Un concierto temprano
Para R. J. fue un verano lleno de alegrías y tristezas. Llevó a cabo su trabajo entre una gente a la que había llegado a admirar por sus muchas cualidades y por la humanidad de sus flaquezas. Elena Allen, la madre de Janet Cantwell, padecía diabetes mellitus desde hacía dieciocho años, y finalmente los trastornos circulatorios se manifestaron en una gangrena que obligó a amputarle la pierna derecha. Con gran inquietud, R. J. le trataba también lesiones ateroscleróticas en la pierna izquierda. Elena tenía ochenta años, y la mente vivaracha como un gorrión. Con ayuda de muletas para desplazarse, le enseñó a R. J. sus lirios premiados y sus enormes tomates, que ya empezaban a madurar.
Elena intentó endosarle a la doctora algunos calabacines sobrantes.
—Yo también tengo —protestó R. J., risueña—. ¿Quiere que le traiga unos cuantos?
—¡No, por el amor de Dios!
Todos los hortelanos de Woodfield cultivaban calabacines.
Gregory Hinton decía que si no aparcaba el coche en la calle Mayor debía cerrarlo con llave para no encontrar el asiento de atrás lleno de calabacines al volver.
Greg Hinton, al principio crítico con ella, se había convertido en leal defensor y amigo de R. J., y para ella fue un duro golpe que le diagnosticaran un cáncer de pulmón. Cuando Greg acudió a la doctora, tosiendo y resollando, la enfermedad estaba ya muy avanzada.
Tenía setenta años, y desde los quince se fumaba dos paquetes de cigarrillos al día. Además, él creía que la enfermedad tenía también otras causas.
—Todo el mundo habla de lo sana que es la vida del agricultor, siempre trabajando al aire libre y todo eso. Pero no piensan que el pobre hombre inhala polvo de paja en cobertizos cerrados y respira constantemente abonos químicos y herbicidas. En muchos aspectos, es un trabajo muy poco sano.
R. J. lo remitió a un oncólogo de Greenfield, donde una resonancia magnética reveló que tenía una pequeña sombra anular en el cerebro. R. J. lo consolaba tras los tratamientos de radiación, le administraba quimioterapia y sufría con él.
Pero también había momentos, y hasta semanas, positivos. No se produjo ninguna defunción durante todo el verano, y el entorno que rodeaba a R. J. era fecundo. A Toby empezaba a hinchársele la barriga como una bolsa de palomitas en un microondas. Padecía unos intensos mareos matutinos que se prolongaban hasta la tarde y el anochecer. Había descubierto que el agua mineral muy fría con rodajas de limón le aliviaba las náuseas, de manera que entre vómito y vómito permanecía tras su mesa en el consultorio de R. J. con un vaso alto cuyos cubitos tintineaban suavemente cada vez que ella bebía a pequeños y elegantes sorbos.
R. J. le había programado una amniocentesis para la decimoséptima semana de gestación.
Otros nacimientos ya habían agitado la plácida superficie del pueblo. Un caluroso día de tremenda humedad, R. J. ayudó a Jessica Garland a dar a luz trillizos, dos niñas y un niño. Ya se sabía desde hacía tiempo que iban a ser tres bebés, pero cuando nacieron sin complicaciones todo el pueblo lo celebró.
Fue el primer parto de trillizos que veía R. J., y seguramente el último, porque había tomado la decisión de enviar todos los casos de maternidad a Gwen cuando los Gabler se instalaran en la región. Los recién nacidos recibieron los nombres de Clara, Julia y John. R. J. supuso que ya no era costumbre imponer a los niños el nombre del médico, como se había hecho en otro tiempo.
Una mañana Gregory Hinton llegó al consultorio para su tratamiento de quimioterapia y la miró de un modo extraño.
—¿Es verdad que practica usted abortos en Springfield, doctora Cole?
El tratamiento formal la puso en guardia; hacía ya tiempo que la llamaba R. J. Pero la pregunta no la cogió por sorpresa; había procurado no ocultar lo que estaba haciendo.
—Sí, es verdad, Greg. Voy a la clínica todos los jueves.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Somos católicos, ¿lo sabía?
—No, no lo sabía.
—Ah, pues sí. Yo nací aquí en una familia congregacionalista. Stacia se crio en una familia católica. De soltera se llamaba Stacia Kwiatkowski, y su padre tenía una granja avícola en Sunderland. Un sábado por la noche vino con un par de amigas a un baile en el ayuntamiento de Woodfield, y allí nos conocimos. Después de casarnos, nos pareció más sencillo asistir a una sola iglesia, y yo empecé a ir a la suya. No hay ninguna iglesia católica en el pueblo por supuesto, pero vamos al Sagrado Corazón de Jesús en South, Deerfield. Con el tiempo, me convertí.
»Tenemos una sobrina, Rita Hinton, la hija de mi hermano Arthur, que vive en Colrain. Ellos son congregacionalistas. Rita iba a la Universidad de Syracuse. Se quedó embarazada y el chico la plantó. Rita dejó los estudios y tuvo la criatura, una niña. Mi cuñada Helen cuida a la pequeña, y Rita trabaja en la limpieza para mantenerla. Estamos muy orgullosos de nuestra sobrina.
—Pueden estarlo, desde luego. Si es lo que ella ha elegido, deben apoyarla y alegrarse por ella.
—La cosa es —dijo con voz contenida— que no aceptamos el aborto.
—A mí tampoco me gusta mucho, Greg.
—Entonces, ¿por qué lo hace?
—Porque las mujeres que van a esa clínica necesitan desesperadamente ayuda. Si no pudieran optar por un aborto limpio y seguro, muchas morirían. A ninguna de esas mujeres le importa en absoluto lo que otra embarazada hizo o dejó de hacer, ni lo que usted piense, ni lo que piense yo, ni lo que piense este grupo o el otro. Lo único que le importa es lo que está ocurriendo en el interior de su cuerpo y de su alma, y es ella quien debe decidir personalmente lo que ha de hacer para sobrevivir. —Lo miró fijamente a los ojos—. ¿Puede comprenderlo?
Tras unos instantes, él asintió.
—Creo que sí —concedió a regañadientes.
—Me alegro —dijo ella.
Aun así, no quería seguir temiendo la llegada de los jueves.
Cuando aceptó ayudar en la clínica, le dijo a Barbara Eustis que su colaboración era provisional, y que sólo duraría hasta que Eustis pudiera contratar a otros médicos.
El último jueves de agosto, R. J. fue a Springfield con la intención de notificarle a Eustis que había terminado.
Al pasar con el coche ante la clínica vio que había una manifestación en marcha. Como de costumbre, aparcó a varias manzanas de distancia y volvió atrás a pie. Un efecto de la política de Clinton era que ahora los agentes de policía debían mantener a los manifestantes al otro lado de la calle, donde no pudieran impedir físicamente el paso a quienes quisieran entrar en la clínica. De todos modos, cuando un coche cruzó la cancela de la clínica, las pancartas se agitaron en el aire y empezaron los gritos por un altavoz:
—«¡No me mates, mamá! ¡No me mates, mamá!».
—¡Madre, no mates a tu hijo!
—Dé marcha atrás. Salve una vida.
Alguien debió de identificar a R. J. cuando se hallaba a media docena de pasos de la puerta.
—«Asesina…». «Asesina…». «Asesina…». «Asesina…».
Justo antes de entrar, vio que la ventana del despacho de administración estaba rota. La puerta interior del despacho se hallaba abierta, y Barbara Eustis, arrodillada en el suelo, recogía pedazos de vidrio.
—Hola —la saludó con serenidad.
—Buenos días. Quería hablar contigo un momento, pero evidentemente…
—No, pasa, pasa, R. J. Para ti siempre tengo tiempo.
—Llego un poco temprano. Deja que te ayude a recoger los vidrios. ¿Qué ha pasado?
—Di mejor quién, no qué. Un chico de unos trece años venía por la acera con una bolsa de papel. Al pasar ante la ventana, ha sacado eso de la bolsa y lo ha tirado.
«Eso» era una piedra del tamaño de una pelota de béisbol que reposaba sobre el escritorio de Barbara. R. J. advirtió que había ido a dar contra una esquina de la mesa y la había astillado.
—Menos mal que no te dio en la cabeza. ¿Te han herido los vidrios?
Eustis negó con un gesto.
—En ese preciso momento estaba en el aseo. He tenido suerte, una urgencia providencial.
—Y ese chico, ¿era hijo de algún manifestante?
—No lo sabemos. Echó a correr calle arriba y se metió por un callejón que desemboca en la avenida Forbes. La policía lo ha estado buscando, pero no lo han visto. Seguramente lo esperaba algún coche.
—Dios mío. Ahora usan a niños. ¿Qué va a pasar, Barbara? ¿Adónde irá a parar todo esto?
—Al mañana, doctora. El Tribunal Supremo ha refrendado la legalidad del aborto, y el Gobierno ha dado luz verde a las pruebas sobre la píldora del aborto.
—¿Crees que cambiará alguna cosa?
—Creo que cambiarán muchas cosas. —Eustis arrojó unos pedazos de vidrio a la papelera, lanzó una maldición y se chupó un dedo—. Supongo que la RU-486 pasará bien las pruebas en Estados Unidos, porque ya hace años que se usa en Francia, Suecia e Inglaterra.
»Cuando los médicos puedan administrar la píldora y hacer el seguimiento en la intimidad de sus consultorios, la guerra estará ganada, más o menos. Mucha gente seguirá oponiendo graves objeciones morales al aborto, naturalmente, y harán manifestaciones de vez en cuando. Pero cuando las mujeres puedan interrumpir el embarazo con una simple visita al médico de la familia, la batalla del aborto habrá terminado. No pueden manifestarse en todas partes.
—¿Y eso cuándo ocurrirá?
—Yo diría que dentro de un par de años. Mientras tanto, tendremos que aguantar como sea. Cada día hay menos médicos dispuestos a trabajar en las clínicas. En todo el estado de Misisipi sólo hay un hombre que haga abortos. En Dakota del Norte, sólo una mujer. Los médicos de tu edad no quieren hacer este trabajo. Muchas clínicas permanecen abiertas simplemente porque hay médicos mayores, ya retirados, que trabajan en ellas. —Sonrió—. Los médicos viejos tienen más cojones que los jóvenes. ¿Por qué será?
—Quizá porque tienen menos que perder que los jóvenes. Los jóvenes aún tienen familias que mantener y carreras de que preocuparse.
—Sí. Bien, demos gracias a Dios por los mayores. Tú eres una verdadera excepción, R. J. Daría cualquier cosa por encontrar otro médico como tú… Pero dime, ¿de qué querías hablarme?
R. J. arrojó unos trozos de vidrio a la papelera y meneó la cabeza.
—Se está haciendo tarde y tengo que ir a trabajar. No era importante, Barbara. Ya hablaremos en otro momento.
El viernes por la noche, cuando estaba salteando verduras para la cena y escuchando por la radio el Concierto para violín de Mozart, recibió una llamada telefónica de Toby.
—¿Estás viendo la televisión?
—No.
—Ay, Dios, enciéndela.
En Florida, un médico de sesenta y siete años llamado John Bayard Britton había sido asesinado ante la clínica de abortos en la que trabajaba. Un ministro protestante fundamentalista llamado Paul Hill había disparado el arma, una escopeta de caza. El asesinato se había producido en la ciudad de Pensacola, la misma en que Michael Griffin había matado al doctor David Gunn el año anterior. R. J. se sentó ante el televisor y escuchó inmóvil los distintos detalles. Cuando el olor a col quemada la arrancó de su trance, se precipitó a apagar el fuego y arrojó la masa humeante al fregadero, para volver de inmediato ante el televisor.
El asesino Hill se acercó al coche del médico cuando aparcaba ante la clínica y disparó la escopeta a bocajarro contra el asiento delantero del coche.
La puerta y la ventanilla estaban acribilladas, y el médico había muerto al instante. Dentro del coche iban también dos acompañantes voluntarios, un hombre de más de setenta años que iba junto al doctor Britton en el asiento delantero, que también resultó muerto, y la esposa del hombre, ahora hospitalizada, en el asiento de atrás.
El presentador dijo que al doctor Britton no le gustaba el aborto, pero que trabajaba en la clínica para que las mujeres pudieran tener una elección.
Mostraron imágenes del reverendo Paul Hill entrevistado en anteriores manifestaciones, en las que elogiaba a Michael Griffin por haber eliminado al doctor Gunn.
Algunos dirigentes religiosos antiabortistas repudiaron la violencia y el asesinato en las entrevistas que se les hicieron. El líder de una organización antiabortista de ámbito nacional aseguraba en unas declaraciones que su grupo lamentaba el asesinato, pero la emisora mostró a continuación al mismo hombre exhortando a sus seguidores a rezar para que cayera la desgracia sobre todos los médicos que practicaban abortos.
Un analista de actualidad recapituló los últimos retrocesos que había sufrido el movimiento antiabortista en Estados Unidos. «A la luz de estas nuevas leyes y actitudes, son de esperar nuevos actos de violencia por parte de los elementos y grupos más extremistas del movimiento», concluyó.
R. J. permaneció sentada en el sofá, abrazándose con mucha fuerza, como si no pudiera entrar en calor.
Ni siquiera el concurso al que dio paso las noticias consiguió hacerla reaccionar.
Durante todo el fin de semana se preparó para lo peor.
Permaneció dentro de la casa, con las puertas y ventanas cerradas, escasamente vestida a causa del calor, tratando de leer y de dormir.
El domingo por la mañana salió de casa temprano para hacer una visita domiciliaria urgente. Al regresar, volvió a cerrar la puerta con llave.
El lunes, cuando fue al trabajo, aparcó en una calle lateral y se dirigió a pie hacia el consultorio. Tres casas antes de llegar se metió por un acceso particular; los patios de atrás carecían de vallas, de modo que pudo entrar en el consultorio por la puerta trasera.
Durante todo el día le costó concentrarse en el trabajo. Por la noche fue incapaz de dormir, hecha un manojo de nervios porque habían cesado las llamadas amenazadoras.
Se asustaba por cualquier ruido, cada vez que la vieja casa crujía o el motor del frigorífico se ponía en marcha.
Finalmente, a las tres de la madrugada, se levantó de la cama y abrió todas las puertas y ventanas.
Salió descalza con una silla plegable y la colocó junto a las eras elevadas del huerto. Luego volvió a la casa, sacó la viola da gamba y se sentó bajo las estrellas, los dedos de los pies hundidos en la hierba, para arrancarle al instrumento una chacona de Marais que había estado practicando. La melodía sonaba maravillosamente en el negro aire de la madrugada.
R. J. se imaginaba un ciervo que dejaba de ramonear por unos instantes y erguía la cabeza, una ardilla deslizándose desde lo alto de un árbol con el descenso de las trémulas notas, el gran oso negro de sus temores amansado por aquel arco sin flecha.
Se equivocó varias veces, pero no importaba; era una serenata dedicada a las lechugas.
La música le infundió valor, y a partir de ese momento R. J. pudo actuar con serenidad. Al día siguiente fue en su coche al consultorio y lo aparcó en el sitio de costumbre. Atendió a los pacientes con normalidad. Cada mañana buscaba tiempo para pasear por el sendero antes de ir a trabajar, y al volver por la tarde escardaba el huerto. Replantó las judías y las escarolas que se habían malogrado.
El miércoles llamó Barbara Eustis para anunciarle que había dispuesto que unos voluntarios fueran a recogerla y la acompañaran a la clínica.
—No. Nada de voluntarios.
—¿Por qué no?
—No va a ocurrir nada, lo presiento. Además, los voluntarios no le sirvieron de mucho a ese médico de Florida.
—De acuerdo. Pero entra con el coche hasta el aparcamiento de la clínica; habrá una persona guardándote el sitio más próximo a la puerta. Además nunca se había visto por aquí tanto coche de la policía, así que estamos muy seguras.
—Muy bien —dijo ella.
El jueves volvió el pánico.
R. J. se sintió agradecida al ver que un coche patrulla la esperaba en los límites de Springfield y la seguía discretamente, un par de vehículos más atrás, por las calles de la ciudad.
No había manifestantes. Una de las secretarias de la clínica estaba guardándole el sitio de aparcamiento, como Barbara le había prometido.
El día resultó tranquilo y sin complicaciones, y cuando dieron por terminado el último caso, incluso Barbara se mostraba visiblemente relajada. La policía volvió a seguirla hasta el límite del municipio, y de pronto R. J. pasó a ser una más entre los numerosos conductores que se dirigían hacia el norte por la I-91.
Al llegar a casa tuvo una agradable sorpresa: George Palmer le había dejado en el porche una bolsita con patatas nuevas del tamaño de una pelota de golf, y una nota aconsejándole que se las comiera hervidas y aderezadas con mantequilla y un poco de eneldo fresco.
Las patatas pedían a gritos el acompañamiento de una trucha, así que R. J. desenterró unas cuantas lombrices y fue en busca de la caña de pescar.
Hacía el calor propio de la estación. Al internarse en el bosque, el frescor fue como una bienvenida. El sol que se filtraba por el dosel de árboles proyectaba un intrincado dibujo moteado.
Cuando el hombre surgió de entre las sombras más profundas, fue como si se cumplieran sus temores de ser atacada por el oso. R. J. tuvo tiempo de ver que era grande, con barbas y melenas como Jesucristo, y de pronto empezó a golpear frenéticamente con la caña de pescar el pecho del desconocido.
La caña se partió, pero ella siguió golpeándole porque había descubierto quién era.
Los poderosos brazos se cerraron en torno a ella, y la presión de su barbilla le hizo daño en la cabeza.
—Ten cuidado, se ha soltado el anzuelo. Se te puede clavar en la mano. —Hablaba con los labios hundidos entre sus cabellos—. Has terminado el sendero.