La llegada de la nieve
Noviembre se convirtió en diciembre bajo un cielo turbio y encapotado. En los bosques, los árboles de hoja caduca estaban desnudos, las ramas principales como brazos levantados, las más pequeñas como dedos extendidos hacia lo alto. R. J. había recorrido el sendero sin temor durante todo el verano, pero ahora que casi todos los osos estaban hibernando se veía perversamente afligida por el miedo a encontrarse el gran oso cara a cara en el angosto sendero. En la primera ocasión que fue a Greenfield, se detuvo en una tienda de artículos deportivos y compró una bocina náutica, un pequeño bote con un pulsador que al ser apretado emitía un sonoro trompetazo.
Desde entonces, siempre que se internaba en el bosque llevaba el ruidoso aparato en una bolsa a la cintura, pero el único animal que vio fue un gamo de buen tamaño que había sobrevivido a la temporada de caza y que pasó por el bosque no muy lejos de ella, sin olfatearla; si R. J. hubiera sido un cazador, el gamo habría muerto.
Por primera vez, R. J. fue plenamente consciente de su soledad.
Todos los árboles que bordeaban el sendero tenían ramas bajas muertas, y un día fue al bosque con una sierra de podar provista de un mango largo y, con manos enguantadas, empezó a aserrar, liberando un árbol tras otro de ramas secas y descortezadas. Le gustaba el aspecto de los troncos podados, que se erguían limpiamente como columnas naturales, y decidió podar todos los árboles de los márgenes del camino, un proyecto a largo plazo.
La nieve llegó el tercer día de diciembre, una cerrada tormenta que descargó de improviso, sin previas neviscas de advertencia.
Nevó durante todo el día y la mayor parte de la noche, y al día siguiente R. J. sintió deseos de esquiar por el sendero, pero tuvo que hacer frente al miedo irracional e indefinido que la acosaba desde hacía unas semanas. Descolgó el teléfono y llamó a Freda Krantz.
—¿Freda? Soy R. J. Voy a esquiar por el sendero del bosque. Si dentro de una hora y media no te vuelvo a llamar, ¿querrás pedirle a Hank que venga a buscarme? No creo que pase nada, pero…
—Muy bien pensado —respondió Freda con firmeza—. Naturalmente que lo haré, si no me llamas. Que lo pases bien en el bosque, R. J.
El sol estaba alto en un firmamento azul. Le deslumbraba la nieve recién caída, la cual fue perdiendo resplandor a medida que ella se internaba en el bosque. Los esquís se deslizaban siseantes; la nevada era demasiado reciente para ver muchas huellas, pero aun así distinguió las de un conejo, las de un zorro y las de unos ratones.
Sólo había un declive pronunciado y difícil en todo el circuito del sendero, y al descender por él perdió el equilibrio y cayó pesadamente, aunque sobre una profunda capa de nieve virgen.
Permaneció tendida en la fría blandura con los ojos cerrados, vulnerable a cualquier cosa que pudiera abalanzarse sobre ella desde la cercana espesura: un oso, un asaltante, un David Markus barbudo.
Pero no sucedió nada de todo eso, y al poco rato se incorporó y siguió esquiando. Al llegar a casa telefoneó a Freda.
La caída no le había causado ninguna lesión, no tenía ninguna rotura, ningún esguince, ni siquiera magulladuras, pero le dolían los pechos y los tenía sensibles.
Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, antes de acostarse conectó la alarma de seguridad.
Decidió comprarse un perro.
Empezó consultando libros de la biblioteca para informarse sobre las diversas razas. Todas las personas con las que habló tenían distintas preferencias, pero dedicó varios fines de semana a visitar tiendas de animales y perreras, y fue reduciendo la lista hasta llegar a la conclusión de que quería un schnauzer gigante, una raza creada varios siglos atrás para obtener perros grandes y resistentes capaces de pastorear el ganado y proteger a las vacas de los predadores. Los criadores habían cruzado el hermoso e inteligente schnauzer común con perros ovejeros y mastines; uno de los libros afirmaba que el resultado era «un magnífico perro guardián, grande, fuerte y fiel».
En Springfield encontró una perrera especializada en schnauzers gigantes.
—Lo mejor es comprar un cachorro que se familiarice con usted desde pequeño —le recomendó el vendedor—. Tengo justo lo que le conviene.
R. J. quedó cautivada por el cachorro desde el primer momento.
Era pequeño y torpón, con unas zarpas enormes, pelaje negro y gris, mandíbula robusta y cuadrada, y bigotes cortos y tiesos.
—Cuando crezca llegará a medir más de medio metro y pesará unos cuarenta kilos —le advirtió el dueño de la perrera—. Tenga en cuenta que comerá mucho.
El perro tenía un ladrido ronco y excitado que a R. J. le recordó a «Andy» Levine, un actor de voz resollante que aparecía en las películas antiguas que a veces veía por televisión a última hora de la noche. Le llamó Andy por primera vez durante el viaje de regreso a casa, cuando lo regañó por orinarse en el asiento del coche.
Toby padecía unos tremendos dolores de espalda. La mañana de Navidad se las arregló para ir a la iglesia, pero luego R. J. asó un pavo y preparó una cena navideña en la cabaña de los Smith. Había comprado deliberadamente un pavo enorme para que los Smith pudieran alimentarse con los restos durante unos cuantos días. Varias amigas de Toby habían estado llevándole comidas hechas en casa; era algo que solía hacerse en Woodfield en caso de necesidad, una de las costumbres de pueblo que R. J. más admiraba.
Después de cenar se pusieron a cantar villancicos, con R. J. sentada ante el viejo piano de los Smith. Luego se acomodó soñolienta ante el fuego del hogar, sorprendida por su propio cansancio.
De vez en cuando se producían largos y gratos silencios, y Toby hizo un comentario al respecto:
—No es necesario que hablemos. Podemos quedarnos aquí sentados y esperar a que nazca mi hijo.
—Puedo esperar en casa —replicó R. J., y los besó a los dos y les deseó una feliz Navidad.
En casa recibió su mejor regalo: una llamada telefónica desde Florida. A juzgar por la voz, firme y alegre, su padre parecía encontrarse en buen estado.
—Susan me está machacando para que vuelva a trabajar la semana que viene —le explicó—. Espera un momento. Queremos decirte algo.
Susan se puso al teléfono supletorio y los dos a una le dijeron que habían decidido casarse en primavera.
—En principio, la última semana de mayo.
—Oh, papá…, Susan. Me alegro mucho por vosotros.
Su padre carraspeó.
—R. J., estábamos pensando… ¿Podríamos casarnos ahí arriba, en tu casa?
—Sería maravilloso, papá.
—Si el tiempo acompaña, nos gustaría casarnos al aire libre, en el prado, con esas colinas tuyas como telón de fondo. Invitaríamos a unas cuantas personas de Miami, algunos amigos míos de Boston y un par de los parientes más cercanos de Susan. Calculo que unos treinta invitados en total. Todos los gastos correrían de nuestra cuenta, por descontado, pero nos gustaría que lo organizaras tú todo, si te es posible. Ya sabes, buscar un buen proveedor para el banquete, un capellán, todas esas cosas.
R. J. les prometió que lo haría. Terminada la conversación, se sentó ante la chimenea encendida y trató de tocar la viola, pero no podía concentrarse en la música.
Fue en busca de papel y pluma y empezó a confeccionar la lista de todo lo que se iba a necesitar.
Música, quizá cuatro piezas; por fortuna, en el pueblo había músicos maravillosos. La comida exigiría una cuidadosa reflexión, y consultas. Flores… A finales de mayo habría lilas por todas partes, y tal vez rosas tempranas. Se tendría que adelantar un poco la primera siega del prado. Alquilaría una tienda, no muy grande, con los lados abiertos…
«¡Organizar la boda de papá!».
Hicieron falta varias semanas de severa determinación para adiestrar a Andy a hacer sus necesidades fuera, y aun después de conseguirlo, el cachorro a veces perdía el control de los esfínteres cuando se excitaba. R. J. decidió que lo instalaría en el sótano, y le preparó una blanda cama junto a la caldera. Sólo cedió la noche de Año Nuevo. Sola en casa, sin pareja, se pasó la velada luchando por no entregarse a la autocompasión.
Finalmente, bajó al sótano en busca de Andy, que se sintió muy complacido de tenderse ante el fuego junto a su butaca. R. J. brindó con su taza de cacao.
—Por nosotros dos, Andy. La ancianita y su perro —le dijo, pero el cachorro se había quedado dormido.
La epidemia anual de catarros y gripe no se hizo esperar, y durante toda la semana la sala de espera del consultorio estuvo abarrotada de gente que tosía y estornudaba. R. J. se había librado de resfriarse, pero se encontraba fatigada e irritable; le seguían doliendo los pechos y los músculos.
El martes, durante la hora del almuerzo, entró en la pequeña biblioteca de piedra para devolver un libro y se quedó mirando fijamente a Shirley Benson, la bibliotecaria.
—¿Cuánto hace que tienes esa mancha negra en la nariz?
Shirley hizo una mueca.
—Un par de meses. ¿Verdad que es fea? He intentado quitármela por todos los medios, pero no hay manera.
—Le diré a Mary Wilson que te pida hora para que te vea inmediatamente un dermatólogo.
—No, doctora Cole, no quiero. —Hizo una pausa y se ruborizó—. No puedo gastar dinero en una cosa así. Sólo estoy empleada por horas, y por tanto el ayuntamiento no me paga un seguro médico. Mi hijo está en el último curso de secundaria, y nos preocupa mucho cómo vamos a pagar la universidad.
—Mira, Shirley, sospecho que esa mancha puede ser un melanoma. Puede que me equivoque, y entonces habrás gastado un dinero en vano, pero si tengo razón podría desarrollar metástasis muy deprisa. Estoy segura de que quieres estar presente para ver a tu hijo en la universidad.
—Muy bien. —Un brillo de humedad asomó a los ojos de Shirley.
R. J. no supo si las lágrimas eran de temor o de ira por su despotismo.
El miércoles por la mañana hubo mucho trabajo en el consultorio.
R. J. hizo varios exámenes físicos anuales y le cambió la medicación a Betty Patterson para contrarrestar su tendencia a la infección por insulina. Luego se sentó a comentar con Sally Howland lo que indicaba el ecocardiograma sobre su taquicardia. Polly Strickland acudió a la consulta porque le había venido una regla tan abundante que estaba asustada. Tenía cuarenta y cinco años.
—Podría ser el principio de la menopausia —opinó R. J.
—Yo creía que entonces se retiraba la regla.
—A veces, cuando empieza, se vuelven muy abundantes, y luego irregulares. No siempre ocurre del mismo modo. En un pequeño porcentaje de mujeres, la menstruación desaparece sin más, como si se cerrara un grifo.
—Qué suerte.
—Sí…
Antes de salir en busca del almuerzo, R. J. leyó varios informes de patología. Entre ellos había uno que decía que el neoplasma extirpado de la nariz de Shirley Benson era un melanoma.
Después de cerrar el consultorio, R. J. tuvo la sensación de que necesitaba comer, y se dirigió al restaurante de Shelbourne Falls. Una vez allí, pidió una ensalada de espinacas, pero cambió de idea al instante y le dijo a la camarera que trajera un solomillo grande, medio hecho.
Se comió el solomillo con puré de patatas, calabacín, una ensalada griega y panecillos. Pidió tarta de manzana de postre, y luego café.
Durante el trayecto de vuelta a Woodfield, se le ocurrió pensar qué haría ella si se le presentara una paciente con los mismos síntomas que estaba mostrando desde hacía varias semanas: irritabilidad y cambios repentinos de humor, dolores musculares, un apetito feroz, pechos sensibles y doloridos y ausencia de la regla.
Era una idea absurda. Se había pasado años intentando concebir un hijo, sin el menor éxito.
Aun así…
Sabía lo que haría si se tratara de otra paciente, y en vez de ir a casa pasó por el consultorio y aparcó junto a la puerta.
El edificio estaba cerrado y a oscuras, pero abrió con su llave y encendió las luces. Se quitó el abrigo y empezó a bajar todas las persianas, tan nerviosa como si fuera una adicta a punto de inyectarse.
Encontró una aguja de mariposa, que sabía que era fácil de usar, y después de conectarle un tubo en el extremo se hizo un torniquete en el brazo izquierdo. Se frotó la parte interior del codo con un algodón empapado en alcohol y apretó el puño.
Aunque sus gestos eran algo desmañados, consiguió encontrar la vena cubital y extrajo el oscuro líquido pardo rojizo.
Tuvo que utilizar los dientes para deshacer el torniquete. Luego desprendió el tubo, lo tapó y lo depositó dentro de un sobre de papel marrón. Se puso nuevamente el abrigo, cerró la puerta después de apagar las luces y subió al coche con la muestra de sangre.
Tomó de nuevo el camino Mohawk, pero esta vez sin detenerse hasta llegar a Greenfield.
El hospital tenía abierto el laboratorio para análisis de sangre las veinticuatro horas del día.
R. J. sólo encontró a una flebotomista de guardia, que cubría ella sola el turno de noche.
—Soy la doctora Cole. Querría dejarle una muestra.
—Naturalmente, doctora. ¿Es una emergencia? A estas horas de la noche sólo hacemos trabajos de laboratorio si se trata de una urgencia.
—No es ninguna urgencia. Es una prueba de embarazo.
—Bueno, en ese caso recogeré la muestra y mañana ya harán la prueba. ¿Ha rellenado el impreso?
—No.
La técnico asintió con un gesto y sacó un impreso en blanco de un cajón. R. J. se sintió tentada a poner un nombre falso en el apartado «paciente» y firmar el papel con su propio nombre como médico de cabecera, pero enseguida se sintió enojada consigo misma y escribió su nombre dos veces, como paciente y como médico.
Le entregó el impreso a la flebotomista y vio que el rostro de la joven se convertía en una cautelosa máscara de inexpresividad al leer el mismo nombre dos veces.
—Me gustaría que llamaran a mi número particular para darme el resultado, no al del consultorio.
—Lo haremos con mucho gusto, doctora Cole.
—Gracias.
Subió al coche y volvió a casa lentamente, como si acabara de correr un largo trecho.
—¿Gwen? —dijo por teléfono.
—Sí. ¿Eres R. J.?
—Sí. Ya sé que es un poco tarde para llamar…
—No, aún estamos levantados.
—¿Podríamos cenar juntas mañana? Tengo que hablar contigo.
—Pues mira, no puedo, estoy a medio hacer la maleta. Todavía me faltan catorce puntos de educación continuada para renovar la licencia, y he decidido seguir tu ejemplo. Mañana por la mañana salgo hacia Albany, para asistir a un encuentro sobre el parto por cesárea.
—Ah… Buena idea.
—Sí. No tengo ningún paciente hasta dentro de dos semanas, y Stanley Zinck me sustituirá si surge algún imprevisto. Oye, ¿tienes algún problema? ¿Quieres que hablemos ahora? Si quieres puedo cancelar el viaje. No es imprescindible que asista a ese encuentro.
—No te preocupes. En realidad, no es nada importante.
—Llegaré a casa el domingo por la noche. ¿Qué te parece si quedamos el lunes para cenar pronto, después del trabajo?
—Estupendo, me parece muy bien… Y conduce con cuidado.
—Bueno, pues entonces hasta el lunes. Buenas noches, preciosa.
—Buenas noches.