III

En el puente había una barrera. El camino estaba cerrado por una traviesa larga y sólida, puesta sobre unas estacas de madera. Delante y detrás de ella había unos alabarderos vestidos con almillas de cuero claveteadas y caperuzas de anillas de hierro. Sobre la traviesa ondeaba soñolienta una enseña púrpura con el emblema en plata de un grifo.

—¿Qué diablos? —se asombró Tres Grajos, y cabalgó al paso hasta acercarse—. ¿No se puede pasar?

—¿Salvoconducto tenéis? —preguntó el alabardero más cercano, sin sacarse de la boca el palito que mordisqueaba, no se sabía bien si por hambre o para matar el tiempo.

—¿Qué salvoconducto? ¿Qué es esto, la peste? ¿Quizás una guerra? ¿De quién son las órdenes de bloquear el camino?

—Del rey Niedamir, señor de Caingorn. —El guardia se pasó el palito a la otra comisura de la boca y señaló el estandarte—. Sin salvoconducto, para la sierra no pasa ni dios.

—Vaya una gilipollez —dijo Geralt con voz cansada—. Pues esto no es Caingorn, sino los Dominios de Holopole. Holopole y no Caingorn es quien cobra los peajes de los puentes del Braa. ¿Qué tiene que ver con esto Niedamir?

—A mí no me digáis. —El guarda escupió el palito—. No es mi negocio. El salvoconducto controlar, ésa es mi tarea. Si queréis, dadle palique a nuestro decurión.

—Y ¿dónde está?

—Allá, tras la caseta de las aduanas, se tuesta al solecillo —dijo el alabardero, mirando no a Geralt, sino a los muslos desnudos de las zerrikanas, que se estiraban perezosamente en sus monturas.

Detrás de la caseta de aduanas, sentado sobre un montón de leños secos, el guardia pintaba en la arena, con la parte trasera de la alabarda, una hembra, o más bien una parte de ella vista desde una desacostumbrada perspectiva. Junto a él, rozando delicadamente las cuerdas de un laúd, estaba medio tumbado un hombre muy delgado que tenía un sombrero echado sobre los ojos. Era un sombrerillo de fantasía de color ciruela adornado con una hebilla de plata y una larga y nerviosa pluma de faisán.

Geralt ya había visto antes aquel sombrerito y aquella pluma, famosa desde el Buina hasta el Yaruga, conocida en palacios, castillos, ventas, tabernas y putiferios. Especialmente en los putiferios.

—¡Jaskier!

—¡El brujo Geralt! —Por debajo del sombrerito asomaron unos alegres ojos azules—. Pero ¡qué es esto! ¿También aquí? ¿No tendrás por casualidad un salvoconducto?

—Pero ¿qué os pasa a todos con ese salvoconducto? —El brujo saltó de la silla—. ¿Qué sucede aquí, Jaskier? Queríamos pasar a la otra orilla del Braa, yo y este caballero, Borch Tres Grajos, y nuestra escolta. Y no podemos, por lo que parece.

—Yo tampoco puedo. —Jaskier se levantó, se quitó el sombrerillo, se inclinó ante las zerrikanas con exagerada cortesía—. A mí tampoco me dejan pasar a la otra orilla. A mí, Jaskier, el más famoso ministril y poeta en mil millas a la redonda, aquí este decurión no me deja pasar, aunque sea artista también, como veis.

—A naide sin salvoconducto le dejo pasar —dijo el decurión, triste, y después completó su dibujo con un detalle final, clavando la punta de madera de la alabarda en la arena.

—Pues qué se le va a hacer —dijo el brujo—. Iremos por la orilla izquierda. Este camino a Hengfors es más largo, pero si no hay otro remedio.

—¿A Hengfors? —se asombró el bardo—. ¿Entonces tú, Geralt, no vas con Niedamir? ¿No vas detrás del dragón?

—¿Detrás de qué dragón? —se interesó Tres Grajos.

—¿No sabéis? ¿De verdad no sabéis? Bueno, entonces tengo que contároslo todo, señores. De todos modos tengo que esperar aquí; puede que aparezca alguien con salvoconducto que me conozca y me permita unirme a él. Sentaos.

—Ahora —dijo Tres Grajos—. El sol casi a tres cuartos del cenit y estoy seco de la leche. No vamos a hablar con la garganta seca. Tea, Vea, al galope, de vuelta al pueblo y comprad un barrilete.

—Me gustáis, señor…

—Borch, llamado Tres Grajos.

—Jaskier, llamado el Incomparable. Por unas cuantas mozas.

—Cuenta, Jaskier —se impacientó el brujo—. No vamos a estar aquí hasta la noche.

El bardo rodeó con los dedos el mástil del laúd, golpeó con fuerza en las cuerdas.

—¿Cómo lo queréis, en discurso alargado o normal?

—Normal.

—Así sea. —Jaskier no soltó el laúd—. Escuchad entonces, nobles señores, lo que ocurrió hace una semana en una no muy lejana ciudad franca llamada Holopole. A la hora del pálido amanecer, cuando apenas el sol naciente había enrojecido los jirones de niebla que colgaban sobre los prados…

—Has dicho que iba a ser normal —le recordó Geralt.

—¿Y no lo es? Vale, bueno, bueno. Entiendo. Corto, sin metáforas. Sobre los pastos de Holopole voló un dragón.

—Eeeh —dijo el brujo—. De algún modo me parece todo esto algo improbable. Hace años que nadie ha visto un dragón en estos alrededores. ¿No sería una simple culebra de aire? A veces hay culebras casi tan grandes…

—No me insultes, brujo. Sé de lo que hablo. Lo vi. Coincidió que precisamente entonces yo estaba en Holopole, en la feria, y vi todo con mis propios ojos. El romance ya está preparado, pero no quisisteis…

—Cuenta. ¿Era grande?

—Unos tres caballos de largo. De grupa, no más alto que un caballo, pero mucho más gordo. Gris como la arena.

—O sea, verde.

—Sí. Revoloteó inesperadamente, se tiró derecho al establo de las ovejas, asustó a los pastores, mató como a una docena de bestias, devoró tres y se fue.

—Se fue… —Geralt movió la cabeza—. Y ¿punto final?

—Quiá. Porque a la mañana siguiente volvió, esta vez más cerca de la ciudad. Hizo un picado sobre un grupo de mujeres que estaban lavando sábanas a la orilla del Braa. ¡No veas cómo gritaban, compadre! En la vida me he reído tanto. El dragón voló luego dos veces en círculo sobre Holopole y se fue a los pastos; allí se lió otra vez con las ovejas. Sólo entonces comenzó el guirigay y la turbamulta, porque la vez anterior pocos habían creído a los pastores. El burgomaestre movilizó a la milicia municipal y a la de los gremios, pero mientras se formaban, la plebe tomó el asunto en sus manos y lo solucionó.

—¿Cómo?

—Con un interesante método popular. El maestro zapatero de la villa, un tal Comecabras, inventó un método contra el reptil. Mataron una oveja, la llenaron de eléboro, belladona, beleño, azufre y pez de zapatero. Para estar seguros, el boticario local metió dentro dos cuartos de su mezcla para los forúnculos, y el sacerdote del santuario de Kreve echó unos rezos sobre el cadáver. Luego colocaron la oveja preparada en el centro del establo, apoyada en un estaca. Nadie creía de verdad que el dragonzuelo se iba a dejar engañar por una mierda que apestaba a una legua, pero la realidad superó nuestras expectativas. Pasando por alto a las ovejas vivas y balantes, el reptil se tragó el anzuelo junto con la estaca.

—¿Y qué? Habla ya, Jaskier.

—¿Y es que hago yo otra cosa? ¡Si estoy hablando! Escuchad lo que sucedió después. No había pasado ni el tiempo que a un hombre bien entrenado le lleva desatarle el corsé a una dama, cuando el dragón comenzó a bramar y a soltar humo, por delante y por detrás. Dio una voltereta, intentó echar a volar, luego se quedó roque y dejó de moverse. Dos voluntarios se acercaron para comprobar si el bicho envenenado todavía respiraba. Eran el sepulturero local y el tonto del pueblo, que había sido engendrado por la hija retrasada de un leñador y una subcompañía de piqueros mercenarios que habían pasado por Holopole todavía en tiempos de la revuelta del voievoda Ahoganutrias.

—Anda que no mientes, Jaskier.

—No miento, sólo coloreo, y esto es una diferencia.

—Bien pequeña. Cuenta, no pierdas el tiempo.

—Y bueno, como he dicho, allá se fueron el sepulturero y el valiente idiota con carácter de patrulla de reconocimiento. Después levantamos en su honor un túmulo, pequeño pero alegre a la vista.

—Ajá —dijo Borch—. Eso quiere decir que el dragón aún vivía.

—Y cómo —dijo Jaskier con alegría—. Vivía. Pero estaba tan débil que no se comió ni al sepulturero ni al cretino, sólo les lamió la sangre. Y luego, para preocupación general, echó a volar, despegando con bastantes trabajos. Cada legua y media se caía, se alzaba de nuevo. A veces caminaba, arrastrando las patas traseras. Aquellos más atrevidos le siguieron, manteniendo contacto visual. Y ¿sabéis qué?

—Habla, Jaskier.

—El dragón se metió en una garganta de las montañas de los Milanos, cerca de donde mana el río Braa, y se escondió en una cueva.

—Ahora está todo claro —dijo Geralt—. El dragón seguramente estaba en esas cuevas desde hacía siglos, aletargado. He oído hablar de tales casos. Y allí debe de encontrarse su tesoro. Ahora sé por qué bloquean el puente. Alguien quiere poner la zarpa sobre ese tesoro. Y ese alguien es Niedamir de Caingorn.

—Precisamente —confirmó el trovador—. Toda Holopole está que echa chispas por ello, porque allí piensan que el dragón y el tesoro les pertenecen. Pero ellos vacilan en vérselas con Niedamir. Niedamir es un crío que todavía no ha comenzado a afeitarse, pero ya ha conseguido probar que no trae a cuenta el meterse con él. Y él necesita a este dragón como al diablo, por eso ha reaccionado tan pronto.

—Necesita el tesoro, quieres decir.

—De hecho necesita más el dragón que el tesoro. Porque, ¿sabéis?, a Niedamir se le hace la boca agua a causa del principado vecino de Malleore. Allí, después de la muerte súbita y bastante extraña del príncipe, ha quedado una princesa en edad, por así decirlo, de merecer. Los nobles de Malleore miran con pocas ganas a Niedamir y a otros competidores porque saben que un nuevo gobernante les va a sujetar las riendas bien cortas, no como una princesa mocosa. Así que desenterraron una vieja y polvorienta pragmática que dice que la mitra y la mano de la muchacha serán de aquel que venza a un dragón. Como hace siglos que nadie ve un dragón por aquí, pensaron que iban a estar tranquilos. Niedamir, por supuesto, se hubiera reído de la leyenda, se hubiera hecho con Malleore a mano armada y santas pascuas, pero cuando corrió la noticia del dragón de Holopole, se dio cuenta de que podría vencer a la nobleza malleorina con sus propias armas. Si apareciera por allí llevando la cabeza del dragón, el pueblo le recibiría como a un monarca enviado por los dioses, y los magnates no se atreverían ni a abrir el pico. ¿Os asombráis entonces de que corra tras el dragón como el lobo tras la liebre? ¿Y encima de uno que apenas menea las patas? Esto es para él una verdadera ganga, la sonrisa de la fortuna, voto al diablo.

—Y mandó cerrar los caminos a la concurrencia.

—Pues claro. Y a los holopolacos. Aunque también envió por todos los alrededores caballos con salvoconductos. Para los que vayan a matar al dragón, porque Niedamir no está precisamente ansioso por entrar él mismo en la cueva con la espada. En un pispas se han reunido los más famosos matadragones. A la mayoría seguro que los conoces, Geralt.

—Es posible. ¿Quién ha venido?

—Eyck de Denesle, en primer lugar.

—Que me… —El brujo silbó bajito—. Eyck, el temeroso de dios, el virtuoso, el caballero sin miedo ni mácula en persona.

—¿Lo conoces, Geralt? —preguntó Borch—. ¿De verdad se le dan tan bien los dragones?

—Y no sólo los dragones. Eyck se las arregla con cualquier monstruo. Ha matado incluso mantícoras y grifos. También se ha cargado algunos dragones, he oído decir. Es bueno. Pero me echa a perder el negocio, el cabrón, porque no cobra por ello. ¿Quién más, Jaskier?

—Los Sableros de Crinfrid.

—Puaf, entonces el dragón ya está muerto. Incluso si se hubiera curado. Estos tres son una banda estupenda, luchan poco limpiamente pero son eficaces. Acabaron con todos los doblecolas y las culebras de aire de Redania, y de paso cayeron tres dragones rojos y uno negro, y esto ya es algo. ¿Son ésos todos?

—No. Se les sumaron además seis enanos. Cinco barbudos comandados por Yarpen Zigrin.

—No lo conozco.

—Pero del dragón Posupuesto del monte Quesoblanc habrás oído hablar.

—Por supuesto. Y vi las piedras que procedían de su tesoro. Había zafiros de colores nunca vistos y diamantes grandes como cerezas.

—Bueno, pues precisamente Yarpen Zigrin y sus enanos acabaron con Posupuesto. Hay un romance sobre esto, pero aburrido, porque no es mío. Si no lo has oído no te has perdido nada.

—¿Ésos son todos?

—Sí. Sin contar contigo. Has dicho que no sabías lo del dragón; quién sabe, puede que fuera verdad. Pero ahora ya lo sabes. ¿Y qué?

—Y nada. No me interesa ese dragón.

—¡Ja! Muy listo, Geralt. Como no tienes salvoconducto…

—No me interesa ese dragón, repito. ¿Y qué pasa contigo, Jaskier? ¿Qué es lo que tanto te arrastra en esa dirección?

—Lo normal. —El trovador se encogió de hombros—. Hay que estar cerca de los acontecimientos y las atracciones. De la lucha con este dragón se oirá hablar mucho. Claro que podría componer un romance de oídas, pero sonará completamente distinto si lo canta alguien que vio la lucha con sus propios ojos.

—¿Lucha? —sonrió Tres Grajos—. Más bien algo así como una matanza del cerdo o el descuartizamiento de una carroña. Os escucho, y de mi asombro no puedo salir. Famosos guerreros que corren hacia aquí todo lo aprisa que pueden sus caballos para rematar a un dragón medio muerto al que antes había envenenado un cabronazo. Dan ganas de reír y de vomitar.

—Te equivocas —dijo Geralt—. Si el dragón no cayó envenenado en el sitio, seguro que su organismo ya ha combatido la ponzoña y la bestia estará en plena posesión de sus fuerzas. Esto, al fin y al cabo, no importa demasiado. Los Sableros de Crinfrid lo matarán igual, sólo que, sin lucha, si quieres saberlo, no podrá ser.

—¿Apuestas entonces por los Sableros, Geralt?

—Claro.

—De eso ná —habló el guardia artista, que había mantenido silencio hasta entonces—. Los dragonzuelos son bestias mágicas y no se los mata si no es a hechizo limpio. Si alguien se las puede apañar, pues entonces sólo es la hechicera esa que pasó por acá ayer.

—¿Quién? —Geralt torció la cabeza.

—Una hechicera —dijo el guardia—. Como dije.

—¿Dio su nombre?

—Diolo, pero lo olvidé. Tenía salvoconducto. Mozuela era, guapetona, a su manera, pero los ojos… Vos sabéis, señores. Se te mete un frío por el cuerpo cuando una de ésas te mira.

—¿Sabes algo de esto, Jaskier? ¿Quién puede ser?

—No. —El bardo frunció el ceño—. Moza, guapa y esos ojos. Vaya unas señas. Todas son así. Ni una de las que conozco, y conozco muchas, parece mayor de veinticinco o treinta, y algunas, por lo que he oído, hasta recuerdan los tiempos en los que el bosque estaba donde ahora está Novigrado. Pues si no, ¿para qué están los elixires de mandrágora? Y los ojos se los enjuagan también con mandrágora para que les brillen. Mujeres, al fin y al cabo.

—¿No era pelirroja? —preguntó el brujo.

—No, señor —dijo el decurión—. Moreneta.

—¿Y qué caballo llevaba? ¿Uno castaño con estrella blanca?

—No. Negro, como ella. Pues eso, señores, os digo, ella al dragón lo mata. Un dragón es faena para un hechicero. Los hombres no tienen poder para ello.

—Interesante lo que diría a esto el zapatero Comecabras —se rió Jaskier—. Si hubiera tenido a mano algo más fuerte que eléboro y belladona, el pellejo del dragón estaría secándose ahora en las empalizadas de Holopole, el romance estaría listo y yo no me estaría asando aquí al sol…

—¿Y qué pasó para que Niedamir no te llevara con él? —preguntó Geralt mientras miraba torvamente al poeta—. Pues estabas en Holopole cuando partió. ¿Acaso al rey no le gustan los artistas? ¿Cuál fue la causa de que estés aquí asándote en vez de tocar tus romances junto al estribo del rey?

—La causa fue una joven viuda —dijo Jaskier de mal humor—. Así se la lleve el diablo. Remoloneé un poco y al día siguiente Niedamir y el resto ya estaban al otro lado del río. Se llevaron consigo hasta a ese Comecabras y a los batidores de la milicia holopolaca; sólo de mí se olvidaron. Se lo estoy explicando aquí al decurión y él a lo suyo…

—Hay salvoconducto, se pasa —dijo impasible el alabardero al tiempo que se apoyaba en la pared de la caseta de guardia—. No lo hay, no se pasa. Órdenes…

—Oh —le interrumpió Tres Grajos—. Las muchachas vuelven con la cerveza.

—Y no solas —añadió Jaskier, levantándose—. Mirad qué caballo. Como un dragón.

Desde un bosquecillo de abedules venían cabalgando a paso vivo las zerrikanas, flanqueando a un jinete que iba sobre un semental enorme, rebelde, nervioso.

El brujo también se levantó.

El jinete llevaba un caftán violeta de terciopelo con cordoncillos de seda y un corto abrigo con forro de marta. Erguido en su silla, los miraba orgulloso. Geralt conocía tal mirada. Y no era especialmente de su agrado.

—Os saludo, señores. Me llamo Dorregaray —se presentó el jinete mientras descabalgaba despacio y orgullosamente—. Maestro Dorregaray. Nigromante.

—Maestro Geralt. Brujo.

—Maestro Jaskier. Poeta.

—Borch, llamado Tres Grajos. Y a mis muchachas, las que están quitando el bitoque del barrilete, ya las conocéis, don Dorregaray.

—Cierto, de hecho —dijo el hechicero sin sonreír—, intercambiamos saludos, yo y las hermosas guerreras de Zerrikania.

—Bueno, entonces, ¡salud! —Jaskier repartió los vasillos de cuero que había traído Vea—. Bebed con nosotros, señor hechicero. Don Borch, ¿le damos también al decurión?

—Claro. Ven acá con nosotros, soldadillo.

—Juzgo —dijo el nigromante, después de haber bebido un pequeño y distinguido trago— que a los señores les ha traído a la barrera del puente el mismo objetivo que a mí.

—Si os referís al dragón, don Dorregaray —dijo Jaskier—, así es. Quiero pasar allá y componer una balada. Por desgracia, aquí el decurión, persona por lo visto sin modales, no me deja pasar. Exige un salvoconducto.

—Mil perdones pido. —El alabardero bebió su cerveza y chasqueó la lengua—. Me mandaron no dejar a ninguno pasar sin salvoconducto, so pena de mi pescuezo. Y por lo visto Holopole toda entera ha juntado carros y quiere subir al monte a por el dragón. Prohibido tengo…

—Tus órdenes, soldado —Dorregaray frunció el ceño—, se refieren a esa chusma, que podría mercadear, a las putas, que podrían sembrar el desenfreno y la repugnante flojera, a los ladrones, alborotadores y tunantes. Pero no a mí.

—No pasa nadie sin salvoconducto —se enfureció el decurión—. Maldita sea…

—No maldigas —le interrumpió Tres Grajos—. Mejor échate otro trago. Tea, sirve a este valiente soldado. Y sentémonos, señores. Beber de pie, a toda prisa y sin la solemnidad correspondiente no es propio de nobles caballeros.

Se sentaron en las vigas alrededor del barrilete. El alabardero, recién ordenado caballero, enrojeció de satisfacción.

—Bebe, valiente centurión —le animó Tres Grajos.

—Decurión soy, que no centurión.

El alabardero enrojeció aún más.

—Pero llegarás a centurión, seguro. —Borch sonrió—. Eres hombre de luces; ascenderás en un suspiro.

Dorregaray, rechazando otra ronda, se volvió hacia Geralt.

—En la ciudad aún se habla del basilisco, noble brujo, y tú ya vas detrás del dragón, por lo que veo —dijo en voz baja—. Interesante, ¿tan necesitado estás de dinero o es por simple gusto que matas a seres amenazados de extinción?

—Extraña curiosidad —respondió Geralt— por parte de alguien que se las pela para llegar a tiempo a la matanza del dragón y poder sacarle los dientes, valioso componente de pomadas y elixires hechiceriles. ¿Es acaso verdad, noble hechicero, que los que se arrancan a un dragón vivo son los mejores?

—¿Estás seguro de que por eso voy allí?

—Lo estoy. Pero ya se te ha adelantado alguien, Dorregaray. Una compañera tuya ha tenido ya tiempo de acudir con un salvoconducto que tú no tienes. Morena, si te interesa.

—¿En un caballo negro?

—Al parecer.

—Yennefer —dijo Dorregaray, abatido.

Al brujo le recorrió un escalofrío que nadie percibió.

Cayó un silencio que fue interrumpido por un eructo del futuro centurión.

—Nadie… sin salvoconducto…

—¿Bastarían veinte Untares? —Geralt sacó con serenidad la bolsa que había recibido del gordo alcalde.

—Geralt —sonrió enigmáticamente Tres Grajos—, sin embargo…

—Perdóname, Borch. Lo siento; no voy con vosotros a Hengfors. Quizás otro día. Quizá volvamos a encontrarnos.

—Nada me obliga a ir a Hengfors —dijo despacio Tres Grajos—. Nada de nada, Geralt.

—Guardad ese saquete, señor —habló con voz amenazadora el futuro centurión—. Esto, corrupción normal y corriente es. Ni por trescientos os dejaría pasar.

—¿Y por quinientos? —Borch sacó su bolsa—. Guarda tu saquete, Geralt. Yo pago el peaje. Ha empezado a divertirme esto. Quinientos, señor soldado. Cien por cabeza, contando a mis muchachas como una sola hermosa cabeza. ¿Qué?

—Ay, ay, ay —se lamentó el futuro centurión, guardando bajo el gabán la bolsa de Borch—. ¿Qué le diré al rey?

—Dile —habló Dorregaray, incorporándose y sacando del cinturón una varita de marfil muy adornada— que el miedo te paralizó cuando viste.

—¿Qué vi, señor?

El hechicero agitó la varita, gritó un encantamiento. Un pino que crecía en el talud de la orilla del río estalló en fuego, en un instante se cubrió de furiosas llamas, completamente, desde el suelo hasta la copa.

—¡A los caballos! —Jaskier, levantándose, se colgó el laúd a la espalda—. ¡A los caballos, señores! ¡Y señoras!

—¡Fuera la barrera! —aulló a los alabarderos el rico decurión que tenía muchas posibilidades de convertirse en centurión.

En el puente, más allá de la barrera, Vea tiró de las riendas; el caballo bailoteó, golpeó con los cascos sobre las tablas. La muchacha agitó las trenzas y lanzó un agudo grito.

—¡Bravo, Vea! —repuso Tres Grajos—. ¡Adelante, nobles señores, al galope! ¡Cabalgaremos a la zerrikana, con lelilíes y estruendos!