Invitaciones
—¿Diga?
—¿R. J.? Soy Samantha.
—¡Sam! ¿Cómo estás?
—Estoy especialmente bien, y por esa razón te llamo. Quiero reunirme contigo y con Gwen para daros una sorpresita, una buena noticia.
—¡Sam! Vas a casarte.
—Vamos, R. J., no empieces ahora a hacer suposiciones descabelladas, porque si no mi sorpresa parecerá una simple minucia. Quiero que vengáis las dos a Worcester. Ya he hablado con Gwen, para darle la bienvenida a Massachusetts después de su ausencia, y me ha dicho que el próximo sábado tienes el día libre, y que si tú vienes ella también vendrá. Dime que vendrás.
R. J. consultó la agenda y vio que todavía le quedaba el sábado libre, aunque tenía docenas de cosas por hacer.
—De acuerdo.
—Espléndido. Las tres juntas de nuevo. Estoy impaciente por veros.
—Se trata de un ascenso, ¿no? ¿Profesora titular? ¿Una cátedra de patología?
—R. J., sigues siendo una pesada de mucho cuidado. Adiós. Te quiero.
—Yo también te quiero —respondió R. J., y colgó el aparato con una sonrisa en los labios.
Dos días después, cuando volvía del trabajo, vio a David caminando por la carretera. Le había salido al encuentro, bajando por la carretera de Laurel Hill y luego por la de Franklin, pues sabía que era el camino que ella tenía que seguir.
Estaba a más de tres kilómetros de la casa cuando lo divisó, y al ver que le enseñaba el pulgar como un autoestopista, sonrió de oreja a oreja y le abrió la portezuela.
David se sentó a su lado, radiante de alegría.
—No podía esperar a que llegaras para decírtelo. Me he pasado la tarde hablando por teléfono con Joe Fallon. La Divinidad Pacífica ha recibido una subvención de la Fundación Thomas Blankenship. Mucho dinero, el suficiente para establecer y mantener un centro en Colorado.
—David, eso es maravilloso para Joe. Blankenship, ¿el editor inglés?
—Neozelandés. Revistas y periódicos. Es maravilloso para todos los que queremos la paz. Joe nos ha pedido que vayamos allí con él, dentro de un par de meses.
—¿Qué quieres decir?
—Un pequeño grupo de personas vivirá y trabajará en el centro, y participará en las conferencias interreligiosas sobre la paz como núcleo permanente. Joe nos invita a los dos a formar parte de ese grupo.
—¿Por qué habría de invitarme a mí? Yo no soy teóloga.
—Joe considera que serías valiosa. Podrías proporcionar un punto de vista médico, análisis científicos y legales… Además, le interesa tener un médico que atienda a los miembros. Trabajarías en lo tuyo.
R. J. meneó la cabeza mientras tomaba el desvío de Laurel Hill.
No tuvo necesidad de expresarlo con palabras.
—Ya sé —dijo David—. Ya trabajas en lo tuyo, y es aquí donde quieres estar. —Extendió la mano y le tocó la cara—. Es una oferta interesante. Me sentiría tentado a aceptarla si no fuera por ti. Si es aquí donde tú quieres estar, aquí es donde yo quiero estar.
Pero por la mañana, cuando R. J. despertó, él se había marchado. Sobre la mesa de la cocina había una hoja de papel con unas palabras garabateadas:
Querida R. J.:
Tengo que irme. Hay algunas cosas que debo hacer. Calculo que dentro de un par de días estaré de vuelta.
Te quiero,
David
Por lo menos esta vez había dejado una nota, se dijo ella.