Kidron
—Entonces, ¿te pasaste todo el año con los judíos ortodoxos? —preguntó R. J.
—No. También huí de ellos.
—¿Qué ocurrió? —Quiso saber R. J. Cogió una tostada fría y le dio un mordisco.
—Dvora Moscowitz se mostraba callada y respetuosa en presencia de su marido y los demás estudiosos pero, como si se diera cuenta de que yo era distinto, cuando estaba a solas conmigo se volvía locuaz.
»Trabajaba mucho para tener el apartamento y el estudio impecables antes de la festividad de Yom Kippur, y entre lavados, pulidos y fregados, me iba contando la historia y las leyendas de la familia Moscowitz.
»—Veintisiete años llevo vendiendo vestidos en la tienda Bon Ton. Espero con impaciencia que llegue el mes de julio.
»—¿Y qué ocurrirá en julio?
»—Cumpliré sesenta y dos años y me retiraré con una pensión de la seguridad social.
»Le encantaban los fines de semana porque no trabajaba los viernes ni los sábados, sus sabbath, y la tienda permanecía cerrada los domingos, el sabbath del propietario. Le había dado cuatro hijos al rabino antes de perder la capacidad de concebir, voluntad del Señor. Tenían tres hijos, dos de ellos en Israel. Label ben Shlomo era un erudito en una casa de estudio en Mea-Sherim, y Pincus ben Shlomo era rabino de una congregación en Petakh Tikva. El menor, Irving Moscowitz, vendía seguros de vida en Bloomington, Indiana.
»—Es mi oveja negra.
»—¿Y el cuarto hijo?
»—Era una hija, Leah, y murió cuando tenía dos años. Difteria. —Hubo un silencio—. ¿Y usted? ¿Tiene hijos?
»Me encontré explicándoselo todo, obligado no sólo a pensar en ello sino a expresarlo con palabras.
»—Oh. Así que es por su hija por quien dice Kaddish. —Me cogió de la mano.
»Se nos humedecieron los ojos a los dos. Yo sentía un impulso desesperado de escapar. Finalmente, la mujer preparó té y me llenó de pan mandel y dulce de zanahoria.
»A la mañana siguiente me levanté muy temprano, mientras ellos aún dormían. Hice la cama, dejé dinero y una breve nota de agradecimiento y bajé furtivamente la maleta al coche mientras la oscuridad aún ocultaba los campos segados.
»Me pasé todos los Días de Arrepentimiento completamente borracho, en una pensión de mala muerte en el pueblo de Windham, en una destartalada cabaña para turistas en Revenna. En Cuyahoga Falls, el director del motel entró en mi habitación cerrada con llave cuando ya llevaba tres días bebiendo y me dijo que me largara. Recobré la sobriedad necesaria para conducir esa misma noche hasta Akron, donde encontré el ruinoso Hotel Majestic, víctima de la era de los moteles. La habitación de la esquina de la tercera planta necesitaba una mano de pintura y estaba llena de polvo. Por una ventana veía el humo de una fábrica de caucho, y por la otra vislumbraba el pardo fluir del río Muskingum. Permanecí allí encerrado durante ocho días. Un botones llamado Roman me traía bebida cuando me quedaba seco. El hotel no servía comidas en las habitaciones. Roman iba a algún sitio —debía de estar lejos, porque siempre tardaba mucho en volver— y me traía café espantoso y hamburguesas grasientas. Yo le daba propinas generosas, para que no me robara cuando estaba borracho.
»Nunca llegué a saber si Roman era nombre de pila o apellido.
»Una noche desperté y sentí la presencia de alguien en la habitación.
»—¿Roman?
»Encendí la luz, pero no había nadie.
»Miré incluso en la ducha y en el armario. Al apagar la luz, volví a notar la presencia.
»—¿Sarah? —dije al fin—. ¿Natalie? ¿Eres tú, Nat?
»No me respondió nadie. “Lo mismo podría estar llamando a Napoleón o a Moisés”, pensé amargamente. Pero no podía desprenderme de la certidumbre de que no estaba solo.
»No era una presencia amenazadora. Dejé la habitación a oscuras y me quedé acostado en la cama, recordando la discusión que había escuchado en la casa de estudio. Reb Yehuda Nahman había citado a sabios que habían dejado escrito que los seres queridos difuntos nunca están lejos de nosotros, y que se interesan por los asuntos de los vivos.
»Eché mano a la botella pero me paralizó el pensamiento de que mi mujer y mi hija me pudieran estar observando, viéndome débil y autodestructivo en aquella sucia habitación que hedía a vómito. Ya tenía suficiente alcohol en el cuerpo como para inducir un sueño de borracho, y finalmente caí dormido.
»Al despertar tuve la sensación de que volvía a estar solo, pero seguí tendido en la cama y recordé.
»Ese mismo día encontré unos baños turcos y me estiré en un banco a sudar alcohol durante mucho rato. Luego llevé la ropa sucia a una lavandería. Mientras se secaba fui a un peluquero, que me cortó muy mal el pelo. Allí me despedí de la coleta: hora de madurar, de intentar cambiar.
»A la mañana siguiente me metí en el coche y salí de Akron. No me sorprendió ver que el coche me llevaba de vuelta a Kidron, a tiempo para el minyan; allí me sentía seguro.
»Los estudiosos me acogieron calurosamente. El rabino sonrió y asintió con la cabeza, como si yo sólo hubiera salido a hacer una gestión. Me dijo que la habitación estaba libre, y después de desayunar volví a subir mis cosas. Esta vez vacié la maleta, colgué algunas prendas en el armario y guardé lo restante en los cajones de la cómoda.
»El otoño dio paso al invierno, que en Ohio era muy parecido al invierno de Woodfield, con la única diferencia de que las escenas de nieve eran más abiertas, un campo tras otro. Me vestía como solía hacerlo en Woodfield: ropa interior larga, tejanos, calcetines y camisa de lana. Cuando salía al exterior me ponía un jersey grueso, una gorra de punto, una vieja bufanda roja que me había dado Dvora y un chaquetón de marino que había comprado de segunda mano en una tienda de Pittsfield durante mi primer año en las colinas de Berkshire. Caminaba mucho, y el frío me curtió la piel.
»Por las mañanas participaba en el minyan, más por obligación social que porque la oración me llegara plenamente al alma. Todavía me interesaba escuchar las eruditas discusiones que seguían a cada servicio, y descubrí que cada vez entendía mejor lo que oía. Por las tardes, los niños cheder acudían ruidosamente a las aulas contiguas a la sala de estudio, y algunos de los eruditos les daban clase. Me sentí tentado a ofrecerme voluntario para ayudar en las aulas, pero tenía entendido que los maestros recibían un pago, y no quería quitarle el salario a nadie. Leía mucho en los viejos libros hebreos, y de vez en cuando le hacía una pregunta al rabino y hablábamos un rato.
»Todos aquellos eruditos sabían que era Dios quien hacía posible que estudiaran, y se tomaban el trabajo muy en serio. Cuando los observaba, no era exactamente como Margaret Mead estudiando a los samoanos —después de todo, mis abuelos habían pertenecido a aquella cultura—, sino sólo un visitante, un extraño. Escuchaba con gran atención y, como los demás, con frecuencia me sumergía en los tratados extendidos sobre la mesa con la intención de reforzar un argumento. De vez en cuando olvidaba mi reticencia y farfullaba una pregunta de mi cosecha. Eso me ocurrió durante una discusión sobre el mundo venidero.
»—¿Cómo sabemos que hay vida después de la muerte? ¿Cómo sabemos que existe una conexión con nuestros seres queridos que han muerto?
»Todos los rostros se volvieron hacia mí y me observaron con preocupación.
»—Porque está escrito —musitó Reb Gershom Miller.
»—Muchas cosas que están escritas no son ciertas.
»Reb Gershom Miller se puso furioso, pero el rabino me miró sonriente.
»—Vamos, Dovidel —respondió—. ¿Le pediría al Todopoderoso, bendito sea su nombre, que firmara un contrato? —Y de mala gana me sumé a la carcajada general.
»Una noche, durante la cena, hablamos de los Santos Secretos, los Lamed Vav.
»—Según nuestra tradición, en cada generación hay treinta y seis hombres justos, personas normales y corrientes que se dedican a su trabajo cotidiano y de cuya bondad depende la existencia misma del mundo —dijo el rabino.
»—Treinta y seis hombres. ¿No podría ser Lamed Vovnikit una mujer? —pregunté.
»La mano del rabino se deslizó hacia su barba y empezó a rascársela como hacía siempre que reflexionaba. La puerta de la despensa estaba abierta, y advertí que Dvora había interrumpido lo que estaba haciendo. Aunque me daba la espalda, vi que escuchaba atentamente, inmóvil como una estatua.
»—Creo que sí.
»Dvora reanudó su trabajo con mucha energía. Cuando trajo la ensalada de salmón, se la notaba complacida.
»—¿Podría ser Lamed Vovnikit una mujer cristiana?
»Lo pregunté sencillamente, pero advertí que me notaban en la voz todo el peso de la pregunta y se daban cuenta de que estaba motivada por algo intensamente personal. Vi que los ojos de Dvora me observaban con atención mientras dejaba la bandeja en la mesa.
»Los ojos azules del rabino eran inescrutables.
»—¿Cuál cree usted que es la respuesta? —preguntó a su vez.
»—Que sí, por descontado.
»El rabino asintió sin dar muestras de sorpresa y me dirigió una sonrisita.
»—Quizá sea usted un Lamed Vovnik —concluyó.
»Empecé a despertarme en plena noche con un perfume en la nariz.
»Recordaba haberlo respirado cuando tenía el rostro hundido en tu cuello.
R. J. miró a David y enseguida apartó la vista. Él esperó unos instantes antes de reanudar el relato.
—Soñaba contigo, sueños sexuales, y el semen saltaba de mi cuerpo. Más a menudo te veía reír. A veces los sueños no tenían sentido. Soñé que estabas sentada a la mesa de la cocina con los Moscowitz y algunos amish. Soñé que conducías un tronco de ocho caballos. Soñé que ibas vestida con el largo e informe atuendo amish, el Halsduch sobre el pecho, el delantal a la cintura, una modesta Kapp blanca sobre tus cabellos oscuros…
»En la yeshiva me ofrecían buena voluntad, hasta cierto punto, pero escaso respeto. La erudición de los hombres de la casa de estudio era más profunda que la mía, y su fe distinta.
»Y todos sabían que yo era un borracho.
»Un domingo por la tarde, el rabino ofició en la boda de la hija de Reb Yossel Stein. Basha Stein se casaba con Reb Yehuda Nahman, el más joven de los eruditos, un muchacho de diecisiete años que toda su vida había sido un ilui, un prodigio. La ceremonia se celebró en el granero y asistió toda la comunidad de la yeshiva. Cuando la pareja se colocó bajo el dosel, cantaron todos con fuerza: “El que es fuerte sobre todo lo demás, el que es bendito sobre todo lo demás, el que es grande sobre todo lo demás, bendiga al novio y a la novia”.
»Después, cuando se sirvió el schnapps, nadie se volvió hacia mí para ofrecerme un vaso, como nadie me ofrecía nunca un vaso de vino en el Oneg Shabbat que señalaba el final de cada servicio de sabbath. Me trataban con amable condescendencia, haciendo sus mitzvoth, sus buenas obras, como boy scouts barbudos que son bondadosos con los inválidos para ganar insignias de mérito para la recompensa suprema.
»Sentí el comienzo de la primavera como un nuevo dolor. Estaba seguro de que mi vida iba a cambiar, pero no sabía cómo. Renuncié a afeitarme, dispuesto a dejarme la barba como todos los hombres que veía a mi alrededor. Sopesé muy brevemente la idea de hacerme una vida en la yeshiva, pero comprendí que era casi tan distinto de aquellos judíos como de los amish.
»Observaba a los agricultores que empezaban a afanarse en los campos. El olor intenso y dulzón del estiércol lo impregnaba todo.
»Un día fui a la granja de Simon Yoder para hablar con él. Yoder era el granjero que arrendaba y cultivaba las tierras de la yeshiva; justamente fue su yegua fugitiva la que yo de tuve el día que llegué a Kidron.
»—Me gustaría trabajar para usted —le anuncié.
»—¿Haciendo qué?
»—Lo que usted necesite.
»—¿Sabe conducir?
»—¿Animales de tiro? No.
»Yoder me dirigió una mirada dubitativa, como estudiando al extraño inglés.
»—Aquí no pagamos el salario mínimo, ¿sabe? Pagamos mucho menos.
»Me encogí de hombros.
»De modo que Yoder me puso a prueba, me hizo trabajar en el montón de estiércol, y pasé todo el día paleando mierda de caballo. Estaba en la gloria. Al anochecer, cuando regresé al apartamento de los Moscowitz, los músculos protestaban y la ropa hedía. Dvora y el rabino seguramente pensaron que había vuelto a beber o que había perdido el juicio.
»Fue una primavera más cálida de lo habitual, ligeramente seca aunque con suficiente humedad para obtener unas cosechas aceptables. Después de esparcir el estiércol, Simon aró y roturó la tierra con cinco caballos, y su hermano Hans la aró tras una hilera de ocho grandes bestias.
»—Un caballo produce abono y más caballos —me dijo Simon—. Un tractor sólo produce facturas.
»Me enseñó a conducir los animales.
»—Ya se maneja usted bien con un solo caballo, y en realidad ésa es la parte más importante. Hágalos retroceder uno a uno hacia los arreos, y quíteles el arnés uno a uno. Están acostumbrados a trabajar en equipo.
»Pronto me vi trabajando tras dos caballos, arando los rincones de todos los campos. Yo solo sembré el maizal que rodeaba la yeshiva. Mientras andaba detrás de los caballos, sujetando las riendas, era consciente de que todas las ventanas estaban llenas de eruditos barbudos que observaban cada uno de mis gestos como si yo fuera un marciano.
»Poco después de la siembra llegó el momento de segar el primer heno. Cada día trabajaba en los campos, respirando un aroma especial, una mezcla de sudor de caballo, mi propio sudor y una embriagadora bofetada olfativa, el olor de grandes extensiones de hierba cortada. El sol me bronceó la piel, y poco a poco se me endureció y fortaleció el cuerpo. Me dejé crecer el pelo y la barba. Empezaba a sentirme como Sansón.
»—Rabino —le pregunté una noche durante la cena, ¿cree usted que Dios es realmente todopoderoso?
»Los largos y blancos dedos rascaron la larga y blanca barba.
»—En todas las cosas excepto en una —respondió el rabino por fin—. Dios está en cada uno de nosotros. Pero debemos darle permiso para que salga.
»Durante todo el verano hallé un auténtico placer en el trabajo. Mientras trabajaba pensaba en ti, y me permitía eso porque creía estar convirtiéndome en mi propio dueño. Empezaba a atreverme a concebir esperanzas, pero era realista y sabía que me emborrachaba porque carecía de cierta clase de valor. Me había pasado la vida huyendo. Había huido de los horrores que vi en Vietnam para refugiarme en el alcohol. Había huido del rabinismo para refugiarme en la venta de fincas. Había huido de la pérdida personal para caer en la degradación. No me hacía muchas ilusiones sobre mí mismo.
»Dentro de mí notaba una presión cada vez mayor. Yo trataba de desviarla, a veces casi frenéticamente, pero a medida que iba avanzando el estío me di cuenta de que no podía negarla. El día más caluroso de agosto ayudé a Simon Yoder a almacenar en el cobertizo los últimos restos de la segunda siega de heno y, al terminar, fui a Akron en mi automóvil.
»La tienda estaba justo donde la recordaba. Compré un litro de whisky Seagram’s Seven Crown. En una pastelería kosher encontré kichlach, y compré media docena de botes de arenque en vinagre en el mercado judío. Uno de los botes debía de tener la tapa floja, porque al poco rato se me llenó el coche con el penetrante olor del pescado.
»Fui a una joyería e hice otra compra, una perla en una delicada cadena de oro. Aquella noche le di el colgante a Dvora Moscowitz, junto con un cheque por el alquiler. Ella me besó en las mejillas.
»A la mañana siguiente, después del servicio, ofrecí la comida y el whisky para el minyan. Les estreché la mano a todos. El rabino me acompañó hasta el coche y me dio una bolsa que Dvora me había preparado: bocadillos de atún y cuadrados de streusel. Yo esperaba algo más portentoso del rabino Moscowitz, y el anciano no me decepcionó.
»—Que el Señor te bendiga y te sostenga. Que haga resplandecer su semblante sobre ti y te dé la paz.
»Le di las gracias y puse el motor en marcha.
»—Shalom, rabino.
»Era consciente de que, por una vez, me iba de un sitio de la manera correcta. Esta vez fui yo quien le dijo al coche adónde tenía que ir, y vine directamente a Massachusetts.
Cuando al fin dio por concluido su relato, R. J. lo miró largamente.
—Entonces, ¿puedo quedarme? —preguntó David.
—Creo que sí, al menos por un tiempo.
—¿Por un tiempo?
—En estos momentos no estoy segura de ti. Pero quédate unos días. Si al final decidimos no vivir juntos, por lo menos…
—Por lo menos podremos terminar de un modo decente, llegar a una conclusión.
—Algo por el estilo.
—Yo no necesito pensarlo. Pero tómate el tiempo que necesites, R. J. Espero que…
Ella tocó el suave rostro, conocido pero extraño.
—Yo también lo espero. Te necesito, David. O a alguien como tú —añadió, para su propio asombro.