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Un bautizo

—Bueno, ¿y qué harás cuando estés aquí? —preguntó R. J.

Gwen se encogió de hombros.

—Sigo creyendo que la asistencia médica administrada es la única posibilidad de que Estados Unidos llegue a tener asistencia sanitaria para todos los ciudadanos. Intentaré colocarme en otra SMS, pero esta vez me aseguraré de que sea buena.

Por la mañana fueron juntas al pueblo. Recorrieron la calle Mayor de extremo a extremo, y Gwen observó pensativa que la gente saludaba a la doctora o le sonreía al pasar. En el consultorio fue de habitación en habitación, examinándolo todo y deteniéndose de vez en cuando para hacer alguna pregunta.

Mientras R. J. atendía a los pacientes, Gwen se acomodó en la sala de espera y leyó revistas de ginecología. A la hora del almuerzo pidieron unos bocadillos del almacén.

—¿Cuántos tocoginecólogos hay en estos pueblos de las colinas?

—Ninguno. Las mujeres tienen que ir a Greenfield, a Amherst o a Northampton. En Greenfield hay un par de comadronas que suben a las colinas. Todos estos pueblos están creciendo, Gwen, y hay bastantes mujeres para llenar la consulta de un ginecólogo. —Habría sido demasiado esperar que Gwen se instalara en las colinas, y no le sorprendió que se limitara a asentir y pasara a hablar de otra cosa.

Esa noche, Toby y Jan las invitaron a su casa. En el transcurso de la cena sonó el teléfono y alguien advirtió al guarda de pesca y caza que un cazador había herido un águila calva en Colrain.

En cuanto terminó de comer, Jan se disculpó y fue a ver qué ocurría exactamente. A ellas no les importó. Las tres mujeres pasaron a la sala y conversaron amigablemente.

R. J. había comprobado que a veces era peligroso conocer a la amiga íntima de una amiga íntima.

Podían ocurrir dos cosas: que los celos y la rivalidad agriaran el encuentro o que las dos personas recién presentadas vieran en la otra lo que su amiga común veía en cada una de ellas. Por fortuna, Toby y Gwen se cayeron bien.

Toby escuchó todo lo que Gwen quiso contarle de su familia, y luego le habló con franqueza de sus deseos de tener un hijo, y de lo cansados que estaban Jan y ella de tanto esfuerzo infructuoso.

—Esta mujer es la mejor tocoginecóloga que he conocido en mi vida —le dijo R. J. a Toby—. Me quedaría mucho más tranquila si mañana por la mañana te hiciera un examen en el consultorio.

Toby vaciló un momento pero no tardó en aceptar.

—Si no es demasiada molestia…

—No es ninguna molestia —le aseguró Gwen.

A la mañana siguiente se reunieron las tres en el despacho interior después del examen.

—¿Tienes dolores abdominales de vez en cuando? —le preguntó Gwen.

Toby asintió.

—De vez en cuando.

—No he podido encontrar ningún problema evidente —le explicó Gwen pausadamente—, pero creo que deberías hacerte una laparoscopia, un procedimiento exploratorio que nos diría con exactitud lo que ocurre en tu interior.

Toby torció el gesto.

—Es lo mismo que me ha estado diciendo R. J.

—Eso es porque R. J. es una buena médico.

—¿Tú haces laparoscopias?

—Hago pelviscopias casi todos los días.

—¿Me la harías a mí?

—Ojalá pudiera, Toby. Todavía conservo la licencia para ejercer en el estado de Massachusetts, pero no pertenezco a la plantilla de ningún hospital. Si pudiera hacerse antes de que vuelva a Idaho, tendría mucho gusto en ponerme la bata, participar como observadora y consultar con el cirujano que se ocupe del caso.

Y así fue como se hizo. La secretaria de Daniel Noyes pudo reservar el quirófano para tres días antes del previsto para la partida de Gwen. Cuando R. J. habló con el doctor Noyes, lo encontró amablemente dispuesto a permitir que Gwen estuviera junto a su hombro como observadora.

—¿Por qué no viene usted también? —le propuso a R. J.—. Tengo dos hombros.

Gwen se pasó los cinco días siguientes visitando SMS y médicos de diversas localidades situadas a una distancia razonable de Amherst. Al atardecer del quinto día, R. J. y ella se sentaron a mirar un debate televisado sobre la asistencia médica en Estados Unidos.

Fue una experiencia frustrante.

Todo el mundo reconocía que el sistema nacional de asistencia sanitaria era ineficaz, elitista y demasiado caro. El plan más sencillo, y el más eficiente en proporción al coste, era el sistema utilizado por otras naciones desarrolladas: el Gobierno cobraba impuestos y pagaba la asistencia sanitaria a todos los ciudadanos.

Pero aunque el capitalismo norteamericano proporciona los mejores aspectos de la democracia, también proporciona los peores, entre otros los cabilderos a sueldo que ejercen enormes presiones sobre el Congreso para proteger los pingües beneficios de las industrias de la salud. El inmenso ejército de cabilderos representaba a compañías de seguros privadas, clínicas, hospitales, la industria farmacéutica, grupos de médicos, sindicatos de empleados, asociaciones profesionales, grupos que querían el aborto gratuito, grupos que se oponían al aborto, ciudadanos de la tercera edad…

La lucha por el dinero era sucia y mezquina, y no resultaba agradable contemplarla. Algunos republicanos reconocían que querían torpedear el proyecto de ley de asistencia sanitaria porque, si se aprobaba, favorecería la reelección del presidente.

Otros republicanos se declaraban partidarios de la asistencia médica universal, pero prometían luchar a muerte contra cualquier aumento en los impuestos y contra todo intento de que los empresarios financiaran el seguro médico. Algunos demócratas que se presentaban a la reelección y dependían de la ayuda económica de los cabilderos, hablaban exactamente como los republicanos.

Todos los individuos trajeados y con corbata que aparecían en la pantalla del televisor se mostraban de acuerdo en que cualquier plan que se adoptara debía introducirse gradualmente, a lo largo de muchos años, y que podrían darse por satisfechos si, con el tiempo, incluía al noventa por ciento de la población de Estados Unidos.

Gwen se levantó de súbito y apagó el televisor, encolerizada.

—Idiotas. Hablan como si una cobertura del noventa por ciento fuese un logro maravilloso. ¿Es que no se dan cuenta de que eso dejaría desatendidas a más de veinticinco millones de personas? Acabarán creando en Estados Unidos una nueva casta de intocables, millones de personas pobres abandonadas a la enfermedad y a la muerte.

—¿Qué va a ocurrir, Gwen?

—Que al final, a fuerza de errores, acabarán montando un sistema viable, después de años y años de tiempo perdido, de salud perdida, de vidas perdidas. Pero el mero hecho de que Bill Clinton haya tenido el valor de hacerles enfrentarse al problema ya ha empezado a cambiar las cosas. Algunos hospitales superfluos están cerrando, otros se fusionan; los médicos no encargan asistencias médicas innecesarias… —Miró a R. J., ceñuda—. Quizá los médicos tengan que cambiar las cosas sin mucha ayuda de los políticos, tratar gratuitamente a ciertas personas.

—Yo ya lo hago.

Gwen asintió.

—Mierda, R. J., tú y yo somos buenas médicos. ¿Y si organizáramos una agrupación médica? Para empezar, podríamos ejercer juntas.

La idea produjo en R. J. un entusiasmo inmediato, pero muy pronto se impuso la razón.

—Eres mi mejor amiga y te quiero mucho, Gwen, pero mi consultorio es demasiado pequeño para dos médicos, y no quiero mudarme. Estoy integrada en el pueblo, su gente es mi gente. Estoy contenta de lo que he conseguido aquí y no quiero arriesgarme a estropearlo.

Gwen le apoyó un dedo en los labios.

—No querría hacer nada que te estropeara las cosas.

—¿Y si montaras tu propio consultorio en algún sitio cercano? También podríamos trabajar juntas, y tal vez formar una red cooperativa de buenos médicos independientes. Podríamos unificar la compra de suministros, hacernos sustituciones mutuas, contratar conjuntamente el trabajo de laboratorio, enviarnos pacientes, compartir a alguien que se ocupara de la facturación, y ver la manera de proporcionar tratamiento a las personas sin seguro. ¿Qué te parece?

—¡Me parece estupendo!

A la tarde siguiente empezaron a buscar un local para Gwen en las localidades cercanas. Tres días más tarde encontraron uno de su agrado en un edificio de ladrillo rojo en Shelburne Falls, que en sus dos plantas albergaba ya dos abogados, un psicoterapeuta y una academia de baile de salón.

Un martes por la mañana se levantaron todavía a oscuras y, sin entretenerse más que para tomar un café, se desplazaron al hospital bajo el frío que precede al amanecer. Pasaron por el proceso de limpieza con el doctor Noyes, buscando la asepsia en la rutina prescrita que era al mismo tiempo práctica necesaria y rito de su profesión. A las siete menos cuarto, cuando ya estaban en el quirófano, entraron a Toby en camilla.

—Hola, pequeña —la saludó R. J. con la boca cubierta por la mascarilla, y le hizo un guiño.

Toby esbozó una sonrisa confusa. Ya le habían conectado una solución intravenosa de lactato de Ringer a la que se había añadido un relajante: Midazolam, según sabía R. J. por su conversación con Dom Perrone, el anestesista que supervisaba las conexiones del electrocardiógrafo, el control de la presión sanguínea y el oxímetro de pulso. R. J. y Gwen se mantuvieron a un lado, cruzadas de brazos, sin acercarse a la zona esterilizada, mientras el doctor Perrone le administraba a Toby 120 mg. de Propofol.

«Hasta la vista, amiga mía. Que duermas bien», le deseó mentalmente R. J. con cariño.

El anestesista administró un relajante muscular, insertó la sonda endotraqueal e instauró el flujo de oxígeno, al que añadió óxido nitroso e Isoflurane. Finalmente soltó un gruñido de satisfacción.

—Ya la tiene a punto, doctor Noyes.

En pocos minutos Dan Noyes realizó las tres minúsculas incisiones e insertó el ojo de fibra óptica, que les presentó en la pantalla de un monitor el interior de la pelvis de Toby.

—Crecimientos endometriales en la pared pélvica —observó el doctor Noyes—. Eso explicaría los dolores esporádicos que se mencionan en su historial.

Un instante después el médico y las dos visitantes intercambiaron significativas miradas: la pantalla mostraba cinco pequeños quistes entre los ovarios y las trompas de Falopio, dos a un lado y tres al otro.

—Eso podría explicar por qué no se ha producido el embarazo —musitó Gwen.

—Es posible que sea la causa —asintió Dan Noyes alegremente, y siguió trabajando.

Una hora más tarde habían sido extirpados los crecimientos endométricos y los quistes. Toby descansaba cómodamente, y Gwen y R. J. viajaban de regreso por el camino Mohawk para que R. J. pudiera llegar a tiempo al consultorio.

—El doctor Noyes ha hecho un trabajo muy limpio —comentó Gwen.

—Es muy bueno. Se retira este año. Entre sus pacientes hay muchas mujeres de las colinas.

Gwen asintió.

—Humm. En tal caso, recuérdame que le envíe una carta y que lo elogie muchísimo —respondió, y le dirigió a R. J. una cálida sonrisa.

Gwen se marchaba el viernes, así que decidieron aprovechar el jueves.

—Vamos a ver —dijo Gwen—. He contribuido generosamente al bienestar de tus guisantes, he trastocado toda mi vida para ser tu socia y vecina y he colaborado en ayudar a Toby. ¿Puedo hacer algo más antes de irme?

—Ahora que lo dices… Ven conmigo —le contestó R. J.

En el cobertizo encontró el mazo de un kilo y medio y la vieja palanqueta, larga y gruesa, que quizá Harry Crawford había abandonado allí. Le dio a Gwen unos guantes de trabajo y el mazo, y ella cargó con la palanqueta mientras conducía a su amiga por el sendero hasta el último puente.

Las tres piedras planas todavía estaban donde las había dejado.

Se metieron en el arroyo.

R. J. colocó la palanqueta en la posición adecuada y se la hizo sostener a Gwen mientras ella la encajaba firmemente bajo el extremo del tronco de la orilla opuesta.

—Ahora intentaremos levantarlo entre las dos —le explicó—. Cuando cuente tres. Una…, dos… —A R. J. le habían enseñado en la escuela que con una palanca lo bastante larga, según Arquímedes, se podría mover el mundo. Ahora tenía fe—. Tres.

Y naturalmente, cuando Gwen y ella aplicaron sus fuerzas al unísono, el extremo del tronco se levantó.

—Un poco más —le pidió R. J.—. Ahora tendrás que aguantarlo tú sola.

El rostro de Gwen se volvió inexpresivo.

—¿De acuerdo?

Gwen asintió. R. J. soltó la palanqueta y se precipitó hacia las piedras planas.

La palanca tembló mientras R. J. cogía una de las piedras y la insertaba en su lugar. Después se agachó inmediatamente a coger otra. Gwen jadeaba.

—¡R. J.! —La segunda piedra quedó encajada—. ¡Por… el amor… de Dios!

—Aguanta. Aguanta, Gwen.

La última piedra cayó en su lugar con un ruido sordo justo cuando Gwen soltaba la palanca y doblaba las rodillas en el lecho del arroyo.

R. J. necesitó todas las fuerzas que le quedaban para sacar la palanqueta de debajo del tronco. Al salir, rozó la piedra de encima, pero se mantuvieron las tres en su sitio. R. J. dejó el arroyo y se puso en mitad del puente.

Estaba razonablemente nivelado.

Al descargar el pie contra las tablas tuvo la impresión de que era fuerte, un puente que podría durar generaciones.

Bailó la tarantela. El puente tembló un poco porque era flexible, pero no se movió. Al parecer era firme. Echó la cabeza atrás y contempló el frondoso verdor de los árboles, sin dejar de bailar y saltar.

—Yo te bautizo puente de Gwendolyn «T. de Tremenda» Gabler.

Debajo, Gwen intentaba lanzar gritos de júbilo pero sólo le salía una risa estrangulada.

—Puedo hacer cualquier cosa. ¡Cualquier cosa! —les gritó R. J. a los espíritus del bosque—. Con la ayuda de la amistad.