La siembra
En la helada oscuridad, antes del amanecer, el viento soplaba desde las alturas y barría el prado para azotar la casa. En duermevela, R. J. oía con agrado las ráfagas del viento. La despertó la luz del día en ciernes. Se arrebujó bajo la cálida colcha doble para perderse en largos pensamientos hasta que se obligó a levantarse de la cama y meterse de un salto bajo la ducha.
Mientras se secaba cayó en la cuenta de que se le estaba retrasando mucho la regla, y sopesó malhumorada una posibilidad que luchaba por abrirse paso hasta su conciencia: amenorrea premenopáusica.
Eso le hizo afrontar el hecho de que muy pronto su cuerpo empezaría a cambiar, a medida que fueran apagándose los órganos que ya habían cumplido su función, anunciando el cese permanente de los períodos; pero enseguida se quitó esa idea de la cabeza.
Era jueves, su día libre.
Cuando el sol se elevó por completo en el cielo y empezó a calentar la casa, R. J. desconectó el termostato y encendió la estufa de leña. Era agradable volver a preparar fuegos de leña, pero secaban el aire y producían una fina ceniza gris que se posaba sobre todas las superficies como una eflorescencia, y las piedras corazón que había por todas partes convertían la tarea de quitar el polvo en un trabajo ímprobo.
Sin saber cómo se encontró contemplando una piedra de río, gris y redondeada. Finalmente dejó el trapo del polvo y fue al armario donde guardaba la mochila. Echó la piedra gris en su interior y empezó a recorrer la casa, recogiendo las piedras corazón.
Cuando la mochila estuvo casi llena, la arrastró por la puerta de atrás hasta la carretilla, donde la vació ruidosamente. Después volvió adentro y siguió recogiendo piedras corazón. Sólo conservó las tres que Sarah le había regalado y las dos que ella le había dado a Sarah, la de cristal y la pequeña de basalto negro.
Necesitó cinco viajes con la mochila llena para vaciar la casa de piedras. Luego se vistió con prendas de invierno —anorak de plumón, gorro de lana, guantes de trabajo—, salió al patio y empezó a empujar la carretilla, llena en más de una tercera parte. Las piedras pesaban mucho más de lo que R. J. podía manejar cómodamente y tuvo que emplearse a fondo para cruzar los ocho metros de césped, pero cuando hubo entrado en el sendero del bosque, el terreno empezó a descender hacia el río y la carretilla se deslizó como por propia voluntad.
La escasa luz que atravesaba el dosel de ramas salpicaba las densas y profundas sombras con bellas motas de color. Dentro del bosque hacía frío, pero los árboles protegían a R. J. de las ocasionales rachas de viento, y el neumático de la carretilla siseaba suavemente sobre la húmeda y compacta pinaza del camino hasta que llegó a los tablones espaciados del puente Gwendolyn Gabler.
R. J. se detuvo a la orilla de la corriente, rápida y crecida tras las lluvias del otoño. Al llegar al río cogió la mochila, que había dejado sin vaciar sobre las piedras de la carretilla, y echó a andar por el sendero.
La ribera estaba bordeada de árboles y matorrales, pero había espacios entre los troncos, y de vez en cuando R. J. hacía una pausa, sacaba una piedra corazón de la mochila y la arrojaba al río.
Como mujer práctica y metódica que era, no tardó en adoptar un sistema de distribución: las piedras pequeñas las echaba con cuidado junto a la orilla, mientras que los ejemplares de mayor tamaño iban a aguas más profundas, casi siempre en los remansos que ocasionalmente formaba la corriente. Cuando hubo vaciado la mochila volvió a la carretilla y la empujó por el sendero, río arriba. Después llenó de nuevo la mochila y siguió desprendiéndose de las piedras corazón.
La piedra más pesada de la carretilla era la que había recogido de una zanja en Northampton. Con la espalda en tensión y los hombros encorvados, la trasladó hasta el remanso más profundo, justo debajo de un dique de gran tamaño que habían hecho los castores. La piedra era demasiado pesada para tirarla, y tuvo que cargar con ella a lo largo del dique cubierto de matojos hasta el centro del estanque. Al poco rato dio un resbalón y se le llenó la bota de agua helada, pero poco a poco consiguió llegar a un lugar de su agrado, dejó caer la piedra corazón como una bomba y se quedó mirando cómo se hundía hasta reposar sobre la arena.
Le gustó ver la piedra allí, donde no tardaría en cubrirse de hielo y nieve con los fríos del invierno. Quizás en primavera las cachipollas pusieran sus huevos sobre ella, y las truchas se comieran las larvas y luego se refugiaran de la corriente detrás de la piedra. Se imaginó que en el silencio secreto de las noches del estío los castores podrían colgar suspendidos sobre la roca y unirse a la luz de la luna en las aguas transparentes como pájaros que se acoplan en el aire.
Retrocedió por el dique hasta llegar a la orilla y siguió vaciando en el tramo de río que pasaba por sus tierras las restantes piedras de la carretilla, como si dispersara cenizas funerarias.
Había convertido casi un kilómetro de hermoso río de montaña en reliquia de Sarah Markus.
Ahora era un río en el que uno podría encontrar una piedra corazón cuando la necesitara.
Volvió a la casa empujando la carretilla vacía y la guardó en su lugar.
Sin pasar del zaguán donde se quedaba toda la ropa mojada y sucia de barro, se quitó las prendas exteriores, las botas y los calcetines empapados. Fue descalza en busca de unos calcetines de lana secos y se los puso. Después, con los pies enfundados en los calcetines, limpió el polvo de todas las habitaciones de la casa, empezando por la cocina.
Cuando terminó fue a la sala de estar. La casa estaba vacía y resplandeciente, sin otro sonido que el de su propia respiración.
No había ningún hombre, no había ninguna gata, no había ningún fantasma. Volvía a ser exclusivamente su casa, y se acomodó en la sala, en el silencio y la creciente oscuridad, en espera de lo que fuera a ocurrirle a continuación.