—Va, mirad —dijo el mayor de los Sableros, Boholt, enorme e imponente como un tronco de roble viejo—. Niedamir no os mandó a tomar los vientos, señores míos, aunque yo seguro estaba de que iba a hacerlo. En fin, no somos quién, las gentes del común, para cuestionar decisiones de reyes. Os invitamos a la lumbre. Haceos campamento, paisanos. Y así, entre nosotros, brujo, ¿de qué hablaste con el rey?
—De nada —dijo Geralt, mientras apoyaba la espalda cómodamente en una montura que estaba puesta junto a la hoguera—. Ni siquiera salió de la tienda a vernos. Nos envió sólo a su totumfactum, como se llame…
—Gyllenstiern —dijo Yarpen Zigrin, un enano rechoncho y barbado, mientras dejaba caer un enorme y resinoso tocón que había traído del bosque—. Un currutaco arrogante. Un guarro bien gordo. Cuando nos unimos a ellos, va y viene a mí, la nariz hasta las nubes: eh, eh, recordad las cosas, enanos, quién manda aquí, a quién hay que obedecer, aquí, el rey Niedamir manda, y su palabra es ley y dale. Me levanté y le oí, y pensaba que iba a decirles a mis mozos que le tiraran al suelo y que me le iba a mear en la capa. Pero me retuvo, ¿sabéis?, el pensar que otra vez iban a decir por ahí que si los enanos son malos, que si agresivos, que si hijos de puta y que si no es posible la… cómo se dice, joder… la coensistencia, o como coño se diga. Y que otra vez iba a haber algún pogromo en algún pueblo. Le escuché, muy fino yo; movía la cabeza.
—Parece entonces que don Gyllenstiern no sabe decir otra cosa —dijo Geralt—. Porque a nosotros lo mismo nos dijo y también acabamos moviendo la cabeza.
—A mi entender —habló el segundo de los Sableras, colocando una pelliza sobre un montón de ramas—, malo ha sido que Niedamir no sus haya echado. Tanta copia de gentes va a por ese dragón que hasta da miedo. Un hormiguero. Esto no es ya una partida de caza, sino un velatorio. Pelear entre tantas apreturas no me gusta.
—Calla, calla, Devastadón —dijo Boholt—. En compañía mejor se viaja. ¿Qué te pasa?, como si no hubieras cazado ya dragones. Tras los dragones siempre una tupa de gentes va, una feria casi, un lupanar con ruedas. Pero cuando el bicho aparezca, ¿sabes quién quedará en el campo? Nosotros y no más.
Boholt calló por un instante, pegó un buen trago de una damajuana rodeada de mimbre, se sopló los mocos sonoramente, tosió.
—Otra cosa —siguió— es que la práctica nos enseña que más de una vez, después de apiolar al dragón, empieza la fiesta y la matanza, y ruedan cabezas como si fueran garbanzos. Sólo cuando se parte el tesoro se tiran los cazadores al cuello unos a otros. ¿Qué, Geralt? ¿Eh? ¿Tengo razón? Brujo, a ti te digo.
—Conozco tales casos —confirmó Geralt muy seco.
—Conoces, dices. Seguro que de oídas, porque hasta mis orejas no llegó que hubieras matado a dragón alguno. En toda mi vida no oí que un brujo cazara dragones. Por eso, más raro que nada es el que hayas aparecido por aquí.
—Cierto —ceceó Kennet, llamado el Cortapajas, el más joven de los Sableros—. Raro es. Y nosotros…
—Espera, espera, Cortapajas. Estoy yo hablando —le cortó Boholt—. Y de todos modos, no pienso hablar largo. Si el brujo ya sabe de lo que trato… Yo lo conozco y él me conoce; hasta ahora en el camino no nos estorbamos y creo que así seguiremos. Porque, mirad, muchachos, si yo, es un suponer, le quisiera estorbar al brujo en su trabajo o arramplarle el botín ante sus narices, pues entonces el brujo me partiría en dos con su garrancha y con razón. ¿Me equivoco?
Nadie afirmó ni negó. No parecía que Boholt necesitara ni una cosa ni otra.
—Así pues —siguió—, en compañía mejor se viaja, como dije. Y en una campaña un brujo puede ser de provecho. Los alrededores son selvas y despoblados; si se nos aparece un espanto o un girador, o una estrige, nos puede liar una buena. Y si Geralt está cerca, no habrá problema ninguno, porque ésta es su especialidad. Pero el dragón no es su especialidad. ¿Verdad?
De nuevo nadie afirmó ni negó.
—El señor Tres Grajos —siguió Boholt, pasando la damajuana al enano— está con Geralt y esto me basta y me sobra como garantía. Entonces, ¿quién os estorba: Devastadón, Cortapajas? ¿No será Jaskier?
—Jaskier —dijo Yarpen Zigrin, mientras le daba la garrafa al bardo— siempre aparece allá donde algo pasa, y todos saben que no estorba, no ayuda y que la marcha no retrasa. Como una pulga en el rabo de un perro. ¿No, muchachos?
Los «muchachos», unos enanos cuadrados y barbudos, se rieron mesándose las barbas. Jaskier se echó su sombrerillo hacia atrás y pegó un trago de la damajuana.
—Oooooh, la puta. —Jadeó, tomó aire—. Hasta se le come a uno la voz. ¿De qué esta hecho, de escorpiones?
—Una cosa no me gusta, Geralt —dijo Cortapajas, y aceptó la botija del ministril—. Que nos hayas traído aquí al hechicero ése. Se nos salen los hechiceros hasta por las orejas.
—Cierto —le tomó la palabra el enano—. Cortapajas con razón habla. Ese Dorregaray nos es aquí tan necesario como una montura a un puerco. Desde hace no mucho tenemos ya nuestra propia bruja, la noble Yennefer, lagarto, lagarto.
—Sííí —dijo Boholt mientras se rascaba su nuca de toro, de la que hacía un instante había descolgado un collarín de cuero armado con tachuelas de acero—. Hechiceros aquí hay demasiados, señores míos. En concreto dos de más. Y demasiado se han pegado ellos a nuestro Niedamir. Mirad sólo cómo nosotros estamos aquí, bajo las estrellas, a la lumbre, y ellos, señores míos, bien calentitos, en la tienda del rey, maquinan algo, las zorras astutas. Niedamir, la bruja, el hechicero y Gyllenstiern. Pero Yennefer es la peor. Y ¿os digo lo que traman? Cómo darnos por culo, eso es.
—Y corzo que comen, los tíos —añadió, triste, Cortapajas—. Y ¿qué hemos comido nosotros? ¡Marmota! Y la marmota, os pregunto, ¿qué es? Una rata, no otra cosa. Entonces, ¿qué es lo que hemos comido? ¡Una rata!
—Déjalo —habló Devastadón—. A poco probaremos cola de dragón. No hay nada como la cola de dragón asada a la parrilla.
—Yennefer —siguió Boholt— es una hembra malvada, perversa y deslenguada. No como vuestras muchachas, don Borch. Ellas calladitas son, y amables, oh, mirad, están sentadas al lado de los caballos, afilan el sable, y pasé al lado, les conté un chiste y se rieron, me mostraron sus dientecillos. Sí, me agradan, no como esa Yennefer que sólo trama y trama. Os digo, hay que andarse con cuidado, que si no, a la mierda nuestro acuerdo se irá.
—¿Qué acuerdo, Boholt?
—¿Qué, Yarpen, se lo decimos al brujo?
—No veo por qué no —dijo el enano.
—No queda orujo —se entrometió Cortapajas, poniendo la damajuana boca abajo.
—Pues trae más. Tú eres el más mozo, señor mío. Y el acuerdo, Geralt, nosotros nos lo pensamos, porque mercenarios o esbirros de pago no somos, y no nos va a mandar Niedamir a por el dragón echándonos un par de piezas de oro a los pies. La verdad es que nosotros nos las apañamos con el dragón sin Niedamir, pero Niedamir sin nosotros no se las apaña. Y así está claro quién vale más y a quién la parte más sustanciosa le corresponde. Y pusimos el asunto honradamente: aquellos que a una lucha mano a mano vayan y al dragón cacen, se llevan la mitad del tesoro. Niedamir, a causa de su nacimiento y sus títulos, se lleva un cuarto, lo quiera o no. Y el resto, si acaso ayudaran, se parten entre ellos el cuarto que sobra, a partes iguales. ¿Qué piensas de esto?
—Y ¿qué es lo que piensa Niedamir?
—No dijo ni que sí ni que no. Pero más le vale no ponerse en medio, al criajo. Os digo: él sólo contra el dragón no se va a echar, tiene que dejárselo a los profesionales, es decir, a nosotros, Sableros, y Yarpen y sus muchachos. Nosotros, y no otros, nos echamos al dragón a distancia de espada. El resto, incluidos los hechiceros, si prestan ayuda honradamente, se partirán entre sí un cuarto del tesoro.
—Además de los hechiceros, ¿a quién contáis entre ese resto? —se interesó Jaskier.
—Por supuesto que no a musicantes ni juntaversos —se rió Yarpen Zigrin—. Incluimos a aquellos que trabajan con hachas y no con laúdes.
—Ajá —dijo Tres Grajos, mirando al cielo estrellado—. Y ¿con qué trabajan el zapatero Comecabras y su patulea?
Yarpen Zigrin escupió al fuego, murmurando algo en enanés.
—La milicia de Holopole conoce estas putas sierras y hace de guía —dijo en voz baja Boholt—, así que de justicia es dejarlos tomar parte en el botín. El zapatero, sin embargo, es cosa aparte. ¿Sabéis?, no estaría bien que la bellaquería entera tornara a creer que si aparece un dragón en el vecindario, en vez de mandar buscar a los profesionales, se le puede echar un venenillo como el que no quiere la cosa y seguir guarreando con las mozas en el pajar. Si tal proceder se generalizase, íbamos a acabar teniendo que ir a mendigar. ¿No?
—Cierto —añadió Yarpen—. Por eso os digo que a ese zapatero le tiene que pasar algo malo por pura casualidad, antes de que el cabronazo entre en la leyenda.
—Le tiene que pasar y le pasará —dijo Devastadón con énfasis—. Dejádmelo a mí.
—Y Jaskier —se le ocurrió al enano— le va a sajar el culo en un romance; en ridículo lo va a poner. Para que le alcancen la vergüenza y la ignominia por los siglos de los siglos.
—Os habéis olvidado de alguien —dijo Geralt—. Hay aquí uno que os puede aguar la fiesta. Uno que no hará partición alguna ni acuerdos. Hablo de Eyck de Denesle. ¿Habéis hablado con él?
—¿De qué? —inquirió Boholt, mientras reavivaba el fuego con un palo—. Con Eyck, Geralt, no se puede hablar. Él no entiende de negocios.
—Según nos acercamos a vuestro campamento —dijo Tres Grajos— nos lo encontramos. Estaba de rodillas sobre una piedra, con toda la armadura, y miraba como un bobo al cielo.
—Siempre hace lo mismo —habló Cortapajas—. Medita o hace rezos. Dice que tiene que hacerlo, porque los dioses le mandaron proteger a la gente del Mal.
—Allá en mi tierra, en Crinfrid —murmuró Boholt—, a los tales se los guarda en los establos, atados a una cadena, y se les da un cacho de carbón, y entonces ellos pintan cosas raras en las paredes. Pero basta ya de murmurar del prójimo; de negocios estábamos hablando.
En el círculo de luz entró sin hacer ruido una joven no muy alta de cabellos negros sujetos con una red de oro y envuelta en una capa de lana.
—¿Qué es lo que apesta tanto aquí? —preguntó Yarpen Zigrin, fingiendo como que no la veía—. ¿No será azufre?
—No. —Boholt, mirando a un lado, aspiró aire por la nariz, desafiante—. Es almizcle o puede que otro perfumillo.
—No, creo que es… —El enano frunció el ceño—. ¡Ah! ¡Es la noble doña Yennefer! ¡Bienvenida, bienvenida!
La hechicera recorrió con la mirada lentamente a los allí reunidos, detuvo por un momento sus ojos relampagueantes sobre el brujo. Geralt sonrió suavemente.
—¿Permitís que me siente?
—Pero por supuesto, benefactora nuestra —dijo Boholt y soltó un hipido—. Sentaos aquí, en la montura. Menea el culo, Kennet, y dale la silla a la hermosa hechicera.
—Los señores hablan aquí de negocios, por lo que oigo. —Yennefer se sentó, echando hacia delante unas agraciadas piernas embutidas en medias negras—. ¿Sin mí?
—No nos atrevimos —dijo Yarpen Zigrin— a importunar a persona de tanta importancia.
—Tú, Yarpen —Yennefer entrecerró los ojos, volvió la cabeza hacia el enano—, mejor cállate. Desde el primer día me desafías tratándome como si fuera aire, así que sigue haciendo lo mismo en adelante, no te molestes. Porque a mí tampoco me molesta.
—Pero qué decís, señora. —Yarpen mostró sus dientes irregulares en una sonrisa—. Que se me coman las pulgas si no os trato mejor que al aire. Al aire, por ejemplo, lo jodo a veces, lo que con vos no me atrevería a hacer en ningún caso.
Los barbados «muchachos» risotearon a grandes voces, pero se callaron a la vista del aura azulada que súbitamente rodeó a la hechicera.
—Una sola palabra más y de ti no quedará más que un poco de aire jodido, Yarpen —dijo Yennefer con una voz en la que resonaba el metal—. Y una mancha negra en la hierba.
—Pues eso. —Boholt carraspeó, descargando el silencio que había caído—. Calla, Zigrin. Escuchemos qué tiene que decirnos doña Yennefer. Se quejó ahora mismo de que sin ella de negocios hablamos. De lo que deduzco que tiene para nosotros alguna propuesta. Escuchemos, señores míos, qué propuesta es. Salvo que nos propusiera que ella sola, con hechizos, se cargara al dragón.
—¿Y qué? —Yennefer alzó la cabeza—. ¿Piensas que es imposible, Boholt?
—Y puede que posible. Pero a nosotros no nos traería cuenta, porque seguro que entonces pediríais la mitad del tesoro dragonero.
—Cómo mínimo —dijo con frialdad la hechicera.
—Bueno, entonces vos misma veis que esto para nosotros no es negocio. Nosotros, señora, pobres guerreros somos, si el botín se nos escapa, nos veremos en los brazos del hambre. Nosotros, de acederas y armuelles nos alimentamos…
—Y fiesta es cuando alguna vez una marmota cazamos —dijo Yarpen Zigrin con voz triste.
—… y agua de la fuente bebemos. —Boholt echó un trago de la damajuana y se estremeció ligeramente—. Para nosotros, doña Yennefer, no hay salida. O el botín o helarse en invierno junto a una cerca. Y las posadas son caras.
—Y la cerveza —añadió Devastadón.
—Y las hembras de mal vivir —dijo, soñador, Cortapajas.
—Por eso —Boholt miró al cielo—, nosotros, sin encantamientos y sin vuestra ayuda, mataremos al dragón.
—¿Estás seguro? Recuerda que hay límites de lo posible, Boholt.
—Puede ser, pero yo nunca los encontré. No, señora. Lo digo otra vez: solos mataremos al dragón, sin encantamiento alguno.
—Sobre todo —añadió Yarpen Zigrin—, porque los encantamientos seguro que tienen también sus límites de lo posible, los cuales, a diferencia de los nuestros, no conocemos.
—¿Tú sólito has pensado eso —preguntó despacio Yennefer—, o alguien te lo ha dicho? ¿No es la presencia del brujo en este noble círculo lo que os permite estar tan confiados?
—No —dijo Boholt, mientras miraba a Geralt, que fingía echar una cabezada, tumbado sobre la manta y con la cabeza apoyada en la montura—. El brujo no tiene nada que ver con esto. Escuchad, noble Yennefer. Propusimos algo al rey; no nos honró con una respuesta. Esperaremos pacientemente hasta el alba. Si el rey el trato acepta, seguiremos juntos hacia delante. Si no, nos volvemos.
—Nosotros también —bramó el enano.
—Regateo no habrá —continuó Boholt—. O todo o nada. Repetidle nuestras palabras a Niedamir, doña Yennefer. Y os diré: el trato es bueno para vos también, y para Dorregaray, si os ponéis con él de acuerdo. A nosotros, sea dicho, el cadáver del dragón no nos es necesario; sólo la cola nos llevaremos. Y el resto será vuestro; tomad y coged lo que queráis. No os escatimaremos ni los dientes ni el cerebro, nada de lo que os sea necesario para vuestras hechicerías.
—Por supuesto —añadió Yarpen, riéndose—. La carroña será para vos, hechiceros, nadie os la quitará. A no ser que sean algunos otros buitres.
Yennefer se levantó, echándose la capa sobre los hombros.
—Niedamir no va a esperar hasta el amanecer —dijo enfadada—. Acepta vuestras condiciones desde ahora mismo. En contra, sabedlo, de mi consejo y del de Dorregaray.
—Niedamir —fue diciendo poco a poco Boholt— muestra un buen juicio que asombra en tan joven rey. Porque para mí, doña Yennefer, el buen juicio significa, entre otras cosas, la capacidad de dejar que entren por un oído y salgan por el otro los consejos idiotas o falsarios.
Yarpen Zigrin se mesó la barba.
—Ya diréis otra cosa —dijo la hechicera poniendo los brazos en jarras— cuando mañana el dragón os aplaste, os agujeree y os rompa la crisma. Me vendréis a besar las botas y a suplicar ayuda. Como siempre. Que bien os conozco, que bien conozco a los que son como vosotros. Hasta la náusea os conozco.
Se dio la vuelta, se introdujo en las tinieblas, sin despedirse.
—En mis tiempos —dijo Yarpen Zigrin—, los hechiceros vivían en torres, leían libros de ciencia y removían los crisoles con la badila. No se les metían entre las patas a los guerreros, no se mezclaban en nuestros asuntos. Y no meneaban el culo delante de los muchachos.
—Culo que, para ser sincero, no es gran cosa —dijo Jaskier, templando el laúd—. ¿Qué, Geralt? ¿Geralt? Eh, ¿dónde se ha metido el brujo?
—¿Y qué nos importa a nosotros? —murmuró Boholt, echando más leña al fuego—. Se fue. Quizás a cambiar el agua a las aceitunas, señores míos. Asunto suyo.
—Seguro —aceptó el bardo y pasó el laúd por las cuerdas—. ¿Os canto algo?
—Canta, joder —dijo Yarpen Zigrin y escupió—. Pero no pienses que te voy a dar ni un céntimo por tus berridos. Esto, chaval, no es un palacio real.
—Eso se ve —movió la cabeza afirmativamente el trovador.