La tarjeta de visita
Una mañana R. J. recordó con desagrado que se aproximaba la fecha en que debería renovar su licencia para ejercer la medicina en el estado de Massachusetts, y que no estaba en condiciones de hacerlo. La licencia estatal tenía que renovarse cada dos años y, para proteger a los pacientes, la ley exigía a todo médico que solicitara la renovación, pruebas documentales de haber realizado un mínimo de cien horas de educación médica continuada.
El sistema pretendía actualizar los conocimientos médicos, perfeccionar constantemente las habilidades, y evitar que los doctores descendieran a un nivel inaceptable.
R. J., que aprobaba sin reservas el concepto de la educación continuada, se dio cuenta de que a lo largo de casi dos años sólo había acumulado ochenta y un puntos.
Atareada con el establecimiento de su nuevo consultorio y el trabajo en la clínica de Springfield, había descuidado su programa formativo.
Los hospitales locales ofrecían a menudo conferencias y seminarios que valían unos pocos puntos, pero no le quedaba tiempo suficiente para llegar al mínimo por esta vía.
—Tienes que asistir a un gran congreso profesional —le sugirió Gwen—. Yo también me encuentro en la misma situación.
Así que R. J. empezó a estudiar los anuncios de congresos que aparecían en las revistas de medicina y descubrió que iba a celebrarse un simposio sobre el cáncer, de tres días de duración, dirigido a médicos de asistencia primaria.
El simposio, patrocinado conjuntamente por la Sociedad Norteamericana contra el Cáncer y el Consejo Norteamericano de Medicina Interna, se celebraría en el Hotel Plaza de Nueva York y ofrecía veintiocho puntos de educación médica continuada.
Peter Gerome aceptó acudir con Estie y alojarse en casa de R. J. durante su ausencia, para sustituirla ante los pacientes.
Aunque Peter había solicitado privilegios de hospital, todavía no se le habían concedido, y R. J. se arregló con un internista de Greenfield para que admitiera a cualquier paciente que necesitara ser hospitalizado.
David estaba escribiendo el penúltimo capítulo de su libro, y los dos estuvieron de acuerdo en que no podía interrumpir el trabajo. Así que viajó ella sola a Nueva York, conduciendo bajo el pálido sol de principios de noviembre.
R. J. descubrió que, aunque se había alegrado de abandonar las presiones de la gran ciudad al marcharse de Boston, en aquellos momentos se sentía dispuesta a sumergirse en ellas.
Después de la soledad y el silencio del campo, Nueva York se le antojó un colosal hormiguero humano, y la interacción de toda aquella gente le resultó un verdadero estimulante.
Conducir por Manhattan, sin embargo, no era ningún placer, y se sintió aliviada cuando dejó el coche en manos del portero del hotel; aun así, se alegraba de estar allí.
Su habitación, pequeña pero confortable, se hallaba en la novena planta. R. J. echó un sueñecito y despertó con el tiempo justo para ducharse y vestirse. La inscripción de los participantes se combinaba con una fiesta de bienvenida, en la que tomó una cerveza y se sirvió ávidamente del copioso bufé.
No vio a ningún conocido. Había muchas parejas.
Durante la recepción, un médico al que la tarjeta de la solapa identificaba como el doctor Robert Starbuck, de Detroit, trabó conversación con ella.
—¿Y en qué parte de Massachusetts queda Woodfield? —le preguntó, con la mirada puesta en su tarjeta de identificación.
—Justo al lado del camino Mohawk.
—Ah. Viejas montañas, onduladas y encantadoras. ¿Se pasa el tiempo yendo de un lado a otro, contemplando el paisaje?
Ella sonrió.
—No. Me limito a admirarlo cuando salgo a hacer una visita a domicilio.
Esto hizo que la observara con interés.
—¿Hace visitas a domicilio?
El doctor Starbuck tenía el plato vacío y se dirigió a la mesa del bufé, pero no tardó en regresar. Era un hombre moderadamente atractivo, pero resultaba tan evidente que buscaba algo más que conversación, que a R. J. le resultó fácil dejarlo con los platos sucios cuando terminó de comer.
Bajó al vestíbulo en ascensor y salió a la calle, a la ciudad de Nueva York. Central Park no era un lugar adecuado para visitarlo de noche, ni tampoco le tentaba especialmente; ya tenía hierba y árboles en casa. Descendió lentamente por la Quinta Avenida, deteniéndose ante casi todos los escaparates y examinando algunos durante un buen rato, observando con interés la abundancia y suntuosidad de ropas, equipajes, calzados, joyas y libros.
Recorrió media docena de manzanas, cruzó la calle y dio la vuelta por la otra acera hasta llegar al hotel. Una vez allí subió a su habitación y se acostó temprano, como siempre había hecho en su época de estudiante. Casi podía oír la voz de Charlie Harris diciéndole: «Hay que estar por la labor, R. J.».
Era un buen simposio, organizado de manera que resultara intensivo y provechoso; cada mañana se servía el desayuno durante la primera sesión, y había conferencias durante el almuerzo y la cena.
R. J. se lo tomó muy en serio. No faltaba a ninguna sesión, tomaba notas minuciosas y compraba las grabaciones magnetofónicas de las conferencias que le interesaban en particular. Una vez, mientras seguía una muy interesante, acompañada de diapositivas, sobre la identificación de neoplasmas, el doctor Robert Starbuck de Detroit se sentó a su lado e intentó hablar con ella, pero R. J. le dirigió una sonrisa cortés y concentró toda su atención en el conferenciante.
Cuando por la tarde se cruzó con él en el pasillo, ni siquiera la saludó.
Las veladas se reservaban para el entretenimiento, con varias posibilidades de elección. La primera noche asistió a una representación de Show Boat con la que se divirtió mucho, y la segunda vio con gran placer al Dance Theatre de Harlem.
A la tercera mañana ya había acumulado suficientes puntos para obtener la renovación de la licencia, y como sólo le interesaban las primeras conferencias del día decidió ausentarse del simposio para hacer algunas compras antes de abandonar la ciudad de Nueva York.
Mientras subía a su habitación para hacer el equipaje, se le ocurrió una idea mejor.
La recepcionista era una mujer abiertamente jovial, de edad más que madura.
—Por supuesto —respondió a la pregunta de si tenía un mapa de carreteras de la región de Nueva York.
—¿Podría indicarme cómo puedo ir en coche a West Babylon, en Long Island?
—Si me concede unos instantes… —La mujer consultó el mapa y enseguida señaló la ruta con vigorosos trazos de rotulador.
R. J. se detuvo en la primera estación de servicio que encontró al salir de la autopista y preguntó el camino para ir al cementerio Beth Moses.
Al llegar fue siguiendo el muro del cementerio hasta que dio con la entrada. Nada más cruzar la cancela vio el edificio de administración; aparcó el coche y entró para solicitar información. En el interior, un hombre que debía de tener aproximadamente su misma edad, vestido con un traje azul y un casquete blanco sobre la escasa cabellera rubia, estaba sentado tras un mostrador firmando papeles.
—Buenos días —la saludó sin levantar la mirada.
—Buenos días. Necesitaría que me ayudara a encontrar una tumba.
El hombre asintió.
—¿Nombre del difunto?
—Markus. Sarah Markus.
Hizo girar la silla hacia el ordenador que tenía a sus espaldas y tecleó el nombre.
—Tenemos seis con ese nombre. ¿La segunda inicial?
—Ninguna. Pero es Markus con «k», no con «c».
—Hay dos con «k». ¿Tenía sesenta y siete años o diecisiete?
—Diecisiete —respondió R. J. con un hilo de voz, y el hombre hizo un gesto afirmativo.
—Hay tantos muertos… —observó en tono de disculpa.
—Tienen ustedes un cementerio muy grande.
—Treinta hectáreas. —Cogió una hoja de papel con el plano general del cementerio y señaló el camino con su pluma—. Al salir de este edificio, siga doce secciones hacia delante y entonces gire a la derecha. Ocho secciones más allá, gire a la izquierda. La tumba que usted busca está hacia la mitad de la segunda hilera. Si se pierde, vuelva aquí y la acompañaré yo mismo…
»Sí —añadió, tras mirar de soslayo la pantalla para confirmar la ubicación—. Lo tenemos todo en el ordenador —prosiguió con orgullo—. Absolutamente todo. Aquí figura que el mes pasado hubo una dedicación en esa tumba.
—¿Una dedicación?
—Sí, cuando se descubre la lápida sepulcral.
—Ah. —Le dio las gracias y salió, sin olvidar el plano.
R. J. echó a andar lentamente por la estrecha calle de áspera piedra pulverizada. Desde el otro lado del muro llegaban ruidos de coches, rugidos de una motocicleta, chirridos de frenos, sonidos estrepitosos de cláxones.
Fue contando las secciones.
La madre de R. J. estaba enterrada en un cementerio de Cambridge con espacios de césped entre las lápidas. Aquí las tumbas estaban terriblemente juntas, pensó. Había muchos muertos, en verdad; personas que habían dejado una ciudad para entrar en otra.
Once… Doce.
Dobló a la derecha y dejó atrás ocho secciones.
Ya debía de estar cerca.
Una sección más allá había un grupo de gente sentada en sillas junto a una fosa abierta. Cuando un hombre tocado con casquete terminó de hablar, los miembros de la comitiva fúnebre se pusieron en fila para arrojar una palada de tierra a la tumba.
R. J. se dirigió a la segunda hilera de su sección, procurando pasar desapercibida. Ahora miraba las lápidas individuales, no las secciones. Emanuel Rubin. Lester Rogovin.
Muchas lápidas tenían piedrecitas encima, como tarjetas que señalaban las visitas de los vivos.
Algunas estaban adornadas con flores o arbustos.
Una de ellas se hallaba casi oculta por un tejo demasiado crecido, y R. J. apartó las ramas para leer el nombre: Leah Schwartz.
No había piedras en memoria de Leah Schwartz.
Pasó por la parcela de la familia Gutkind, una familia numerosa, y a continuación vio una lápida doble con dos hermosos retratos resistentes a la intemperie, de un joven y una joven: Dmitri Levnikov, 1970-1992, y Basya Levnikov, 1973-1992. ¿Marido y mujer? ¿Hermano y hermana? ¿Habían muerto juntos? ¿En un accidente automovilístico, en un incendio? El retrato en la tumba debía de ser una costumbre rusa, pensó, y los señalaba como refugiados. Qué triste recorrer toda aquella distancia, cruzar la barrera del sonido de las culturas, para llegar a aquello.
Kirschner. Rosten. Eidelberg.
Markus.
Markus, Natalie J., 1952-1985. «Esposa adorada, madre querida». Era una lápida doble, una mitad grabada, la otra en blanco.
Y al lado: Markus, Sarah, 1977-1994. «Nuestra amada hija».
Una sencilla lápida cuadrada de granito, como la de Natalie, pero impoluta, inconfundiblemente nueva.
Sobre cada lápida, una pequeña piedra «tarjeta de visita». Fue la piedrecita que había sobre el monumento de Sarah la que dejó paralizada a R. J.: un fragmento de pizarra rojiza con la forma de un corazón irregular y la clara huella del cuerpo ovalado de un trilobites que había vivido muchos millones de años atrás.
No les dijo nada a Natalie ni a Sarah; no creía que pudieran oírla. Recordó haber leído en algún lugar, seguramente en una clase de la universidad, que uno de los filósofos cristianos —tal vez santo Tomás de Aquino— había expresado sus dudas respecto a que los muertos tuvieran conocimiento de los asuntos de los vivos. Pero aun así, ¿qué podía saber santo Tomás? ¿Qué sabía santo Tomás, David Markus o cualquier presuntuoso ser humano? A R. J. se le ocurrió que Sarah la había querido; quizás en cierto modo había magia en aquella piedra corazón, un magnetismo que la había atraído hasta allí y le había hecho darse cuenta de lo que tenía que hacer.
R. J. recogió dos guijarros del suelo y colocó uno sobre la lápida de Natalie y el otro sobre la de Sarah.
Cuando terminó el entierro que se estaba celebrando al lado, la comitiva empezó a dispersarse y muchos asistentes al acto, al pasar junto a R. J., apartaron la mirada de la perturbadora aunque habitual imagen de una mujer destrozada ante una tumba. No podían saber que estaba llorando tanto por los vivos como por los muertos.
A la mañana siguiente, sentada en la cocina de su casa y con los ojos secos de lágrimas, le dijo a David que era hora de poner fin a su relación. Que nunca funcionaría.
—Me dijiste que te habías marchado a buscar documentación para el libro, pero no era cierto. Fuiste a descubrir la lápida de tu hija. Y sin embargo, cuando te pedí que me llevaras allí, te negaste.
—Necesito tiempo, R. J.
—No creo que el tiempo arregle nada, David —objetó suavemente—. Incluso las personas que llevan mucho tiempo casadas, a menudo se divorcian tras la muerte de un hijo. Yo podría afrontar tu alcoholismo y el miedo a que algún día desaparezcas, pero en lo más íntimo me consideras culpable de la muerte de Sarah. Creo que siempre me echarás la culpa, y eso no puedo afrontarlo.
David estaba muy pálido. No negó nada. R. J. añadió:
—Estábamos muy bien juntos.
—Si no hubiera sucedido…
—Pero sucedió.
Él aceptaba que era cierto lo que le decía R. J., pero en cambio se resistía a aceptar su consecuencia inevitable.
—Creía que me querías.
—Te quería, te querré siempre y deseo que seas feliz. Pero he hecho un descubrimiento: me quiero más a mí misma.
Aquella tarde, R. J. salió tarde del consultorio. Cuando llegó a casa, David le anunció que había decidido irse a Colorado para unirse al grupo de Joe Fallon.
—Me llevaré el separador de miel y un par de las mejores colmenas, y dejaré las abejas en la montaña. He pensado que podría vaciar las demás colmenas y guardarlas en tu cobertizo.
—No. Será mejor que las vendas —replicó ella con firmeza.
David comprendió lo que le estaba diciendo, lo irrevocable de su decisión. Se miraron a los ojos y él asintió.
—No podré irme hasta dentro de unos diez días. Quiero terminar el libro y enviarlo a la editorial.
—Me parece razonable.
Agunah pasó junto a ellos y dirigió a R. J. una fría mirada.
—David, me gustaría que me hicieras un favor.
—Tú dirás.
—Esta vez, cuando te vayas, llévate la gata.
Las horas fueron pasando muy lentamente a partir de entonces, y los dos procuraban esquivarse.
Cuando sólo habían transcurrido dos días desde esa conversación —aunque a R. J. le parecía que había pasado más tiempo— recibió una llamada de su padre, quien le preguntó por David, y ella le contestó que habían decidido separarse.
—Ah. ¿Estás bien, R. J.?
—Sí, estoy bien.
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
—Te llamaba por lo siguiente: ¿qué te parecería venir a pasar el Día de Acción de Gracias conmigo?
De pronto R. J. sintió un enorme deseo de verlo, de hablar con él, de recibir su consuelo.
—¿Y si voy un poco antes? ¿Y si voy enseguida?
—¿Puedes arreglarlo?
—Bueno, lo voy a intentar.
Cuando le preguntó a Peter Gerome si podía volver a sustituirla durante un par de semanas, éste reaccionó con sorpresa, pero aceptó de buena gana.
—Me gusta mucho trabajar en las colinas —respondió.
R. J. telefoneó a continuación a la compañía aérea y luego llamó a su padre y le anunció que al día siguiente volaría hacia Florida.