Descubrimientos
Una noche agitada.
El jueves se levantó temprano, falta de sueño e irritable. Los cereales del desayuno le supieron a trocitos de cartón. Tardaría horas en recibir noticias del laboratorio; quizá le habría resultado más fácil soportarlo si no hubiera sido su día libre, quizás el trabajo la habría ayudado a distraerse. Decidió enfrascarse en tareas domésticas y empezó fregando el suelo del zaguán. Tuvo que frotar con empeño para eliminar la suciedad y el barro acumulados, pero al final el viejo linóleo acabó resplandeciente.
Al consultar el reloj, vio que sólo habían transcurrido tres cuartos de hora.
Las dos cajas para leña estaban casi vacías, y fue a la leñera en busca de troncos. Cogió tres o cuatro en cada viaje y los fue depositando en la gran caja de pino situada junto a la chimenea y en la caja de cerezo que había al lado de la estufa. Cuando estuvieron llenas, barrió las astillas y el serrín.
Poco después de las diez y media sacó el limpiametales y extendió el servicio de plata sobre la mesa de la cocina. Acto seguido puso un compacto de Mozart, el Adagio para violín y orquesta.
Por lo general el violín de Itzhak Perlman conseguía elevarla por encima de cualquier cosa, pero esa mañana el concierto le sonó desafinado, y al poco rato se lavó el limpiametales de las manos y apagó el aparato.
Nada más cesar la música, sonó el teléfono. R. J. respiró hondo y descolgó el aparato.
Pero era Jan.
—R. J., Toby tiene unos dolores de espalda tremendos, peores que nunca, y además calambres.
—Déjame hablar con ella, Jan.
—Se encuentra demasiado mal para ponerse al teléfono; está llorando.
A Toby aún le faltaban tres semanas y media para cumplir.
—En ese caso me acercaré por vuestra casa.
—Gracias, R. J.
Encontró a Toby muy agitada, vestida con un camisón de franela con minúsculas rosas estampadas, paseando de un lado a otro con los pies enfundados en unos calcetines de rombos que Peggy Weiler le había regalado por Navidad.
—Estoy muy asustada, R. J.
—Siéntate, por favor. Vamos a ver qué te ocurre.
—Si me siento, aún me duele más la espalda.
—Bien, pues acuéstate. Quiero tomarte las constantes vitales —respondió R. J. con naturalidad pero a la vez con decisión, sin dar pie a discusiones.
Toby respiraba un poco aceleradamente. La presión sanguínea era de 14-8 y estaba a noventa y dos pulsaciones, nada mal teniendo en cuenta que se hallaba excitada.
R. J. no se molestó en tomarle la temperatura. Al palparle el abdomen notó una contracción inconfundible, y le cogió una mano a Toby y se la puso allí para que comprendiera.
R. J. se volvió hacia Jan.
—¿Quieres llamar a la ambulancia y decirles que tu esposa está de parto, por favor? Y luego llama al hospital. Diles que vamos hacia allí y que avisen al doctor Zinck.
Toby se echó a llorar.
—¿Es bueno?
—Pues claro que es bueno; Gwen nunca consentiría que la sustituyese un médico cualquiera.
R. J. se puso unos guantes esterilizados. Toby tenía los ojos muy abiertos. R. J. tuvo que pedirle varias veces, la última con brusquedad, que alzara las rodillas. El examen digital no reveló nada inquietante; apenas se había dilatado, quizá tres centímetros.
—Tengo mucho miedo, R. J.
R. J. la abrazó.
—Todo saldrá bien, te lo prometo.
La mandó al cuarto de baño para que vaciara la vejiga antes de la llegada de la ambulancia.
Jan volvió de telefonear.
—Tendrá que llevarse algunas cosas —le advirtió R. J.
—Hace cinco semanas que tiene la bolsa preparada.
En la ambulancia estaban Steve Ripley y Dennis Stanley, más alerta que nunca porque Toby era de los suyos. Cuando llegaron, R. J. acababa de comprobar las constantes vitales por segunda vez, y le tendió a Steve la hoja donde las había anotado.
Jan y Dennis salieron en busca de la camilla.
—La acompañaré —anunció R. J.—. Está asustada. Iría bien que su marido viniera también con nosotros.
La ambulancia estaba repleta.
Steve permanecía de pie tras la cabeza de Toby, cerca del conductor y del radioteléfono; Jan se hallaba a los pies de su esposa, y R. J. en el centro, los tres balanceándose y tratando de mantener el equilibrio, sobre todo cuando el vehículo dejó atrás las carreteras secundarias y empezó a correr por la sinuosa carretera. Dentro de la ambulancia hacía calor, porque la calefacción era potente. Casi al comienzo del trayecto le habían retirado las mantas a Toby, y R. J. le había levantado el camisón por encima del abultado vientre. Al principio, R. J. la cubrió por pudor con una sábana ligera, pero los pataleos de Toby la hicieron caer al suelo.
Toby había empezado el viaje pálida y silenciosa, pero su cara no tardó en enrojecer con el esfuerzo de combatir los dolores, y poco después comenzó a lanzar una serie de gruñidos y quejidos, con algún que otro grito agudo.
—¿Le doy oxígeno? —preguntó Steve.
—No puede hacerle ningún daño —contestó R. J.
Pero tras unas pocas inhalaciones, Toby se arrancó la mascarilla de la cara.
—¡R. J.! —chilló frenéticamente, y de su interior brotó un gran chorro de líquido que salpicó las manos y los tejanos de R. J.
—No pasa nada, Toby; acabas de romper aguas, eso es todo —la tranquilizó R. J., y extendió la mano hacia una toalla. Toby abrió mucho la boca y sacó la lengua como si intentara dar un gran grito, pero no surgió ningún sonido. R. J. la había estado observando atentamente y había advertido una pequeña dilatación adicional, quizá de unos cuatro centímetros, pero cuando volvió a mirar vio que la vulva de Toby era un círculo perfecto que coronaba la parte superior de una cabecita peluda.
—¡Dennis! —gritó—. ¡Párate a un lado! El conductor desvió hábilmente la ambulancia hacia el arcén y pisó el freno. En un primer momento R. J. pensó que tendrían que quedarse allí un buen rato, pero había algo en el tono de los gruñidos de Toby que le hizo ver las cosas de otro modo. Introdujo las manos entre las piernas de Toby, y un bebé pequeño y rosado se deslizó sobre ellas.
Lo primero que advirtió R. J. fue que, prematuro o no, el recién nacido tenía una enmarañada mata de cabellos, tan claros y finos como los de su madre.
—Tienes un hijo, Toby. Jan, es un niño.
—Mira qué bien —respondió Jan, que en ningún momento había dejado de frotarle los pies a su esposa.
El bebé empezó a dar vagidos, con una vocecita aguda e indignada.
Lo envolvieron en una toalla y lo dejaron junto a su madre.
—Llévanos al hospital, Dennis —gritó Steve. La ambulancia acababa de cruzar el límite municipal de Greenfield cuando Toby empezó a jadear de nuevo.
—¡Oh, Dios! ¡Jan, voy a tener otro! Comenzó a debatirse, y R. J. cogió al pequeño y se lo entregó a Steve para que lo sostuviera.
—Tendrás que volver a parar —avisó al conductor.
Esta vez Dennis metió la ambulancia en el aparcamiento de un supermercado. A su alrededor, la gente entraba y salía de sus coches.
A Toby se le salían los ojos de las órbitas. Contuvo la respiración, gruñó y apretó. Y contuvo la respiración, gruñó y apretó de nuevo, y otra vez, medio tendida sobre el costado izquierdo y contemplando con aire desesperado la pared de la ambulancia.
—Necesita ayuda. Levántale bien alto la pierna derecha, Jan —le ordenó R. J., y Jan cogió la rodilla de su mujer con la mano derecha y se apoyó en el muslo con la izquierda para mantenerle la pierna flexionada.
Toby empezó a gritar.
—¡No, sujétala! —dijo R. J., y ayudó a que saliera la placenta.
Mientras lo hacía, Toby tuvo una pequeña evacuación; R. J. la tapó con una toalla, maravillándose de que la vida fuera así, tantos millones de personas durante tantos millones de años, y todas llegadas al mundo precisamente de aquella manera, entre suciedad, sangre y sufrimiento.
Dennis volvió a arrancar y, mientras conducía por las calles del centro, R. J. buscó una bolsa de plástico y guardó la placenta en su interior.
A continuación dejó de nuevo el bebé al lado de Toby y la bolsa con la placenta junto al bebé.
—¿Le cortamos el cordón? —preguntó Steve.
—¿Con qué?
Steve abrió el minúsculo e inútil botiquín obstétrico de la camilla y sacó una hoja de afeitar de un solo filo. R. J. se imaginó utilizándola dentro del vehículo en marcha y tuvo que reprimir un escalofrío.
—Esperaremos a que lo haga alguien con unas tijeras estériles decidió, pero cogió las dos cintas del botiquín y ató el cordón umbilical, primero a un par de centímetros del abdomen del bebé y luego junto a la abertura de la bolsa de plástico.
Toby yacía inerte, con los ojos cerrados. R. J. le dio masaje en el vientre y, justo cuando la ambulancia llegaba al hospital, notó a través de la fina y suave piel del fláccido abdomen que el útero se contraía, que empezaba a volverse firme de nuevo por si alguna vez se repetía el episodio.
R. J. entró en los aseos del personal y se lavó manos y brazos, eliminando los restos de líquido amniótico y sangre diluida. Su ropa estaba muy mojada y desprendía un olor penetrante, de modo que se quitó los tejanos y el suéter e hizo una bola con ellos. En un estante había un montón de prendas de quirófano recién lavadas, de color gris, y R. J. cogió una bata corta y unos pantalones y se los puso. Al salir del aseo se llevó la ropa sucia en una bolsa de papel.
Toby se hallaba acostada en una cama del hospital.
—¿Dónde está? Que me lo traigan. —Tenía la voz ronca.
—Lo están lavando. Su padre está con él. Pesa dos kilos y quinientos cincuenta gramos.
—No es mucho, ¿verdad?
—Es pequeño porque ha nacido con un poco de adelanto; por eso lo has tenido tan fácilmente. Pero lo importante es que está sano.
—¿Lo he tenido fácil?
—Bueno…, rápido. —Eso le recordó una cosa, y se volvió hacia una de las enfermeras que acababa de entrar en el cuarto—. Tiene algunas desgarraduras en el perineo. Si me da unas suturas, la coseré yo misma.
—Ah… El doctor Zinck está a punto de llegar, y oficialmente es su ginecólogo. ¿No quiere esperar y que lo haga él? —le sugirió la enfermera con delicadeza, y R. J. captó el mensaje y asintió.
—¿Piensas ponerle el nombre de la esforzada doctora que acudió a tu llamada? —preguntó R. J.
—Ni hablar. —Toby meneó la cabeza—. Jan Paul Smith, como su padre. Pero te tocará algo de él. Podrás hablarle de higiene, y de cómo ha de tratar a las chicas… Cosas así.
Se le cerraron los ojos, y R. J. le apartó de la frente los cabellos húmedos.
Eran las dos y diez cuando la ambulancia dejó a R. J. junto a su coche. Volvió a casa conduciendo lentamente por las familiares carreteras del pueblo. El cielo se había puesto gris y plomizo sobre las tierras cubiertas de nieve.
Entre prado y prado, las franjas de bosque ofrecían refugio, pero en campo abierto el viento saltaba sobre los amplios espacios como un lobo de aire, persiguiendo los copos de nieve congelados que se estrellaban ruidosamente contra el vehículo.
Cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue comprobar el contestador automático, pero no había llamado nadie.
Bajó al sótano con agua limpia y comida para Andy, le rascó cariñosamente detrás de las orejas y después subió las escaleras y se dio una prolongada ducha caliente, una bendición. Al salir se frotó un buen rato con la toalla y luego se vistió con su ropa más cómoda, unos pantalones de chándal y un jersey viejo.
Acababa de ponerse el primer zapato cuando sonó el teléfono, y al correr a descolgar el auricular dejó caer el otro zapato.
—¿Diga?
»Sí, yo misma…
»Sí, ¿y el resultado?
»Comprendo. ¿Me da los números?
»Bien, ¿querrá hacer el favor de enviarme una copia del informe a mi dirección particular?
»Muchísimas gracias.
Se puso el otro zapato sin ser consciente de que lo hacía y empezó a vagar por la casa. Al cabo de un rato preparó un bocadillo de mermelada con mantequilla de cacahuete y se bebió un vaso de leche.
Un sueño largo tiempo acariciado se había convertido en realidad; le había tocado la mejor lotería del planeta.
Pero…, ¡qué responsabilidad! El mundo parecía hacerse cada vez más tétrico y mezquino a medida que los adelantos tecnológicos lo empequeñecían. En todas partes unos seres humanos mataban a otros.
Quizás este año nacerá una criatura que…
Qué injusto, pensar siquiera en depositar sobre unos hombros no nacidos la carga de ser un santo secreto, o tan solo de llegar a ser un Rob J., el siguiente en la sucesión de los médicos Cole.
«Será suficiente —pensó con incredulidad— producir un ser humano, un ser humano bueno».
Era una elección muy fácil.
Este niño o niña llegaría a una casa confortable y se familiarizaría con los agradables olores de la cocina y el horneado. R. J. pensó en lo que tendría que enseñarle: cómo ser amable, cómo amar, cómo ser fuerte y saber afrontar el miedo, cómo coexistir con los seres vivos del bosque, cómo buscar truchas en un arroyo. Cómo hacer un sendero, elegir un camino. La herencia de piedras corazón.
Tenía la sensación de que le iba a estallar la cabeza. Le hubiera gustado andar sin descanso durante horas, pero fuera seguía soplando el viento y había empezado a caer una intensa nevada.
Conectó el equipo de música y se sentó en una silla de la cocina.
Esta vez el concierto de Mozart le hablaba con dulzura sobre la alegría y la expectación. Mientras lo escuchaba, sentada con las manos sobre el vientre, R. J. se sosegó.
La música fue creciendo. R. J. la sentía viajar desde sus oídos, por los caminos de los nervios, a través de tejidos y huesos. Era tan poderosa que llegaba hasta su alma, hasta el núcleo mismo de su ser, hasta el pequeño estanque en que nadaba el minúsculo pez.