La contestación a una pregunta
Cuando R. J. escribió a los directores de diversos hospitales para informarles sobre las oportunidades que ofrecía la práctica de la medicina en las colinas de Berkshire, puso de relieve la belleza de la campiña y las posibilidades de caza y pesca. No esperaba un diluvio de respuestas, pero tampoco que su carta no obtuviera ninguna contestación.
Así pues se sintió complacida cuando por fin recibió una llamada telefónica de cierto Peter Gerome, quien le explicó que había realizado una residencia en medicina en el Centro Médico de Nueva Inglaterra y otra especializada en medicina familiar en el Centro Médico de la Universidad de Massachusetts.
—En estos momentos estoy trabajando en un departamento de urgencias mientras busco un lugar para instalarme en el campo. ¿Podría ir a visitarla con mi esposa?
—Vengan en cuanto puedan —contestó R. J.
Concertaron una fecha para la visita y esa misma tarde le envió al doctor Gerome las indicaciones para llegar a su consultorio, transmitiéndoselas por medio de su última concesión a la tecnología, un fax que le permitiría recibir mensajes e historiales clínicos de los hospitales y de otros médicos.
La inminente visita la dejó pensativa.
—Sería mucho pedir que el único que nos ha contestado resultara satisfactorio —comentó con Gwen, aunque de todos modos deseaba que la visita fuese atractiva—. Por lo menos verá el paisaje en su mejor época; las hojas ya han empezado a cambiar de color.
Pero, tal como a veces ocurre en otoño, el día anterior a la llegada de Peter Gerome y su esposa empezó a caer una lluvia torrencial sobre Nueva Inglaterra.
El aguacero tamborileó sobre el tejado de la casa durante toda la noche, y a R. J. no le sorprendió descubrir a la mañana siguiente que los árboles habían perdido casi todo el vistoso follaje.
Los Gerome eran una pareja simpática. Peter Gerome era un joven corpulento que hacía pensar en un osito de peluche, con cara redondeada, bondadosos ojos marrones tras unos gruesos cristales y un cabello casi ceniciento que constantemente le caía sobre el ojo derecho. Su esposa Estelle, a la que presentó como Estie, era una atractiva morena ligeramente gruesa, enfermera anestesista titulada.
Tenía un carácter muy parecido al de su esposo, con una actitud amable y sosegada que a R. J. le gustó desde el primer momento.
Los Gerome llegaron un jueves.
R. J. los llevó a ver a Gwen y luego los condujo por toda la parte occidental del condado, con paradas en Greenfield y Northampton para visitar los hospitales.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó Gwen por teléfono al terminar la jornada.
—No sé qué decirte. No es que dieran saltos de entusiasmo.
—Me parece que realmente no son de los que dan saltos —observó Gwen—. Son de los que piensan.
En cualquier caso, lo que habían visto les gustó lo suficiente para volver de nuevo, esta vez en una visita de cuatro días. R. J. hubiera querido alojarlos en su casa, pero el cuarto de los invitados se había convertido en el estudio de David. Había partes del manuscrito dispersas por toda la habitación, y él trabajaba febrilmente para terminar el libro. Gwen todavía no estaba lo bastante instalada como para recibir huéspedes, pero los Gerome encontraron sitio en una pensión de la calle Mayor, a dos manzanas del consultorio de R. J., y ésta y Gwen se conformaron con invitarlos a cenar en casa todas las noches.
R. J. empezó a desear que se mudaran a la región. Los dos tenían una preparación y una experiencia ejemplares, y formulaban preguntas prácticas y atinadas cuando se hablaba del grupo médico informal, semejante a una SMS, que Gwen y ella querían establecer en las colinas.
Los Gerome dedicaron los cuatro días a moverse por el condado, deteniéndose a hablar con gente en ayuntamientos, comercios y estaciones de bomberos. La tarde del cuarto día era gélida y nublada, pero R. J. los llevó a pasear por el sendero del bosque, y Peter se fijó en el Catamount.
—Parece un buen río truchero —observó.
R. J. sonrió.
—Es muy bueno.
—¿Nos dará permiso para pescar cuando nos traslademos a vivir aquí?
R. J. se sintió muy complacida.
—Claro que sí.
—Entonces no hay más que hablar —dijo Estie Gerome.
El cambio —más que el mero cambio de estación— flotaba en el aire helado y plomizo. Toby aún no había llegado a los seis meses de embarazo, pero se disponía a dejar el consultorio de R. J. Pensaba dedicar un mes a preparar las cosas para el bebé y ayudar a Peter Gerome a encontrar y arreglar un local adecuado. Después pasaría a ser directora comercial de la Cooperativa Médica de las Colinas y repartiría su tiempo entre el consultorio de R. J. y los de Peter y Gwen, se encargaría de toda la facturación, compraría los libros de cuentas y llevaría las tres contabilidades distintas.
En cuanto a su función como recepcionista, Toby recomendó a su propia sustituta, y R. J. la contrató sin dudarlo porque sabía que Toby tenía muy buen instinto para juzgar a la gente. Mary Wilson había formado parte de la junta de planificación municipal a la que tuvo que acudir R. J. para solicitar el permiso de obras cuando instaló el consultorio. Seguramente Mary sería una recepcionista excelente, pero R. J. era consciente de que echaría de menos ver a Toby todos los días. Para celebrar el nuevo trabajo de Toby, R. J. y Gwen la invitaron a cenar en la hostería de Deerfield.
Se reunieron en el restaurante al terminar la jornada. Toby no podía beber alcohol, debido al embarazo, pero las tres se pusieron rápidamente de buen humor sin necesidad de vino, y brindaron con zumo de arándano por el nuevo bebé y por el nuevo trabajo. R. J. sentía un profundo afecto por sus dos amigas y se lo pasó muy bien.
Durante el viaje de regreso hacia la montaña de Woodfield empezó a llover. Cuando R. J. dejó a Toby en su casa estaba cayendo un fuerte aguacero, y siguió adelante con precaución, la mirada fija en la carretera más allá de los limpiaparabrisas.
Aunque iba concentrada en la conducción, al pasar ante la granja de Gregory Hinton se dio cuenta de que estaba encendida la luz del establo y vislumbró una figura sentada en su interior.
La carretera estaba resbaladiza y en lugar de frenar redujo la velocidad. Cuando llegó a la pista de tierra que conducía al prado de los Hinton dio media vuelta y volvió atrás. Gregory estaba recibiendo un tratamiento combinado de radiación y quimioterapia, y había perdido el cabello y sufría otros efectos secundarios. No haría ningún daño detenerse a saludarlo, pensó R. J.
Llevó el coche hasta la puerta misma del establo y echó a correr bajo la lluvia. Hinton se volvió al oír el ruido de la portezuela.
Estaba sentado en una silla plegable ante una de las casillas del establo, vestido con un mono y una chaqueta de trabajo, la reciente calvicie oculta bajo una gorra publicitaria de una marca de abonos.
—Menuda nochecita. Hola, Greg, ¿cómo se encuentra?
—R. J.…, Bueno, ya sabe. —Meneó la cabeza—. Náuseas, diarrea. Débil como un bebé.
—Es la peor parte del tratamiento. Se encontrará mucho mejor cuando haya terminado. El caso es que no hay otra alternativa; tenemos que impedir que crezca el tumor, y reducirlo si es posible.
—Maldita enfermedad. —Le señaló otra silla plegable con armazón de metal que había en el interior del establo—. ¿Se sienta un rato?
—Sí, me sentaré.
Fue en busca de la silla. Nunca había estado en aquel establo, que se extendía ante ella en la penumbra como un hangar para aviones, con las vacas a ambos lados en sus casillas individuales. Muy por encima, bajo la vasta techumbre, algo descendió en picado y volvió a remontarse con un aleteo, y Greg Hinton vio que dirigía la mirada hacia allí.
—Es sólo un murciélago. Siempre se quedan en lo más alto.
—Menudo establo —comentó ella.
Él asintió con la cabeza.
—En realidad son dos establos juntos. Esta parte es la original. La parte de atrás era otro establo, trasladado hasta aquí por medio de bueyes hace cosa de cien años. Siempre he pensado instalar esas modernas ordeñadoras mecánicas, pero nunca he llegado a hacerlo. Stacia y yo las ordeñamos a la antigua usanza, con las vacas uncidas a su pesebre para que no se nos echen encima.
Cerró los ojos, y R. J. se aproximó y posó una mano sobre la del hombre.
—¿Cree que algún día encontrarán un remedio para esta maldita enfermedad, R. J.?
—Creo que sí, Greg. Están investigando remedios genéticos para muchas enfermedades, entre ellas diversos tipos de cáncer. Dentro de pocos años las cosas serán muy distintas. Va a ser un mundo nuevo.
El granjero abrió los ojos y buscó la mirada de R. J.
—¿Cuántos años?
La gran vaca blanca y negra que había en la casilla más cercana mugió de pronto, un sonido fuerte y quejumbroso que la sobresaltó.
«¿Cuántos años?». Hizo acopio de fuerzas para contestar.
—Oh, Greg, no lo sé. Puede que cinco. Es sólo una suposición.
Gregory Hinton le dirigió una amarga sombra de sonrisa.
—Bien, los que sean. Yo ya no estaré aquí para ver ese mundo nuevo, ¿eh?
—No lo sé. Mucha gente que tiene esta misma enfermedad vive bastantes años. Lo importante es que crea usted, pero que lo crea de veras, que va a ser una de esas personas. Sé que es usted religioso, y no le haría ningún daño rezar mucho en estos momentos.
—¿Querrá hacerme un favor?
—¿De qué se trata?
—¿Rezará usted también por mí, R. J.?
«Te equivocas de número, amigo», pensó, pero le dirigió una sonrisa.
—Bien, eso tampoco puede hacer ningún daño, ¿verdad? —dijo, y le prometió que lo haría.
El animal que tenían delante lanzó de pronto un gran mugido, que fue respondido por una vaca en el otro extremo del establo, y luego por varias.
—Y a propósito, ¿qué está haciendo aquí, sentado a solas?
—Verá, esta vaca está a punto de parir un ternero, pero tiene problemas —le explicó, alzando la barbilla hacia la res—. Es una novilla, comprende, y no ha parido nunca.
R. J. asintió. Una primípara.
—Bien, el caso es que está a punto, pero el ternero no quiere salir. He llamado a los dos únicos veterinarios de por aquí que aún se ocupan de animales grandes. Hal Dominic está en cama con gripe, y Lincoln Foster se encuentra en el condado del sur ocupado en dos o tres trabajos pendientes. Me ha dicho que intentará llegar hacia las once.
La vaca mugió de nuevo y se levantó torpemente.
—Tranquila, tranquila, Zsa Zsa.
—¿Cuántas vacas tiene usted?
—Ahora mismo, setenta y siete. Cuarenta y una de ellas son lecheras.
—¿Y sabe cómo se llaman todas?
—Sólo las que están registradas. Hay que poner un nombre en los papeles de registro, ¿sabe? Las que no lo están, llevan un número pintado en la piel y no tienen nombre. Pero ésta es una holstein y se llama Zsa Zsa.
La vaca volvió a agacharse mientras hablaban y se tendió sobre el costado derecho, con las patas extendidas hacia fuera.
—¡Mierda, mierda y mierda! Usted perdone —dijo Hinton—. Sólo se echan así cuando ya van a parir. No aguantará hasta las once. Lleva cinco horas intentando dar a luz.
»He invertido dinero en ella —añadió amargamente—. Una vaca registrada como ésta podría dar unos cuarenta litros de leche por día. Y el ternero habría valido la pena; pagué cien dólares sólo por el semen de un toro especialmente bueno.
La vaca lanzó un gemido y se estremeció.
—¿No podemos hacer nada por ella?
—No. Estoy demasiado enfermo para ocuparme de esto, y Stacia ha quedado completamente agotada después de ordeñarlas todas. Ella tampoco es joven. Se ha pasado un par de horas intentando ayudarla a parir y no ha podido, y ha tenido que volver a casa para acostarse.
La vaca mugió de dolor, se levantó y volvió a tenderse sobre el vientre.
—Déjeme echar un vistazo —dijo R. J. Se quitó la chaqueta de cuero italiana y la colocó sobre una bala de paja—. ¿Me coceará?
—No es probable, tendida como está —respondió Hinton secamente.
R. J. se acercó a la vaca y se puso en cuclillas tras el animal, sobre el serrín. Era una extraña visión, un ano estercolado como un gran ojo redondo sobre la enorme vulva bovina, en la que podía verse un casco patético y un fláccido objeto rojo que colgaba a un lado.
—¿Qué es eso?
—La lengua del ternero. La cabeza está justo debajo, fuera de la vista. No sé por qué, pero los terneros con frecuencia nacen sacando la lengua.
—¿Qué le impide salir?
—En un parto normal, el ternero nacería con las dos patas por delante y luego la cabeza, como un nadador cuando se lanza al agua. Éste tiene la pata izquierda en la posición adecuada, pero la derecha está doblada en el vientre de la vaca. El veterinario empujaría la cabeza hacia el interior de la vagina, y metería la mano dentro para averiguar qué anda mal.
—¿Por qué no lo intento?
Hinton sacudió la cabeza.
—Hay que hacer bastante fuerza.
R. J. vio cómo se estremecía el animal.
—Bueno, por lo menos puedo intentarlo. Todavía no he perdido ninguna vaca —bromeó, aunque fue en vano: el granjero ni siquiera sonrió—. ¿Utiliza algún lubricante?
Él la contempló con expresión dubitativa y meneó la cabeza.
—No. Sólo tiene que lavarse todo el brazo y dejar mucho jabón —respondió, y la condujo al fregadero.
R. J. se arremangó los dos brazos hasta el hombro y se los lavó bajo el chorro de agua fría, utilizando la gruesa pastilla de jabón para la ropa que había en la pila.
Después volvió a situarse tras la grupa del animal.
—Quieta, Zsa Zsa —le dijo, y se sintió un poco ridícula por hablarle de aquel modo a un trasero. Cuando introdujo los dedos y luego la mano en la cálida humedad del espacio interno, la vaca extendió la cola, recta y rígida como un atizador.
La cabeza del ternero estaba justo bajo la superficie, en efecto, pero parecía inamovible. Se volvió hacia Greg y descubrió que, pese a su interés, su mirada encerraba un claro mensaje de «ya se lo había dicho», así que R. J. respiró hondo y apretó con todas sus fuerzas, como si tratara de sumergir la cabeza de un nadador bajo un agua casi sólida. Poco a poco, la cabeza empezó a retroceder. Cuando hubo sitio suficiente, hundió la mano hasta la muñeca en la vagina de la vaca, y luego hasta la mitad del antebrazo, y sus dedos hallaron otra cosa.
—Estoy tocando… creo que es la rodilla del ternero.
—Muy posiblemente. Mire a ver si puede llegar más adentro y tirar del casco hacia arriba —le indicó Hinton, y R. J. lo intentó.
Siguió introduciendo el brazo con esfuerzo, pero de súbito notó una especie de ondulación cósmica tan innegable como un pequeño terremoto, y luego una fuerza poderosa que lanzó un tsunami de músculo y tejido contra su mano y antebrazo y los obligó a ascender hasta expulsarlos como una semilla escupida con tanto vigor que toda ella cayó hacia atrás.
—¿Qué diablos…? —masculló, pero no necesitaba a Greg para saber que era un tipo de contracción vaginal que nunca había conocido hasta entonces.
Se tomó el tiempo necesario para enjabonarse de nuevo el brazo.
De vuelta junto a la vaca, estuvo observando durante unos minutos hasta comprender a qué se enfrentaba. Las contracciones se presentaban al ritmo de una por minuto y duraban unos cuarenta y cinco segundos, de manera que sólo le quedaba un margen de quince segundos para actuar. En cuanto advirtió que una contracción empezaba a aflojar, hundió otra vez el brazo en la tensa abertura que tenía delante; más allá de la rodilla, a lo largo de la pata delantera.
—Noto un hueso, el hueso pélvico —le anunció a Greg. Y luego añadió—: Ya tengo el casco, pero está atrapado bajo el hueso pélvico.
La cola rígida osciló, quizás a causa del dolor, y la golpeó en plena boca. R. J. escupió, aferró la cola con la mano izquierda y la sujetó. Entonces notó nuevas ondulaciones, y tuvo el tiempo justo para aferrar el casco y retenerlo mientras una prensa vaginal le oprimía el brazo desde las puntas de los dedos hasta el hombro. Al cabo de un instante desapareció el peligro de que el brazo fuese expulsado, porque la presión que lo envolvía era demasiado intensa. La fuerza de la contracción le aplastó la parte delantera de la muñeca contra el hueso pélvico del ternero. El dolor le hizo dar una boqueada, pero enseguida se le entumeció el brazo y perdió la sensibilidad, y R. J. cerró los ojos y apoyó la frente en Zsa Zsa.
Tenía el brazo cautivo hasta el hombro; se había convertido en una prisionera, unida indisolublemente a la vaca. R. J. se sintió desfallecer y tuvo una fantasía repentina, la terrible certidumbre de que Zsa Zsa iba a morir y de que tendrían que cortar el cadáver de la vaca para liberarle el brazo.
No oyó entrar a Stacia Hinton en el establo, pero captó el desafío irritable de la mujer: «¿Qué se cree esta chica que está haciendo?», y un murmullo casi inaudible cuando Greg Hinton le respondió.
R. J. olía a estiércol, el olor interno de la vaca y el hedor animal de su propio sudor y de su miedo. Pero al fin cesó la contracción.
R. J. había ayudado a nacer a suficientes bebés para saber qué debía hacer a continuación, y retiró la mano entumecida hasta la rodilla del ternero para empujarla hacia adentro. Luego pudo introducirla hasta más allá, hacia adentro y hacia abajo.
Cuando localizó el casco de nuevo, tuvo que combatir un arrebato de pánico que la inducía a apresurar las cosas, porque no quería tener el brazo en la vagina cuando llegara la siguiente contracción.
Pero aun así siguió trabajando despacio. Cogió el casco, lo hizo ascender por la vagina y finalmente lo sacó fuera, junto al otro, donde le correspondía estar.
—¡Bravo! —exclamó Greg Hinton lleno de alegría.
—¡Buena chica! —gritó Stacia.
A la siguiente contracción apareció la cabeza del ternero.
«Hola, amiguito», le dijo R. J. para sus adentros, muy complacida. Pero sólo pudieron sacar las patas delanteras y la cabeza del recién nacido. El ternero estaba atascado en la vaca como un corcho en una botella.
—Si tuviéramos un sacador… —dijo Stacia Hinton.
—¿Qué es eso?
—Es una especie de torno —le explicó Greg.
—Átele las dos patas juntas. —R. J. se dirigió al Explorer, desprendió el gancho del torno eléctrico y fue desenrollando cable hasta el interior del establo.
El ternero salió muy fácilmente; «un buen argumento en favor de la tecnología», pensó R. J.
—Es un macho —observó Greg.
R. J. se sentó en el suelo y miró cómo Stacia enjugaba las mucosidades, residuos de la bolsa amniótica, del morro del ternero.
Lo pusieron delante de la vaca, pero Zsa Zsa estaba exhausta y apenas se movió. Greg empezó a frotar el pecho del recién nacido con manojos de paja seca.
—Esto estimula el funcionamiento de los pulmones; por eso la vaca siempre les da una buena lamida con la lengua. Pero la mamá de este pequeñín está tan cansada que es incapaz de lamer un sello.
—¿Se pondrá bien? —Quiso saber R. J.
—Ya lo creo —respondió Stacia—. Dentro de un rato le pondré un buen cubo de agua caliente. Eso le ayudará a sacar la placenta.
R. J. se puso en pie y fue al fregadero. Se lavó las manos y la cara, pero enseguida comprendió que allí no podría limpiarse.
—Tiene un poco de… de estiércol en el cabello —señaló Greg con delicadeza.
—No lo toque —le recomendó Stacia—. Sólo conseguiría esparcirlo.
R. J. recogió el cable del torno y, sosteniendo la chaqueta de cuero con el brazo extendido, la depositó en el asiento de atrás del coche, lo más lejos posible de ella.
—Buenas noches.
Apenas oyó sus expresiones de gratitud. Puso el motor en marcha y regresó a su casa, procurando tocar la tapicería del coche lo menos posible.
Cuando llegó a la cocina se quitó la blusa. Las mangas se habían desenrollado y la pechera también estaba sucia; R. J. identificó a primera vista sangre, mucosidades, jabón, estiércol y diversos fluidos del nacimiento. Con un escalofrío de repugnancia, hizo una bola con la blusa y la tiró al cubo de la basura.
Permaneció un buen rato bajo la ducha caliente, dándose masaje en el brazo y haciendo un gran consumo de jabón y champú.
Al salir se lavó los dientes, y después se puso el pijama sin encender la luz.
—¿Qué ocurre? —preguntó David.
—Nada —le respondió, y él siguió durmiendo.
Ella también pensaba acostarse a dormir, pero en vez de eso volvió a bajar a la cocina y puso agua al fuego para hacerse un café. Tenía el brazo magullado y dolorido, pero dobló los dedos y la muñeca y comprobó que no había nada roto. A continuación cogió papel y pluma de su escritorio y se sentó ante la mesa para escribir.
Había decidido enviarle una carta a Samantha Potter.
Querida Sam:
Me pediste que te escribiera si se me ocurría alguna cosa que una médico pudiera hacer en el campo y que no pudiera hacer en un centro médico.
Esta noche se me ha ocurrido una cosa: puedes meter el brazo dentro de una vaca.
Atentamente, R. J.