Las tres juntas
Samantha bajó al vestíbulo del centro médico en cuanto la recepcionista llamó para anunciarle que habían llegado R. J. y Gwen. El éxito le había conferido una tranquila seguridad. Su negra cabellera, que llevaba corta y aplastada sobre la cabeza de hermosos contornos, tenía una gruesa mecha blanca encima de la oreja derecha; una vez Gwen y R. J. la acusaron de ayudar a la naturaleza con productos químicos para obtener un efecto espectacular, pero las dos sabían que no era así. Se trataba del modo en que Samantha aceptaba lo que la naturaleza le había dado, y sacaba el mejor partido posible de ello.
Las abrazó dos veces a cada una, por turno, con una energía exuberante.
El programa que les presentó empezaba con un almuerzo en el mismo hospital, seguido de una visita comentada al centro médico, cena en un magnífico restaurante y conversación hasta altas horas en su apartamento. Gwen y R. J. se quedarían a pasar la noche con ella y emprenderían el regreso hacia las colinas del oeste a primera hora de la mañana.
Apenas se habían sentado a almorzar cuando R. J. clavó en Samantha su mirada de abogada.
—Muy bien, señora. Hemos viajado durante dos horas para escuchar la noticia, y ha llegado el momento de que la sepamos.
—La noticia —dijo Samantha con calma—. Bien, ésta es la noticia: me han ofrecido el puesto de jefe de patología en este hospital.
Sus dos amigas dieron muestras de alegría y la felicitaron.
—Lo sabía —dijo R. J.
—No lo ocuparé hasta dentro de un año y medio, cuando Carroll Hemingway, el actual jefe, se marche a la Universidad de California. Pero ya me han ofrecido el cargo, y lo he aceptado porque es lo que siempre había deseado. —Hizo una pausa y sonrió—. De todos modos… ésa no es la noticia.
Hizo girar el anillo de oro que llevaba en el dedo medio de la mano izquierda para dejar al descubierto la piedra. El diamante azul que había en el engaste no era grande, pero estaba magníficamente tallado, y R. J. y Gwen se levantaron de sus asientos para volver a abrazar a su amiga.
Estaban emocionadas. Por la vida de Samantha habían pasado varios hombres, pero siempre había permanecido soltera, y aunque se había labrado una vida envidiable sin ayuda de nadie, les alegraba que hubiera encontrado a alguien con quien compartirla.
—A ver si lo adivino —dijo Gwen—. Me jugaría cualquier cosa a que también es médico, profesor de universidad o algo por el estilo.
R. J. meneó la cabeza.
—Yo no voy a intentar adivinarlo. No tengo ni idea, Sam. Cuéntanos algo de él.
Samantha hizo un ademán negativo.
—Él mismo os lo contará. Vendrá a conoceros a la hora de los postres.
Dana Carter resultó ser un hombre alto de cabellos blancos, un corredor compulsivo de setenta kilómetros por semana, tan delgado que casi parecía desnutrido, con la piel de color café y ojos juveniles.
—Estoy muy nervioso —les confesó—. Sam me advirtió que la reunión con su familia en Arkansas iba a ser fácil, pero que la verdadera prueba sería satisfaceros a vosotras dos.
Era el director de recursos humanos de una compañía de seguros de vida, viudo, con una hija ya mayor que estudiaba en la Universidad de Brandeis, y era tan divertido como afectuoso.
Las conquistó inmediatamente; era evidente que estaba lo bastante enamorado como para satisfacer incluso a las amigas íntimas de Samantha.
Cuando las dejó era ya media tarde, y ellas se pasaron una hora más interesándose por los detalles de su historia —había nacido en Bahamas pero se había criado en Cleveland— y diciéndole a Samantha cuánta suerte tenía y lo «condenadamente afortunado» que era Dana.
Sam parecía muy feliz cuando las acompañó por el centro médico, enseñándoles primero su departamento y luego el centro de urgencias dotado de helipuerto, la biblioteca con las más recientes publicaciones y los laboratorios y aulas de la facultad de medicina.
R. J. se preguntó si le envidiaba a Samantha el éxito profesional.
Era fácil darse cuenta de que todo lo que su amiga prometía de estudiante había llegado a cumplirse; R. J. observó la deferencia con que se dirigían a ella en el centro médico, la manera en que la escuchaban cuando decía algo y cómo se apresuraban a poner en práctica sus indicaciones.
—Creo que deberíais venir a trabajar aquí las dos. Es el único gran centro médico del estado que cuenta con un departamento de medicina familiar —le explicó Sam a R. J.—. ¿Os imagináis trabajar las tres en el mismo edificio —añadió en tono anhelante—, y vernos todos los días? Estoy segura de que ninguna de las dos tendría problemas para encontrar un buen sitio aquí.
—Yo ya tengo un buen sitio —protestó R. J., con un asomo de brusquedad, quizá sintiéndose tratada con condescendencia, molesta porque todo el mundo parecía empeñado en que cambiara de vida.
—Oye —dijo Samantha—, ¿qué tienes en las colinas que no puedas tener aquí? Y no me vengas con esas historias del aire limpio y de formar parte de una comunidad. Respiramos muy bien aquí, y yo soy tan activa en mi comunidad como tú en la tuya. Sois dos profesionales de primera, y deberíais estar participando en la medicina del futuro. En este hospital trabajamos en la vanguardia de la medicina. ¿Qué podéis hacer como médicos en un pueblo de las montañas que no podáis hacer aquí?
Las otras dos le sonrieron, esperando a que se le acabara la cuerda. R. J. no se sentía con ganas de discutir.
—Me gusta practicar la medicina allí donde estoy —respondió con calma.
—Y yo noto que voy a sentir lo mismo —añadió Gwen.
—Os diré una cosa: tomaos el tiempo que necesitéis para responder a mi pregunta —dijo Samantha con altivez—. Si se os ocurre una sola respuesta, la que sea, me mandáis una carta. ¿De acuerdo, doctora Cole?
R. J. le sonrió.
—Tendré mucho gusto en complacerla, profesora Potter —respondió.
Lo primero que vio R. J. cuando entró en el camino de acceso a su casa, a la mañana siguiente, fue un coche patrulla de la policía estatal de Massachusetts aparcado junto al garaje.
—¿Es usted la doctora Cole?
—Sí. ¿Ocurre algo?
—Buenos días, señora. Soy el agente Burrows. No se alarme, pero anoche hubo algún problema. El jefe McCourtney nos pidió que estuviéramos atentos a su regreso y que lo avisáramos por radio cuando usted llegara.
Se inclinó hacia su automóvil e hizo precisamente lo que había dicho, llamar a Mack McCourtney para anunciarle que la doctora Cole había llegado a casa.
—¿Qué clase de problema?
Poco después de las seis de la tarde, Mack McCourtney había pasado ante la casa vacía y había visto una camioneta azul desconocida, una vieja Dodge, parada en el césped entre la casa y el cobertizo. Al ir a inspeccionar, le explicó el agente, encontró a tres hombres detrás de la casa.
—¿Habían entrado?
—No, señora. No tuvieron ocasión de hacer nada; por lo visto, el jefe McCourtney pasó en el momento justo. Pero en la camioneta había una docena de latas llenas de queroseno, y materiales con los que hubieran podido fabricar un detonador de efecto retardado.
—¡Dios mío!
R. J. tenía muchas preguntas, y el agente de la policía estatal pocas respuestas.
—McCourtney podrá contestarle mejor que yo. Llegará dentro de un par de minutos, y entonces me marcharé.
De hecho, Mack llegó antes de que R. J. hubiera sacado la bolsa del coche. Se sentaron en la cocina, y el jefe de policía le explicó que había detenido a los tres hombres y les había hecho pasar la noche en la minúscula celda, parecida a una mazmorra, que había en el sótano del ayuntamiento.
—¿Y siguen allí?
—No, ya no, doctora. No pude acusarlos de incendio premeditado: no habían sacado los materiales incendiarios de la camioneta, y ellos alegaron que iban a quemar maleza y que habían parado en su casa para preguntar cómo se llega a la carretera de Shelburne Falls.
—¿Podría ser cierto?
McCourtney suspiró.
—Me temo que no. ¿Por qué iban a dejar la camioneta sobre el césped, fuera del camino, si sólo querían pedir indicaciones? Y tenían un permiso para quemar hierba, una burda coartada porque era una autorización para quemarla en Dalton, en el condado de Berkshire, y estaban muy lejos de esa población.
»He comprobado además que sus nombres figuran en la lista del fiscal general de activistas contra el aborto.
—Oh.
El jefe de policía asintió.
—Ya lo ve. La camioneta llevaba placas de matrícula robadas, y el propietario tuvo que comparecer en el juzgado de Greenfield bajo esa acusación. Alguien se presentó inmediatamente con el dinero de la fianza.
Mack tenía sus nombres y direcciones, y le mostró a R. J. las fotografías Polaroid que les había tomado en su oficina.
—¿Reconoce a alguno? Quizás el obeso y barbudo era uno de los que la habían seguido desde Springfield. Quizá no.
—No estoy segura.
McCourtney, que de ordinario era un policía apacible y completamente respetuoso de los derechos civiles de los ciudadanos, se había excedido en sus atribuciones, confesó, «y eso podría costarme el puesto si lo comenta usted con alguien».
Cuando tenía a los detenidos en el calabozo, les advirtió con toda claridad que si ellos o alguno de sus amigos volvían a molestar a la doctora Roberta J. Cole, él personalmente les garantizaba unos huesos rotos y unas lisiaduras permanentes.
—Al menos los tuvimos toda la noche en el calabozo. Es una celda realmente asquerosa —concluyó con satisfacción. Luego, McCourtney se puso en pie, le dio unas palmaditas en el hombro, un tanto cohibido, y se marchó.
David regresó al día siguiente.
Se saludaron de un modo algo forzado, pero cuando ella le contó lo ocurrido, él se acercó y la rodeó entre sus brazos.
David quiso hablar con McCourtney, así que acudieron a su despacho en un cuartito del sótano.
—¿Cómo podemos protegernos? —le preguntó David.
—¿Tiene pistola?
—No.
—Podría comprarse una. Le ayudaré a conseguir la licencia. Estuvo usted en Vietnam, ¿verdad?
—Era capellán.
—Comprendo. —McCourtney suspiró—. Procuraré tener vigilada su casa, R. J.
—Gracias, Mack.
—Pero cuando salgo de patrulla he de cubrir un territorio muy grande —añadió.
Al día siguiente, un electricista instaló focos en todos los lados de la casa, con sensores térmicos que encendían las luces en cuanto una persona o un automóvil se acercaban a menos de diez metros. R. J. llamó a una empresa especializada en sistemas de seguridad, y un equipo de operarios se pasó todo un día instalando alarmas que se dispararían si algún intruso abría una puerta exterior, y detectores de calor y de movimiento que activarían la alarma si a pesar de todo alguien conseguía introducirse en la casa. El sistema estaba diseñado para avisar a la policía o a los bomberos en cuestión de segundos.
Poco más de una semana después de instalar todos los artilugios electrónicos, Barbara Eustis contrató a dos médicos con dedicación completa para la clínica de Springfield y pudo prescindir de R. J., que recobró sus jueves libres.
Al cabo de unos días, tanto David como ella prescindieron en gran medida del sistema de seguridad. R. J. sabía que los activistas ya no se interesarían por ella; al enterarse de la llegada de dos médicos nuevos, pasarían a concentrarse en ellos. Pero aunque volvía a ser libre, a veces no podía creérselo.
Tenía una pesadilla recurrente en la que David no había regresado, o tal vez se había marchado de nuevo, y los tres hombres venían a por ella. Cada vez que despertaba sobresaltada por este sueño, o porque la vieja casa crujía bajo el viento o gruñía como suelen hacer las casas artríticas, extendía la mano hacia el cuadro de mandos situado junto a la cama y pulsaba el botón que llenaba el foso electrónico y sacaba los dragones a patrullar. Y luego buscaba a tientas bajo las sábanas para ver si realmente había sido un sueño.
Para ver si David aún estaba allí.