbelto mozo con un abriguillo de piel de color blanco, pasó al brujo, lanzándole una mirada paciente pero visiblemente aburrida. Gyllenstiern se irguió, sujetó el caballo.
—Perdonad, señor brujo —le dijo, imperioso.
—Decid. —Geralt dio a la yegua con los tacones, se dirigió con lentitud hacia el canciller, detrás del carro. Se asombró de que, teniendo una tripa tan impresionante, Gyllenstiern prefiriera la silla a un cómodo viaje en el carro.
—Ayer —Gyllenstiern tiró ligeramente de las riendas que estaban cubiertas de botones dorados, se echó sobre los hombros el capote turquesa—, ayer dijisteis que no os interesaba el dragón. ¿Qué os interesa entonces, señor brujo? ¿Por qué vais con nosotros?
—Éste es un país libre, señor canciller.
—De momento. Pero en este cortejo, don Geralt, todos deben saber dónde está su lugar. Y el papel que han de cumplir de acuerdo con la voluntad del rey Niedamir. ¿Lo comprendéis?
—¿Qué es lo que queréis, don Gyllenstiern?
—Os lo diré. He oído decir que últimamente es difícil ponerse de acuerdo con vosotros, brujos. La cosa es que si se le muestra al brujo un monstruo que matar, el brujo, en vez de tomar la espada y darle un tajo, comienza a meditar si esto se debe hacer, si no sobrepasa los límites de lo posible, si no está en contra del código y si el monstruo es de verdad un monstruo, como si esto no se pudiera ver al primer golpe de vista. Me da la sensación de que se os ha empezado a dar demasiado bien. En mis tiempos los brujos no apestaban a dinero sino a peal. No le daban vueltas, se cargaban a lo que se les señalara, les daba igual que fuera un lobizón, un dragón o un cobrador de impuestos. Lo único que contaba era si los cachitos eran suficientemente pequeños. ¿Qué, Geralt?
—¿Tenéis alguna tarea para mí, Gyllenstiern? —preguntó seco el brujo—. Decid entonces lo que queréis. Entonces nos lo pensaremos. Y si no tenéis, para qué cansarnos abriendo el pico, ¿no es cierto?
—¿Tarea? —suspiró el canciller—. No, no tengo. Aquí se trata de un dragón y esto sobrepasa claramente tus límites de lo posible, brujo. Prefiero a los Sableros. Quería simplemente aconsejarte. Advertirte. El rey Niedamir y yo podemos tolerar los antojos de los brujos, que residen en dividir a los monstruos en buenos y malos, pero no deseamos escucharlos, ni mucho menos ver cómo son realizados. No te mezcles en los asuntos del rey. Y no hagas migas con Dorregaray.
—No tengo por costumbre hacer migas con hechiceros. ¿De dónde sacáis esas suposiciones?
—Dorregaray —dijo Gyllenstiern— sobrepasa en antojos hasta a los brujos. No le basta con dividir a los monstruos en buenos y malos. Afirma que todos son buenos.
—Exagera un poco.
—Indudablemente. Pero defiende sus ideas con asombrosa vehemencia. De verdad, no me asombraría si le pasara algo. Y como se unió a nosotros en extraña compañía…
—No soy compañía para Dorregaray. Ni él para mí.
—No me interrumpas. La compañía es extraña. Un brujo que está tan lleno de escrúpulos como una piel de lince de piojos. Un hechicero que repite las tonterías de los druidas sobre el equilibrio de la naturaleza. Un callado caballero, Borch Tres Grajos, y su escolta de zerrikanas, país, como es sabido, donde se realizan ofrendas delante de una imagen de dragón. Y todos ellos se unen de pronto a la caza. Extraño, ¿no es cierto?
—Si así lo decís, será verdad.
—Sabe, pues —dijo el canciller—, que los problemas más enigmáticos encuentran, como confirma la práctica, las soluciones más sencillas. No me obligues, brujo, a que eche mano de ellas.
—No entiendo.
—Entiendes, entiendes. Gracias por la conversación, Geralt.
Geralt se detuvo. Gyllenstiern azuzó al caballo, se unió al rey junto al carro de la impedimenta. Junto a ellos pasó Eyck de Denesle con un caftán picudo de piel blanca con marcas de la armadura, tirando de un caballo de carga sobre el que iban la armadura, un escudo de plata de un solo color y una lanza enorme. Geralt le saludó alzando una mano, pero el caballero andante miró para otro lado, apretó sus anchos labios, golpeó al caballo con las espuelas.
—No le gustas demasiado —dijo Dorregaray, acercándose—. ¿No, Geralt?
—Por lo visto.
—Competencia, ¿verdad? Ambos lleváis a cabo una actividad parecida. Sólo que Eyck es un idealista y tú un profesional. Escasa diferencia, sobre todo para aquellos a los que matáis.
—No me compares con Eyck, Dorregaray. Los diablos sabrán a quién insultas con esa comparación, a él o a mí, pero no nos compares.
—Como quieras. Para mí, hablando con sinceridad, ambos sois igualmente repugnantes.
—Gracias.
—No hay de qué. —El hechicero acarició el cuello de su caballo, que estaba nervioso a causa de los gritos de Yarpen y sus enanos—. Para mí, brujo, llamar caza al asesinato es repugnante, malvado e idiota. Nuestro mundo está en equilibrio. El exterminio, el asesinato de cualquier ser que habita este mundo, altera ese equilibrio. Y la falta de equilibrio hace dar un paso más hacia el holocausto, el holocausto y el fin del mundo tal y como lo conocemos.
—La teoría de los druidas —afirmó Geralt—. La conozco. Me la explicó una vez un viejo hierofante, aún en Rivia. Dos días después de nuestra conversación le hicieron pedazos unos ratizones. No pareció haber una alteración del equilibrio.
—El mundo, te repito —Dorregaray le miró indiferente—, está en equilibrio. Un equilibrio natural. Cada género tiene sus enemigos naturales, cada uno es enemigo natural de otros géneros. Esto comprende también a los seres humanos. El exterminio de los enemigos naturales del ser humano, al que te dedicas, y que ya comienza a observarse, amenaza con llevar a la degeneración de la raza.
—¿Sabes qué, hechicero? —se enfureció Geralt—, echa un vistazo alguna vez a una madre cuyo hijo fue devorado por un basilisco y dile que debiera alegrarse porque gracias a eso la raza humana se salvó de la degeneración. Verás lo que te contesta.
—Un buen argumento, brujo —dijo Yennefer cabalgando por detrás hacia ellos sobre su enorme caballo negro—. Y tú, Dorregaray, ten cuidado con lo que dices.
—No tengo por costumbre ocultar mis ideas.
Yennefer cabalgaba entre ellos. El brujo se dio cuenta de que la redecilla dorada de sus cabellos había sido sustituida por una cinta hecha con un pañuelo blanco enrollado.
—Pues comienza a ocultarlas cuanto antes, Dorregaray —dijo ella—. Sobre todo delante de Niedamir y los Sableras, que ya sospechan que tienes intenciones de impedir que maten al dragón. Mientras te limites a charlotear, te tratan como a un maníaco inofensivo. Pero si intentas hacer algo, te retorcerán el pescuezo antes de que alcances a respirar.
El hechicero sonrió despectivamente.
—Y aparte de eso —siguió Yennefer—, cuando expresas esas ideas hundes la reputación de nuestra profesión y vocación.
—Y ¿cómo es eso?
—Tus teorías pueden referirse a toda clase de seres y monstruosidades. Pero no a los dragones. Porque los dragones son los peores enemigos naturales del ser humano. Y no se trata de la degeneración de la raza, sino de su pervivencia. Para pervivir hay que librarse de los enemigos, de aquellos que pueden impedir tu pervivencia.
—Los dragones no son enemigos del ser humano —introdujo Geralt.
La hechicera lo miró y sonrió. Sólo con los labios.
—En esta cuestión —dijo—, déjanos valorar a nosotros, los humanos. Tú, brujo, no estás hecho para valorar. Tú estás para el trabajo a pie de obra.
—¿Como un golem programado y sin voluntad?
—La comparación es tuya, no mía —le repuso con frialdad Yennefer—. Pero, en fin, acertada.
—Yennefer —dijo Dorregaray—. Para una mujer de tu educación y de tu edad hablas de un modo extraordinariamente necio. ¿Por qué precisamente los dragones se han convertido para ti en los principales enemigos de la humanidad? ¿Por qué no otros seres cien veces más peligrosos, esos que tienen en su conciencia cien veces más víctimas que los dragones? ¿Por qué no las hirikas, doblecolas, mantícoras, amfisbenos o grifos? ¿Por qué no los ladrones?
—Te diré por qué. La supremacía del ser humano sobre otras razas y géneros, su lucha por encontrar un lugar en la naturaleza, un espacio vital, será realizada sólo cuando se elimine definitivamente el nomadismo, los desplazamientos de un sitio a otro en busca de alimento, como ordena el calendario de la naturaleza. En caso contrario no se alcanzará el crecimiento de población necesario: el niño humano depende de otros durante demasiado tiempo. Sólo la seguridad detrás de los muros de una ciudad o fortaleza permite a la mujer dar a luz al ritmo adecuado, es decir, cada año. La fertilidad, Dorregaray, es el progreso, es la condición para sobrevivir y dominar. Y aquí llegamos a los dragones. Sólo un dragón, ningún otro monstruo, puede llegar a ser una amenaza para una ciudad o una fortaleza. Si no se extermina a los dragones, los humanos se dispersarán buscando seguridad, en lugar de unirse, porque el fuego de dragón en un asentamiento densamente edificado es una pesadilla, significa cientos de víctimas, significa un terrible holocausto. Por eso los dragones han de ser destruidos hasta el último espécimen, Dorregaray.
Dorregaray la miró con una extraña sonrisa en sus labios.
—¿Sabes, Yennefer?, no quisiera llegar a vivir el momento en que se realizara tu idea de la dominación del ser humano, cuando los tuyos ocupen el lugar que les corresponda en la naturaleza. Por suerte, nunca se llegará a eso. Antes os cortaréis el cuello los unos a los otros, os envenenaréis, os pudriréis con el tabardillo y el tifus, porque son la suciedad y las pulgas los que amenazan vuestras maravillosas ciudades, en las que las mujeres dan a luz cada año pero donde sólo un niño de cada diez vive más de diez días. Sí, Yennefer, fertilidad, fertilidad y otra vez fertilidad. Dedícate, querida mía, a dar a luz niños, porque ésa es una tarea más natural para ti. Esto te ocupará el tiempo que ahora pierdes estérilmente en imaginarte tonterías. Adiós.
El hechicero azuzó al caballo, galopó en dirección a la cabeza de la columna. Geralt miró de reojo al rostro blanco y torcido en una rabiosa mueca de Yennefer y comenzó a compadecer a Dorregaray por adelantado. Sabía de qué se trataba. Yennefer, como la mayoría de las hechiceras, era estéril. Pero como pocas hechiceras, se mortificaba por este hecho y a la mínima mención del asunto reaccionaba con verdadera locura. Dorregaray seguramente lo sabía. Lo que con toda probabilidad no sabía era lo vengativa que era ella.
—Va a tener problemas —siseó Yennefer—. Oh, los va a tener. Cuidado, Geralt. No pienses que si algo pasa y tú no te muestras razonable, yo te voy a defender.
—No tengas miedo —sonrió—. Nosotros, es decir, los brujos y golems sin voluntad propia, actuamos siempre de modo razonable. Al fin y al cabo los límites de lo posible entre los que nosotros nos podemos mover están clara e inequívocamente marcados.
—Vaya, vaya, miradle. —Yennefer dirigió sus ojos hacia él; estaba pálida aún—. Te has enfadado como una muchachita a la que se le acusa de falta de virtud. Eres un brujo, no puedes cambiar ese hecho. Tu vocación…
—Déjate ya de esa vocación, Yen, porque me están entrando ganas de vomitar.
—No me llames así, te he dicho. Y tus vómitos poco me interesan. Como todas las otras reacciones del limitado repertorio de reacciones de los brujos.
—Sin embargo, verás alguna de ellas si no dejas de agasajarme con tus historias de enviados de los cielos y lucha por el bien de la humanidad. Y sobre los dragones, esos terribles enemigos de la tribu humana. Yo sé más que tú.
—¿Sí? —entrecerró los ojos la hechicera—. ¿Y qué es lo que sabes, brujo?
—Por ejemplo —Geralt pasó por alto los violentos temblores de aviso del medallón del cuello—, que si los dragones no tuvieran tesoros, no se interesaría por ellos ni la madre que los parió, y desde luego no los hechiceros. Interesante que en cada cacería de dragones siempre anda revolviendo algún hechicero muy ligado con el Gremio de los Joyeros. Como tú. Y aunque luego debiera salir al mercado un verdadero torrente de piedras, resulta que no llegan, y los precios no bajan. Así que no me cuentes historias de vocaciones ni de lucha por preservar la raza. Hace demasiado tiempo y demasiado bien te conozco ya.
—Demasiado tiempo —repitió ella, deformando los labios de la rabia—. Por desgracia. Pero no pienses que bien, hijo de perra. Su puta madre, mira que fui idiota… ¡Ah, al diablo! ¡No puedo ni verte!
Gritó, hizo encabritarse al caballo, galopó a toda velocidad hacia delante. El brujo sujetó a su montura, dejó pasar el carro de los enanos, que gritaban, maldecían y silbaban con unos silbatos de hueso. Entre ellos, echado sobre unos sacos de piel de oveja y rasgando el laúd, yacía Jaskier.
—¡Hey! —gritó Yarpen Zigrin sentado en el pescante, señalando a Yennefer—. ¡Hay algo negro en la trocha! ¿Qué será? ¡Parece una yegua!
—¡Sin duda! —repuso Jaskier, echándose hacia atrás el gorrillo color ciruela—. ¡Es una yegua! ¡Una yegua sobre un castrado! ¡Increíble!
Los muchachos de Yarpen agitaron las barbas con una risa a coro. Yennefer fingió que no los oía.
Geralt detuvo el caballo, dejó pasar a los arqueros de Niedamir. Detrás de ellos, a cierta distancia, cabalgaba lento Borch, y detrás de él las zerrikanas, que formaban la retaguardia de la columna. Geralt esperó hasta que se acercaron, colocó su yegua al lado del caballo de Borch. Cabalgaron en silencio.
—Brujo —habló de pronto Tres Grajos—. Quiero hacerte una pregunta.
—Hazla.
—¿Por qué no te das la vuelta?
El brujo le miró un instante sin decir nada.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Quiero —dijo Tres Grajos volviendo hacia él la cara.
—Voy con ellos porque soy un golem sin voluntad propia. Porque soy un arbusto de estopa que el viento arrastra a lo largo del camino. ¿Adónde, dime, podría ir? Aquí por lo menos se han reunido algunos con los que tengo de qué hablar. Algunos que no cortan la conversación cuando me acerco. Algunos que, incluso si no les gusto, me lo dicen a la cara, no tirándome piedras por la espalda. Voy con ellos por la misma razón que fui contigo hasta la taberna de los almadieros. Porque todo me da igual. No hay ningún lugar al que podría querer dirigirme. No tengo meta que se halle al final del camino.
Tres Grajos carraspeó.
—Siempre hay una meta al final de cada camino. Todo el mundo la tiene. Incluso tú, aunque te parezca que eres tan diferente.
—Ahora yo te hago una pregunta.
—Hazla.
—¿Tienes una meta esperando al final de tu camino?
—La tengo.
—Tienes suerte.
—No es cuestión de suerte, Geralt. Es una cuestión de en qué crees y a lo que te consagras. Nadie debiera saberlo mejor que un… un brujo.
—Todo el día de hoy he estado oyendo hablar acerca de la vocación —suspiró Geralt—. La vocación de Niedamir es arramplar con Malleore. La vocación de Eyck de Denesle es defender a la gente de los dragones. Dorregaray se siente llamado a algo completamente opuesto. Yennefer, a causa de ciertos cambios a los que se sometió su organismo, no puede cumplir su vocación y se martiriza horriblemente por ello. Rayos, sólo los Sableros y los enanos no tienen ninguna vocación y no quieren más que ponerse las botas. ¿Puede ser que por eso me sienta más cercano a ellos?
—No es por su cercanía por lo que estás aquí, Geralt de Rivia. No soy ciego ni sordo. No fue al oír su nombre que tomaste tu bolsa. Pero me parece que…
—No necesitas que te parezca nada —dijo el brujo sin ira.
—Perdón.
—No necesitas pedir perdón.
Detuvieron los caballos, apenas a tiempo de no chocarse con la columna de arqueros de Caingorn, que se había quedado quieta de pronto.
—¿Qué ha pasado? —Geralt se puso de pie sobre los estribos—. ¿Por qué nos hemos detenido?
—No sé.
Borch volvió la cabeza. Vea, con el rostro extrañamente tenso, dijo algunas palabras muy rápidamente.
—Iré adelante —dijo el brujo— y veré qué pasa.
—Quédate.
—¿Por qué?
Tres Grajos calló por un segundo, la vista dirigida hacia el suelo.
—¿Por qué? —repitió Geralt.
—Ve —dijo Borch—. Puede que sea mejor.
—¿El qué será mejor?
—Ve.
El puente, que unía las dos vertientes del precipicio, parecía sólido, estaba construido de gruesas traviesas de pino, apoyadas en un pilar cuadrangular contra el que se abría la corriente, haciendo ruido, formando largas hileras de espuma.
—¡Hey, Cortapajas! —gritó Boholt, acercándose con el carro—. ¿Por qué te has parado?
—¿Y cómo sé yo cómo este puente es?
—¿Por qué tomamos ese camino? —preguntó Gyllenstiern, y cabalgó más cerca—. No me gusta nada tener que pasar sobre esos palos con los carros. ¡Eh, zapatero! ¿Por qué vas por ahí y no por el sendero? El sendero sigue adelante, hacia el oeste.
El heroico envenenador de Holopole se acercó, se quitó su gorrilla de badana. Tenía un aspecto muy cómico, vistiendo sobre su abrigo de sayal una coraza pasada de moda, forjada seguramente todavía en tiempos del rey Sambuk.
—Este camino es más corto, piadoso señor —dijo, no al canciller, sino directamente a Niedamir, cuyo rostro aún mostraba una expresión de terrible aburrimiento.
—¿Lo qué? —preguntó Gyllenstiern con el ceño fruncido.
Niedamir no se dignó dirigir al zapatero ni una mirada más atenta.
—Éstas —dijo Comecabras, y señaló tres melladas cumbres que dominaban los alrededores— son Chiava, Pústula y el Diente Saltarín. El camino pasa junto a las ruinas de la vieja fortaleza, rodea Chiava por el norte, por detrás de las fuentes del río. Y el puente nos puede acortar camino. Por la garganta pasaremos a la raña entre los montes. Y si allá huellas del dragón no halláramos, pues adelante al este nos iremos; veremos qué hay en los barrancos. Y aún más hacia al este hay unos pastos bien llanos, de allí a Caingorn, vuestros, señor, dominios, es todo recto.
—¿Y de dónde coño tú, Comecabras, tal conocimiento de estos montes sacaste? —preguntó Boholt—. ¿En las hormas?
—No, señor. Las ovejas de joven cuidaba por aquí.
—¿Y este puente aguantará? —Boholt se puso de pie en el pescante, miró hacia abajo, a la espumeante corriente—. El barranco tiene unas cuarenta brazas de hondo.
—Aguantará, señor.
—¿Y qué es lo que hace un puente así en este despoblado?
—Este puente —dijo Comecabras— lo construyeron los trolles antiguamente, el que lo pasaba tenía que pagarles el oro y el moro. Pero como raramente lo pasaba nadie, los trolles con sus hatos al hombro se fueron. Y el puente quedó.
—Repito —dijo Gyllenstiern con rabia—, los carros llevan herramienta y heno, nos podemos quedar atrancados en los malos trechos. ¿No sería mejor ir por el camino?
—Se puede también —el zapatero se encogió de hombros—, pero es un camino más largo. Y el rey decía que para el dragón le corría más prisa que a un muerto un encierro.
—Un entierro.
—Cómo queráis, pues un entierro —se mostró de acuerdo Comecabras—. Pero igualmente por el puente será más corto.
—Bueno, entonces, adelante, Comecabras —se decidió Boholt—. Tira por delante, tú y tu gente. Es la costumbre en nuestra tierra dejar pasar delante a los más bravíos.
—No más que un carro por vez —advirtió Gyllenstiern.
—Vale. —Boholt azuzó el caballo, el carro empezó a traquetear sobre las vigas del puente—. ¡Detrás de nosotros, Cortapajas! ¡Atento a ver si las ruedas van por igual!
Geralt detuvo el caballo, los arqueros de Niedamir vestidos con sus caftanes púrpura y amarillo estaban apelotonados sobre la cabecera de piedra del puente y le cerraban el camino.
La yegua del brujo relinchó.
La tierra comenzó a moverse. Las montañas temblaron, el borde dentado de la pared de piedra desapareció de pronto ante el fondo del cielo y la propia pared dejó escapar un retumbar sordo y perceptible.
—¡Cuidado! —gritó Boholt, ya al otro lado del puente—. ¡Cuidado allá!
Las primeras piedras, al principio pequeñas, comenzaron a rodar y a rebotar por el talud mientras éste se retorcía espasmódicamente. Ante los ojos de Geralt, una parte del camino se abrió en una negra grieta que crecía a una velocidad terrible, se hundió, cayó con un estruendo ensordecedor en el abismo.
—¡Azuzad a los caballos! —gritó Gyllenstiern—. ¡Piadoso señor! ¡Al otro lado!
Niedamir, con la cabeza apoyada en la crin del caballo, se dirigió hacia el puente, detrás de él saltó Gyllenstiern y algunos arqueros. Los siguió, traqueteando sobre las temblorosas tablas, el carro real con la enseña del grifo que ondeaba al aire.
—¡Es una avalancha! ¡Fuera del camino! —aulló desde atrás Yarpen Zigrin mientras golpeaba con la tralla las posaderas de sus caballos, adelantaba al segundo carro de Niedamir y obligaba a quitarse de en medio a los arqueros—. ¡Fuera del camino, brujo! ¡Fuera del camino!
Junto al carro de los enanos galopaba Eyck de Denesle, estirado y tieso. Si no hubiera sido por su rostro mortalmente pálido y por sus labios apretados en una mueca temblorosa, podría haberse pensado que el caballero andante no advertía las piedras y peñas que caían sobre el camino. Por detrás, desde el grupo de arqueros, alguien gritó salvajemente, relincharon los caballos.
Geralt tiró de las riendas, picó al caballo con las espuelas, justo frente a él la tierra hervía de rocas que caían. El carro de los enanos traqueteaba por sobre las piedras, delante del puente saltó, cayó con estrépito sobre un lado, con un eje roto. La rueda atravesó la balaustrada y voló hacia abajo, hacia el remolino de las aguas.
La yegua del brujo, herida por agudas astillas de piedra, se encabritó. Geralt quiso saltar, pero se le enganchó la hebilla de la bota en el estribo, cayó de lado, al camino. La yegua relinchó y se lanzó hacia delante, directamente hacia el puente que se balanceaba sobre el abismo. Por el puente corrían los enanos, gritando y blasfemando.
—¡Más deprisa, Geralt! —gritó Jaskier al verlo, corriendo detrás de él.
—¡Salta, brujo! —gritó Dorregaray, revolviéndose en la silla y sujetando con esfuerzo a su enloquecida montura.
Por detrás de ellos, todo el camino se sumergió en una nube de polvo provocada por las rocas que caían, el carro de Niedamir estalló en pedazos. El brujo agarró con sus dedos las cinchas de las albardas del hechicero. Escuchó un grito.
Yennefer cayó junto con su caballo, rodó hacia un lado, lejos de los cascos que golpeteaban a ciegas, se apretó contra el suelo, protegiéndose la cabeza con las manos. El brujo soltó la silla, corrió hacia ella, se sumergió en el diluvio de piedras, saltó las grietas que se abrían a sus pies. Yennefer, que estaba herida en los hombros, se puso de rodillas. Tenía los ojos completamente abiertos, de una ceja abierta fluía un hilillo de sangre que ya le alcanzaba el borde de la oreja.
—¡Levanta, Yen!
—¡Geralt! ¡Cuidado!
Un enorme y plano bloque del risco, que resbalaba con estruendo y ruido a lo largo de la pared de piedra, se deslizó, voló directamente hacia ellos. Geralt se dejó caer, cubrió con su cuerpo a la hechicera. En el mismo momento el bloque estalló, se desgajó en millones de pedazos que cayeron sobre ellos, pinchándoles como si fueran avispas.
—¡Más rápido! —les gritó Dorregaray. Agitando su varita, montado sobre el caballo que no cesaba de balancearse, convertía en polvo los peñascos que seguían desgajándose de la montaña—. ¡Al puente, brujo!
Yennefer movió una mano, doblando los dedos, gritó algo incomprensible. Las piedras golpearon contra una semiesfera azulada que había surgido de pronto sobre sus cabezas y comenzaron a desaparecer como gotas de lluvia sobre un tejado de cinc caliente.
—¡Al puente, Geralt! —gritó la bruja—. ¡Cerca de mí!
Corrieron, alcanzaron a Dorregaray y a algunos arqueros que le seguían. El puente se balanceó y tembló, las traviesas se arqueaban en todas direcciones, golpeando de balaustrada a balaustrada.
—¡Más deprisa!
De pronto el puente se vino abajo con un penetrante crujido, la mitad que ya habían dejado atrás se desprendió, se hundió tronante en el abismo, y junto con ella el carro de los enanos, que se destrozó contra los dientes de piedra entre los relinchos del caballo enloquecido. La parte en la que ellos se encontraban resistía, pero Geralt se dio cuenta de pronto de que corrían ya bajo la superficie, por una pendiente cada vez más aguda. Yennefer lanzó una maldición jadeante.
—¡Tírate, Yen! ¡Agárrate!
El resto del puente rechinó, crujió y cayó como una rampa. Cayeron, aferrando los dedos a las rendijas entre las traviesas. Yennefer no se sostuvo. Chilló agudamente y resbaló. Geralt, sujeto con una mano, sacó el estilete, metió la hoja entre dos tablas, agarró con las dos manos la empuñadura. Las articulaciones de sus codos temblaron cuando Yennefer tiró de él hacia abajo, al colgarse del talabarte y la vaina de la espada que llevaba a la espalda. El puente crujió de nuevo y se inclinó aún más, casi perpendicularmente.
—Yen —gimió el brujo—. Haz algo… ¡Maldita sea, haz un hechizo!
—¿Cómo? —Escuchó su jadeo furioso y apagado—. ¿No ves que estoy colgada?
—¡Suelta una mano!
—No puedo…
—¡Eh! —gritó desde arriba Jaskier—. ¿Estáis sujetos? ¡Eh!
Geralt no creyó necesario confirmarlo.
—¡Echad la cuerda! —pidió Jaskier—. ¡Deprisa, joder!
Junto al trovador aparecieron los Sableros, los enanos y Gyllenstiern. Geralt escuchó las quedas palabras de Boholt.
—Espera, músico. Ahora caerá ella. Entonces subiremos al brujo.
Yennefer siseó como una serpiente, retorciéndose sobre la espalda de Geralt. El cinturón le cortó dolorosamente en el pecho.
—¿Yen? ¿Puedes tomar apoyo? ¿Con los pies? ¿Puedes hacer algo con los pies?
—Sí —gimió—. Patalear.
Geralt miró hacia abajo, hacia el río, que bramaba entre las afiladas peñas, sobre las que daban vueltas, giraban, unos cuantos fragmentos del puente, algunos caballos y cadáveres con los chillones colores de Caingorn. Más allá de las rocas descubrió, en unas profundas y claras aguas de color verde esmeralda, los cuerpecillos ahusados de unas enormes truchas, moviéndose perezosamente entre la corriente.
—¿Aguantas, Yen?
—Todavía… sí…
—Sube. Tienes que encontrar un punto de apoyo…
—No… puedo…
—¡Dadme la cuerda! —gritó Jaskier—. ¿Qué es lo que hacéis, os habéis vuelto idiotas? ¡Van a caer los dos!
—¿Y no será mejor así? —reflexionó un invisible Gyllenstiern.
El puente tembló y se hundió aún más. Geralt comenzó a perder tacto en los dedos que apretaban la empuñadura del estilete.
—Yen…
—Cállate… y deja de moverte…
—¿Yen?
—No me llames así.
—¿Aguantas?
—No —dijo con frialdad.
No luchaba ya, colgaba de sus hombros como un peso muerto y sin fuerza.
—¿Yen?
—Cállate.
—Yen. Perdóname.
—No. Nunca.
Algo reptó hacia abajo por las tablas. Rápido. Como una serpiente.
Una cuerda que emanaba una fría luz azul, retorciéndose y doblándose como si estuviera viva, tocó con su punta movediza la nuca de Geralt, se deslizó por sus axilas, se unió en un nudo holgado. La hechicera, por debajo de él, gimió, tomó aire. Él estaba seguro de que iba a estallar en sollozos. Se equivocaba.
—¡Atención! —gritó desde arriba Jaskier—. ¡Vamos a subiros! ¡Devastadón! ¡Kennet! ¡Arriba con ellos! ¡Tirad!
Una sacudida, el doloroso y asfixiante abrazo de la tensa cuerda. Subieron rápidamente, rozando con sus barrigas en las toscas tablas.
Arriba, Yennefer fue la primera en levantarse.