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La camioneta roja

En la tarde del segundo jueves de julio, mientras volvía de la clínica de Planificación Familiar, R. J. vio en el retrovisor del Explorer una vieja camioneta roja que también se apartaba del bordillo. Siguió viéndola entre el tráfico mientras cruzaba la ciudad de Springfield rumbo a la carretera 91.

Estacionó sobre la hierba en la cuneta de la carretera y paró el motor. Cuando vio pasar de largo la camioneta roja, respiró hondo y permaneció sentada en el coche un par de minutos hasta que se le regularizó el pulso, y a continuación metió el Explorer de nuevo en la carretera.

No había recorrido un kilómetro cuando vio la camioneta roja parada en el arcén. Cuando la hubo dejado atrás, la camioneta salió a la carretera 91 y siguió tras ella.

R. J. empezó a temblar. Cuando llegó al desvío de la 292 que la conduciría a la sinuosa carretera secundaria que ascendía hacia la montaña de Woodfield, en lugar de tomarlo siguió adelante por la interestatal 91.

Ya sabían dónde vivía, pero no quería conducirlos a carreteras solitarias y sin tráfico, de manera que se mantuvo en la 91 hasta llegar a Greenfield, y una vez allí tomó la 2 en dirección oeste, siguiendo el camino Mohawk hacia las montañas.

Conducía despacio, observando la camioneta, intentando memorizar detalles.

Detuvo el Explorer delante del cuartel de la policía estatal de Massachusetts, en Shelburne Falls, y la camioneta roja paró en la acera de enfrente. Los tres hombres que iban dentro permanecieron sentados, mirándola. Le entraron ganas de decirles que se fueran a la mierda, pero había gente que disparaba contra los médicos, así que salió del Explorer y corrió hacia el edificio. El interior estaba fresco y penumbroso, en marcado contraste con el brillante sol de principios de verano.

El hombre sentado tras la mesa era joven y moreno, de cabello negro y corto. Llevaba el uniforme almidonado y la camisa planchada con tres pliegues verticales, más pulcro que un marine.

—Dígame, señora. Soy el agente Buckman.

—Tres hombres me han venido siguiendo desde Springfield en una camioneta. Han aparcado delante.

El policía se puso en pie y se acercó a la puerta, seguido por R. J. El lugar que había ocupado la camioneta estaba vacío. Por la carretera se acercó otra camioneta a buena velocidad y redujo al ver el policía. Era amarilla. Una Ford.

R. J. negó con la cabeza.

—No, era una Chevy roja. Se ha ido.

El policía asintió.

—Vamos adentro.

Volvió a sentarse tras la mesa y rellenó un impreso, nombre y dirección de la denunciante, motivo de la denuncia.

—¿Está segura de que la seguían? Ya sabe que a veces un vehículo sigue el mismo camino que nosotros y creemos que nos están siguiendo. A mí me ha pasado.

—No. Eran tres hombres, y me seguían.

—En tal caso, lo más probable es que llevaran una o dos copas de más, ¿comprende, doctora? Ven una mujer guapa, la siguen un ratito. No está bien, pero tampoco cometen ningún delito.

—No se trata de eso.

Le habló de su trabajo en la clínica, de las amenazas. Al terminar, vio que el agente la contemplaba con una gran frialdad.

—Sí, supongo que hay gente que no le tiene a usted mucho aprecio. ¿Y qué quiere que haga?

—¿No puede avisar a los coches patrulla para que busquen esa camioneta?

—Tenemos un número limitado de coches y están en las carreteras principales. Hay carreteras rurales en todas direcciones, hacia Vermont, hacia Greenfield, por el sur hasta Connecticut y por el oeste hasta el estado de Nueva York. Muchísima gente de la región conduce camionetas, y la mayoría son Ford o Chevrolet rojas.

—Era una Chevrolet roja con la plataforma de carga descubierta. No era nueva. En la cabina había tres hombres. El conductor llevaba gafas sin montura. Tanto él como el más próximo a la puerta contraria eran algo delgados. En cambio el del centro parecía gordo y tenía una barba abundante.

—¿Edad? ¿Color del cabello, color de los ojos?

—No sabría decir. —Buscó en el bolsillo y sacó el bloc de recetas donde había garabateado unos apuntes—. La camioneta tenía matrícula de Vermont, número TZK4922.

—Ah. —El policía anotó el número—. Muy bien, lo comprobaremos y ya le diremos algo.

—¿No puede hacerlo ahora, antes de que me vaya?

—Puede llevar algún tiempo.

Esta vez fue R. J. la que se mostró antipática.

—Esperaré.

—Usted misma.

Se sentó en un banco al lado de la mesa. El policía se cuidó muy bien de no hacer nada por ella durante más de cinco minutos, pero finalmente descolgó el teléfono y marcó un número. R. J. le oyó dictar el número de matrícula de Vermont y darle las gracias a alguien antes de colgar.

—¿Qué han dicho?

—Hay que esperar. Ya llamarán.

Se enfrascó en sus papeles sin prestarle ninguna atención. Dos veces sonó el teléfono y el agente de guardia sostuvo breves conversaciones que no tenían nada que ver con ella. Dos veces se levantó inquieta y salió a mirar la carretera, cada vez con un tráfico más intenso pues la gente se trasladaba del trabajo a casa.

La segunda vez, cuando volvió a entrar, el policía estaba hablando por teléfono de la matrícula de la camioneta.

—Placas robadas —le anunció—. Se las quitaron a un Honda esta mañana en el centro comercial de Hadley.

—¿Y… eso es todo?

—Eso es todo. Emitiremos un aviso, pero a estas alturas ya llevan otra matrícula en la camioneta, de eso puede estar segura.

R. J. asintió.

—Gracias. —Ya había empezado a retirarse cuando se le ocurrió una cosa—. Saben dónde vivo. ¿Querría hacerme el favor de llamar al departamento de policía de Woodfield y pedirle al jefe McCourtney que me espere en casa?

El hombre suspiró.

—Sí, señora.

Mack McCourtney registró la casa con ella, habitación por habitación. Sótano y desván. Acto seguido recorrieron juntos la senda del bosque.

R. J. le habló de las llamadas amenazadoras.

—¿Verdad que la compañía telefónica ofrece un aparato que da el número del que procede cada llamada?

—Sí, identificación de llamadas. El servicio cuesta unos dólares al mes, y hay que comprar un aparato que vale aproximadamente lo mismo que un contestador automático. Pero lo único que va a conseguir es una lista de números de teléfono, y New England Telephone no le dirá a quiénes corresponden.

»Si les digo que es un asunto de la policía, montarán un dispositivo contra llamadas molestas. Este servicio es gratuito, pero le cobrarán tres dólares y veinticinco centavos por cada número que rastreen e identifiquen. —Mack suspiró—. El problema es, R. J., que esos indeseables que la llaman están organizados. Saben que existen esos aparatos, o sea que lo único que va a obtener es un montón de números que corresponden a teléfonos públicos, un teléfono distinto para cada llamada.

—Entonces, ¿usted no cree que valga la pena rastrearlas?

Mack meneó la cabeza.

En el sendero del bosque no vieron nada.

—Me jugaría la paga de un año a que hace mucho que se han marchado —comentó—. Pero el caso es que este bosque es muy espeso; hay montones de sitios donde esconder una camioneta fuera de la pista. Así que preferiría que esta noche cerrara bien puertas y ventanas. Yo termino a las nueve, y Bill Peters hace el turno de noche. Vendremos a patrullar por aquí y tendremos los ojos muy abiertos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

La noche fue larga y calurosa, y transcurrió muy lentamente.

En varias ocasiones los faros de un automóvil hicieron danzar luces y sombras en su dormitorio. El coche siempre reducía la velocidad al pasar ante la casa; R. J. supuso que debía de ser Bill Peters en el coche patrulla.

Hacia el amanecer, el calor era sofocante. Decidió que era absurdo tener cerradas las ventanas del piso alto, porque si alguien apoyaba una escalera contra la casa lo oiría sin duda.

Permaneció tendida en la cama, disfrutando de la brisa fresca que entraba por la ventana, y poco después de las cinco los coyotes empezaron a aullar detrás de la casa. Era una buena señal, pensó; si hubiera alguien en el bosque, probablemente los coyotes no aullarían.

Había leído en alguna parte que por lo general los aullidos eran una invitación sexual, una llamada al apareamiento, y sonrió mientras los escuchaba: «Aquí estoy, estoy a punto. Ven a tomarme».

R. J. llevaba mucho tiempo de abstinencia. Los humanos, después de todo, también eran animales, tan a punto para el sexo como los coyotes, y R. J. se estiró en la cama, abrió la boca y dejó brotar el sonido.

—¡Aauuu-uuu-uuu-uuu!

La manada y ella intercambiaron aullidos mientras la noche se volvía gris perla, y R. J. sonrió al darse cuenta de que podía estar muy asustada y muy cachonda al mismo tiempo.