Espíritus hermanos
La Clínica de Planificación Familiar de Springfield se hallaba en la calle State, en una elegante casa de piedra de estilo clásico, un poco deslucida pero en buen estado. R. J. le había dicho a Barbara Eustis que, al menos de momento, prefería ir y volver sola pues no creía que una escolta ofreciese verdadera protección. Pero mientras se dirigía a la clínica desde el coche aparcado a una manzana de distancia, sintió graves dudas sobre la prudencia de semejante decisión. Ya había una docena de manifestantes con pancartas, y en cuanto R. J. empezó a subir las escaleras, se pusieron a abuchearla y a blandir las pancartas ante ella.
Uno de los manifestantes llevaba una que decía: «Jesús lloró».
Era una mujer de unos treinta y tantos años, con una larga cabellera de color miel, nariz fina de aletas bien formadas, y tristes ojos marrones. No gritaba ni agitaba la pancarta; sólo estaba allí.
Su mirada se cruzó con la de R. J. que, aun sabiendo que nunca se habían visto, tuvo la sensación de que se conocían, así que la saludó con una leve inclinación de cabeza, y la mujer respondió con igual gesto. Finalmente terminó de subir las escaleras, se encontró dentro del edificio y el tumulto quedó atrás.
Le resultó fácil volver a practicar abortos de primer trimestre, pero la angustiosa tensión volvió a formar parte de su vida.
El horror estaba allí todos los jueves, pero la campaña de terror no cesaba en toda la semana. Identificaron su coche casi inmediatamente. Las llamadas telefónicas a su casa empezaron apenas dos semanas después de que iniciara su trabajo en la clínica y fueron sucediéndose con regularidad: insultos, acusaciones, amenazas.
«Vas a morir, asesina. Tendrás una muerte espantosa. Tu casa arderá, pero no verás las ruinas humeantes cuando llegues porque tú estarás entre las cenizas. Sabemos dónde vives, en la carretera de Laurel Hill, en Woodfield. Tus manzanos necesitan una buena poda, dentro de poco hará falta reparar el tejado, pero no vale la pena que hagas nada. Tu casa arderá. Tú estarás dentro».
No solicitó un número que no figurase en la guía; la gente del pueblo tenía que saber dónde encontrar a su médico.
Una mañana fue a la policía local, en el sótano del ayuntamiento, y tuvo una conversación con Mack McCourtney.
El jefe de policía de Woodfield escuchó con mucha atención el relato de las amenazas.
—Debe tomárselas en serio —le advirtió—. Muy en serio. Le diré una cosa: mi padre fue el primer católico que se instaló en este pueblo: Le estoy hablando de 1931. Una noche vino el Ku Klux Klan.
—Yo creía que eso sólo ocurría en el Sur.
—Oh, en absoluto. Vinieron de noche envueltos en sus sábanas yanquis y encendieron una gran cruz en nuestro prado. Los padres y los tíos de mucha gente del pueblo que usted y yo conocemos, gente a la que servimos cada día, encendieron una gran cruz de madera junto a la casa de mi padre porque era un asqueroso católico que había osado venir a vivir aquí.
»Es usted una gran persona, doctora. Lo sé porque la he visto en acción y porque la he observado atentamente cuando ni siquiera se daba cuenta de ello. Ahora la observaré aún más de cerca. A usted y su casa.
R. J. había tenido tres pacientes seropositivos: un niño que había contraído el virus del sida por una transfusión de sangre, y un hombre que se lo había contagiado a su esposa.
Harold, el hijo de George Palmer, acudió una mañana al consultorio en compañía de su amigo.
Eugene Dewalski se quedó en la sala de espera leyendo una revista mientras ella examinaba a Harold.
Luego, a petición del paciente, R. J. lo hizo pasar al despacho para que estuviera presente mientras exponía los resultados del examen.
R. J. estaba segura de que no les decía nada nuevo; hacía más de tres años que sabían que Harold Palmer era seropositivo.
Justo antes de mudarse a Woodfield le habían diagnosticado los primeros tumores de Coxsackie, primera manifestación de la enfermedad. Durante la primera entrevista en el despacho, los dos hombres respondieron a sus preguntas con voz seca e inexpresiva. Cuando terminaron de hablar de los síntomas, Harold Palmer le dijo jovialmente que para él era maravilloso estar de vuelta en Woodfield.
—Quien se cría en el campo, siempre será de campo.
—¿Y qué le parece el pueblo, señor Dewalski?
—Ah, me encanta. —Sonrió—. Me advirtieron que no me fuera a vivir entre un montón de yanquis fríos, pero hasta ahora todos los yanquis que he conocido son amistosos. De todas formas, parece que en esta zona hay más granjeros polacos que yanquis, y ya hemos recibido dos invitaciones para ir a probar kielbasa, golumpki y galuska caseros. Las aceptamos encantados, claro.
—Fuiste tú el que aceptaste las invitaciones encantado —le corrigió Harold, sonriente, y salieron enfrascados en una charla sobre la cocina polaca.
Harold volvió a la semana siguiente para que le pusiera una inyección, y a los pocos minutos se desplomó en brazos de R. J., llorando desconsoladamente. Ella le estrechó la cabeza contra su hombro, le acarició el cabello, lo abrazó, le habló durante mucho rato…, practicó el arte de la medicina. Establecieron la relación que iban a necesitar cuando Harold iniciase la larga espiral descendente.
No corrían buenos tiempos para muchos de sus pacientes. Los presentadores de la televisión afirmaban que el índice de la Bolsa estaba volviendo a subir, pero en los pueblos de las colinas la economía iba mal. A Toby no le gustó que una mujer que había pedido hora para que la doctora visitara a su hija pequeña se presentara con sus tres hijos, pero todo su enojo desapareció al comprender que no tenía seguro ni dinero para pagar tres visitas. Aquella noche, en las noticias de la televisión, R. J. oyó reiterar muy ufano a un senador de Estados Unidos que no había ninguna crisis de atención médica en el país.
Algunos jueves por la mañana se encontraba un numeroso grupo de manifestantes montando guardia ante la clínica; otras veces sólo había unos pocos. R. J. advirtió que acudían igualmente aunque hiciera un mal día, pero que su número menguaba tras varios días de lluvia consecutivos. Pero la que nunca faltaba era la mujer de la mirada triste. Acudía todos los jueves por la mañana, hiciera el tiempo que hiciese, y nunca gritaba, nunca agitaba la pancarta.
Cada jueves R. J. y la mujer intercambiaban una breve inclinación de cabeza, como reconociendo secretamente, casi de mala gana, su mutua humanidad. Una mañana de intensa lluvia racheada, R. J. llegó temprano a la clínica y se encontró a la mujer sola en la calle, protegida con un impermeable de plástico amarillo. Se saludaron como de costumbre y R. J. empezó a subir las escaleras, pero enseguida volvió a bajar.
—Oiga, permítame invitarle a un café en la cafetería de la esquina.
Se observaron en silencio. La mujer aceptó con una inclinación de cabeza. De camino a la cafetería, se detuvo un momento para guardar la pancarta en la parte de atrás de un Volvo familiar.
Dentro de la cafetería reinaba una temperatura agradable, y el ambiente estaba lleno de ruido de platos y de ásperas voces masculinas que hablaban de deportes. Las dos mujeres se quitaron los impermeables y se sentaron una frente a otra en un compartimento.
La mujer esbozó una sonrisa.
—¿Es una tregua de cinco minutos?
R. J. consultó su reloj.
—De diez. Luego tengo que entrar. A propósito, me llamo Roberta Cole.
—Abbie Oliver. —Tras una breve vacilación le tendió la mano, y R. J. se la estrechó.
—Es usted médico, ¿verdad?
—Sí. ¿Y usted?
—Profesora.
—¿De qué?
—Inglés de primero.
Pidieron dos cafés descafeinados.
Se produjeron unos momentos de tensión mientras ambas esperaban los primeros reproches, pero no los hubo. R. J. ardía en deseos de poner a aquella mujer ante los hechos; de hablarle de Brasil, por ejemplo, donde cada año se practican tantos abortos ilegales como abortos legales se llevaban a cabo en Estados Unidos. La diferencia es que en Estados Unidos cada año ingresan en hospitales diez mil mujeres por complicaciones del aborto, mientras que en Brasil el número de mujeres hospitalizadas por el mismo motivo se eleva a cuatrocientas mil.
Pero R. J. sabía que la mujer sentada ante ella sin duda anhelaba presentar sus propios argumentos, decirle quizá que cada pizca de tejido que R. J. eliminaba en el quirófano contenía un alma que clamaba por nacer.
—Es como una pausa en la Guerra Civil —comentó Abbie Oliver—, cuando los soldados salían de las trincheras para intercambiar comida y tabaco.
—Es verdad. Sólo que yo no fumo.
—Yo tampoco.
Hablaron de música. Resultó que las dos eran apasionadas de Mozart y admiraban a Ozawa, y las dos habían llorado la pérdida de John Williams como director de los Boston Pops. Abbie tocaba el oboe. R. J. le habló de la viola da gamba.
Cuando finalmente terminaron el café, R. J. sonrió y echó la silla hacia atrás. Abbie Oliver hizo un gesto de asentimiento, le dio las gracias y volvió a salir a la lluvia mientras R. J. pagaba la cuenta. La mujer ya había recogido la pancarta y se paseaba ante la fachada de la clínica cuando R. J. salió de la cafetería. Las dos evitaron mirarse a los ojos mientras R. J. subía los escalones de la entrada.