La reunión
George Palmer se presentó en el consultorio de R. J. un día en que todos los asientos de la sala de espera estaban ocupados y Nordahl Petersen aguardaba en los escalones de la entrada.
Aun así, cuando la doctora terminó de hablar con él acerca de su bursitis y de explicarle por qué no iba a recetarle más cortisona, George Palmer asintió con la cabeza y le dio las gracias, pero no hizo ademán de marcharse.
—Mi hijo menor se llama Harold. Mi pequeño —añadió con ironía—. Tiene cuarenta y dos años. Harold Wellington Palmer.
R. J. asintió sonriente.
—Es contable. Vive en Boston. Es decir, ha estado doce años viviendo allí. Ahora se viene a vivir conmigo otra vez.
—¿Ah, sí? Debe de estar usted muy contento, George —comentó con cautela, pues no tenía manera de saber si realmente lo estaba o no hasta que el señor Palmer fuese al grano.
Resultó que podía ser un motivo nada digno de alegría.
—Harold es lo que llaman seropositivo. Va a venir aquí con su amigo Eugene. Llevan nueve años viviendo juntos… —Por unos instantes dio la impresión de que perdía el hilo de sus pensamientos, pero volvió a encontrarlo con un sobresalto—. Bueno, el caso es que necesitará atención médica.
R. J. posó su mano sobre la de George.
—Tendré mucho gusto en conocerlo y ser su médico —le aseguró, y apretó la mano. George Palmer le dio las gracias y salió del despacho.
No quedaba un gran trecho de bosque entre el final del sendero y la casa, pero el fracaso en la construcción del puente había frenado su entusiasmo, y dedicó sus esfuerzos al huerto. Era demasiado pronto para sembrar verduras de hoja. Los libros de horticultura decían que hubiera debido sembrar guisantes unas semanas antes, en vez de trabajar en el bosque, pero el clima frío de las colinas le daba bastante margen, de manera que echó turba, estiércol vegetal y dos sacos de arena en las eras elevadas que David le había ayudado a construir y lo revolvió todo bien.
Sembró guisantes, que le gustaban mucho, y espinacas, pues eran dos verduras capaces de resistir perfectamente la abundante escarcha que aún se formaba por las noches con regularidad.
Regó con cuidado —ni demasiado, para no anegar las eras, ni demasiado poco, para evitar la aridez— y fue recompensada con una hilera de brotes. Al cabo de una semana desaparecieron sin dejar rastro, y la única pista de lo que podía haber ocurrido era una huella perfecta sobre la aterciopelada tierra.
Un cervato.
Esa noche fue a tomar los postres y el café a casa de los Smith, y les contó lo sucedido.
—¿Qué hago ahora? ¿Vuelvo a sembrar?
—Inténtalo —le aconsejó Toby—. Puede que aún estés a tiempo de cosechar algo.
—Pero hay muchos ciervos en el bosque —observó Jan—. Deberías tomar medidas para que los animales silvestres no se acerquen al huerto.
—Tú eres el experto en caza y pesca —dijo R. J.—. ¿Qué medidas me aconsejas?
—Bien, hay gente que recoge cabello humano en las peluquerías y lo extiende por el suelo. Yo también lo he probado. A veces funciona, y a veces no.
—¿Y cómo protegéis vuestro huerto?
—Orinamos a su alrededor —respondió Toby con naturalidad—. Bueno, yo no. —Señaló a su marido—. Lo hace él.
Jan asintió.
—Es el mejor remedio. A la que olfatean el pipí humano, los animales enseguida encuentran una excusa para hacer un viaje de negocios a cualquier otro sitio. Deberías probarlo.
—Para ti es fácil. Existe cierta diferencia fisiológica entre nosotros que me complica bastante la situación. ¿No podrías venir a casa de vez en cuando y…?
—Ni hablar —replicó Toby con firmeza—. Tiene un suministro limitado, y ya está todo apalabrado.
Jan sonrió y le ofreció un último consejo:
—Utiliza un vaso de plástico.
Y eso fue lo que hizo, después de volver a sembrar los guisantes.
El problema era que ella también tenía un suministro limitado, por mucho que se esforzara en beber más líquido del que exigía su sed. Pero regó la superficie contigua a la porción de era en que había replantado los guisantes, y esta vez, cuando nacieron los brotes, no se los comió nadie.
Un día R. J. oyó un ruido como de motores procedente de su patio de atrás, y al salir descubrió que un sonoro enjambre estaba abandonando una de las colmenas. Miles de abejas se alzaban en retorcidas y danzarinas columnas que convergían a la altura del tejado para fundirse en una gruesa columna que por momentos parecía casi sólida, de tan apiñados como estaban los innumerables cuerpecitos negros.
La columna se convirtió en una nube que se contraía y expandía, hasta que al fin se desplazó sobre los árboles hacia el interior del bosque.
Dos días después un enjambre abandonó otra colmena. David había dedicado muchos esfuerzos a sus abejas y R. J. las había descuidado, pero su pérdida no le hizo experimentar sentimientos de culpa.
Estaba ocupada con su trabajo y sus intereses, y había decidido que tenía que vivir su propia vida.
La tarde en que el segundo enjambre había desaparecido, recibió una llamada telefónica en el consultorio. Gwen Gabler venía de Idaho para hacerle una visita.
—Tengo que pasar un par de semanas en el oeste de Massachusetts. Ya te lo explicaré cuando nos veamos —le dijo Gwen.
Al parecer no se trataba de problemas matrimoniales.
—Phil y los chicos te mandan recuerdos —añadió Gwen.
—Dáselos también de mi parte. Y date prisa en venir. No te entretengas —respondió R. J.
R. J. quería ir a esperarla, pero Gwen sabía lo que era la agenda de un médico y tomó un taxi desde el aeropuerto de Hartford.
¡La brillante y cariñosa Gwen de siempre!
Llegó por la tarde, acompañada de un chubasco primaveral, y se abrazaron, se besaron, se miraron a los ojos y rieron ruidosamente.
R. J. le mostró la habitación de los huéspedes.
—Está muy bien, pero lo que quiero saber es dónde está el cuarto de baño. Me vengo aguantando las ganas desde Springfield.
—La primera puerta a la izquierda —le indicó R. J.—. Ah, espera un momento. —Corrió a su dormitorio, cogió cuatro vasos de plástico y se apresuró a dárselos a Gwen—. Toma. ¿Quieres hacerlo aquí, por favor? Te lo agradecería mucho.
Gwen la miró de hito en hito.
—¿Quieres una muestra?
—Tanto como te salga. Es para el huerto.
—Ah, para el huerto. —Gwen le volvió la espalda, pero empezaron a temblarle los hombros y se echó a reír a carcajadas, apoyada contra la pared, sin poderse contener—. No has cambiado ni un ápice. Dios mío, cómo te he echado de menos, R. J. Cole —dijo al fin, mientras se enjugaba los ojos—. ¿Para el huerto?
—Bueno, ahora te lo explico.
—Ni se te ocurra. No quiero saberlo nunca. No me lo estropees —se opuso Gwen, y corrió hacia el cuarto de baño, con los cuatro vasos en la mano.
Por la noche estuvieron más serias. Se quedaron despiertas hasta muy tarde, conversando, mientras la lluvia tamborileaba sobre los cristales de las ventanas.
Gwen estuvo escuchando a R. J. mientras le hablaba de David y de Sarah, le formuló un par de preguntas y la cogió de la mano.
—¿Y a ti qué tal te va en esa Sociedad para el Mantenimiento de la Salud?
—Bueno, Idaho es precioso y la gente es muy simpática, pero el Centro Sanitario Familiar Highland parece una SMS creada en el infierno.
—Maldita sea, Gwen, con las esperanzas que tenías.
Gwen se encogió de hombros. Le explicó que al principio parecía todo perfecto: creía en el sistema de la SMS y recibió una bonificación a la firma del contrato. Le garantizaron cuatro semanas de vacaciones pagadas y tres semanas para asistir a encuentros profesionales. En la sociedad había un par de médicos que en su opinión no eran precisamente unos genios, pero desde el primer momento se dio cuenta de que cuatro médicos de la plantilla, tres hombres y una mujer, eran muy buenos.
Sin embargo, uno de los médicos más competentes, un internista, abandonó casi inmediatamente el Centro Highland para irse a trabajar a un hospital cercano a la Administración de Veteranos.
Otro médico, el único tocoginecólogo que había en la SMS aparte de ella, se marchó poco después a Chicago. Para cuando la otra médico, una pediatra, presentó su dimisión, Gwen ya tenía una idea clara de los motivos del éxodo.
La dirección era muy mala. La empresa poseía nueve SMS repartidas por diversos estados del Oeste, y en la publicidad aseguraba que su propósito fundamental era ofrecer una atención médica de calidad, pero en la práctica lo que perseguía era un fin lucrativo. El director regional, un antiguo internista llamado Ralph Buchanan, se dedicaba a hacer estudios de rendimiento en lugar de ejercer la medicina. Buchanan revisaba todos los historiales para averiguar en qué «malgastaban» el dinero los médicos contratados. Daba igual que un médico viera algo en un paciente que lo impulsara a investigar más a fondo; si no había «razones de manual» para pedir una prueba, se le llamaba la atención al médico. La empresa tenía algo que llamaban un «árbol de decisión algorítmico».
—Si ocurre «A», ir a «B»; si ocurre «B», ir a «C». Una medicina aritmética, realmente. Estandarizan la ciencia y te la dictan paso a paso, sin tener en cuenta las variaciones ni las necesidades individuales. La dirección insiste en que los detalles no clínicos de la vida del paciente, el trasfondo que a veces nos revela la auténtica causa del problema, son una pérdida de tiempo y deben dejarse de lado. No queda el menor margen para practicar el arte de la medicina.
Lo que fallaba no era el sistema de la SMS, recalcó Gwen.
—Aún sigo creyendo que la asistencia médica administrada puede funcionar. Creo que la ciencia médica ha progresado lo suficiente para que podamos trabajar con restricciones de tiempo y análisis establecidos para cada dolencia, siempre y cuando los médicos tengamos derecho a apartarnos «del manual» sin necesidad de perder tiempo y energías defendiéndonos ante la dirección. Pero esta SMS en particular la llevan unos impresentables. —Gwen sonrió—. Y espera, porque no acaba aquí la cosa.
Para compensar la pérdida de tres buenos médicos, le explicó, Buchanan contrató lo que había disponible: un internista de Boise no colegiado al que le habían retirado los privilegios de hospital por mala praxis, un médico de sesenta y siete años sin experiencia porque había dedicado toda su carrera profesional a la investigación, y un joven médico de medicina general procedente de una agencia médica de empleo temporal que ocuparía la plaza hasta que la empresa pudiera encontrar a alguien.
—El único profesional competente que quedaba, sin contar a una servidora, era un médico estilo Nueva Era, de unos treinta y tantos años. Marty Murrow. Iba a trabajar en tejanos y llevaba el pelo largo. Asistía a congresos médicos con el sincero propósito de aprender cosas nuevas. Leía todo lo que le caía en las manos. En resumen, un internista joven enamorado de la medicina. ¿Te acuerdas? El caso es que no tardamos en vernos los dos en problemas.
Para ella la cosa empezó cuando la dirección le puso como sustituto en sus días libres al «chapucero de Boise». Eso dio lugar a muchas llamadas suyas a Buchanan, al principio educadas y amistosas pero cada vez más acerbas. Gwen le dijo al director que era una tocoginecóloga colegiada y que no estaba dispuesta a consentir que una persona sin la preparación adecuada compartiera la responsabilidad de sus pacientes; que había heredado muchos casos del anterior tocoginecólogo; que había superado con mucho el límite de casos especificado en su contrato, límite más allá del cual ya no podía seguir ejerciendo una medicina de calidad, y que lo que debían hacer era buscar otro tocoginecólogo que compartiera la carga.
—Buchanan me recordó que allí se trabajaba en equipo y que debía adaptarme al equipo. Le repliqué que podía meterse esa historia por la flexura sacralis recti a no ser que contratase a otro tocoginecólogo titulado, y así fue como pasé a ocupar un honroso lugar en su lista negra.
»Mientras tanto, Marty Murrow se veía metido en peores líos aún. Su contrato le exigía tratar a mil seiscientas pacientes, y en realidad tenía más de dos mil doscientas. Los impresentables médicos nuevos “atendían” entre cuatrocientas y seiscientas pacientes cada uno. El investigador no sabía mucho de medicina interna; cuando estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos, tenía que pedirles a las enfermeras que rellenaran las recetas por él. Duró menos de dos meses.
»Los pacientes no tardaron en darse cuenta de que había unos cuantos médicos incompetentes en el Centro Sanitario Familiar Highland. Cuando Highland se llevó el contrato para prestar asistencia sanitaria a los cincuenta empleados de una pequeña fábrica, cuarenta y ocho eligieron como médico a Marty Murrow.
»Él y yo empezamos a alucinar. Nos llegaban muchos historiales clínicos en los que no reconocíamos ni el nombre del paciente. A menudo nos pedían que firmáramos recetas para pacientes de otros médicos, que recetáramos medicamentos a personas que no conocíamos y de las que ignorábamos los detalles de su enfermedad. Y como los médicos éramos simples empleados, no podíamos hacer nada respecto al bajo nivel de calidad del centro.
Una de las enfermeras, le explicó Gwen, era especialmente incompetente. Marty Murrow descubrió errores repetidos cuando le presentaba renovaciones de recetas para firmar.
—Le recetaba al paciente Zantax en lugar de Zanax, cosas por el estilo. Teníamos que estar muy atentos con ella.
A Gwen no le gustaba que la recepcionista se mostrase grosera y sarcástica con los pacientes que acudían al centro o llamaban por teléfono, ni que a menudo decidiera no hacer llegar a los médicos los mensajes y preguntas de los pacientes.
—Marty y yo poníamos el grito en el cielo y les decíamos de todo —prosiguió Gwen—. Los dos telefoneábamos regularmente a Buchanan para quejarnos, cosa que a él le gustaba porque le daba ocasión de ponernos en nuestro lugar, no haciéndonos ningún caso. Hasta que un día Marty se puso a escribir una carta para el presidente de la compañía, un urólogo retirado que vive en Los Ángeles. Marty presentaba quejas contra la enfermera, la recepcionista y Buchanan, y le pedía al presidente que sustituyera a los tres.
»Buchanan recibió una llamada telefónica del presidente e informó por escrito a la enfermera y a la recepcionista de las acusaciones que les hacía el doctor Murrow. Cuando volvió a verlas, las dos le dijeron lo mismo: que el doctor Martin B. Murrow las había acosado sexualmente.
»Imagina lo contento que se debió poner Buchanan. Le mandó al doctor Martin B. Murrow una carta certificada notificándole las acusaciones de acoso sexual e informándole que quedaba suspendido durante dos semanas mientras se realizaba una investigación. Marty tiene una esposa muy atractiva de la que habla constantemente y dos hijas pequeñas que le ocupan cada minuto que puede robarle a la medicina, y le contó a su mujer lo que estaba ocurriendo. Para ellos fue el comienzo de una experiencia terrible. Buchanan les contó a varias personas que había suspendido a Marty, y por qué. Los rumores llegaron inmediatamente a oídos de algunos amigos de los Murrow.
»Marty telefoneó a su hermano mayor Daniel J. Murrow, socio de Golding, Griffey & Moore, un bufete de abogados de Wall Street. Y Daniel J. Murrow telefoneó a Buchanan para decirle que efectivamente tenía que abrirse una investigación, como él mismo había anunciado, y que su cliente, el doctor Martin Boyden Murrow, insistía en que se entrevistara a todos los miembros de la oficina.
R. J. se enderezó en el asiento. Aunque le había vuelto la espalda al derecho, una parte de ella respondería siempre a cierto tipo de casos.
—¿Estás segura de que Marty Murrow no…?
Gwen sonrió y asintió con la cabeza.
—La enfermera en cuestión va para los sesenta años y está muy gorda. Yo también estoy más vieja y gorda cada día, así que no se me ocurriría denigrar a las personas de edad ni a las obesas, pero no puedo creer que posean más atractivo sexual que las jóvenes que nunca han tenido que enfrentarse a la celulitis. En cuanto a la recepcionista, tiene diecinueve años, pero es huesuda y antipática. Hay once mujeres que trabajan habitualmente con Marty, y tres o cuatro de ellas son auténticas bellezas. Todas declararon que el doctor Murrow no las había molestado jamás. Una enfermera recordó que un lunes por la mañana le dijo a Marty que quería someterlo a una prueba. «Si tan bien se le dan los diagnósticos, mire a los ojos a Josie y Francine y díganos cuál de las dos echó un polvo este fin de semana». Marty respondió que debía de ser Francine, porque estaba muy sonriente.
—No es una gran incriminación —observó R. J. secamente.
—Fue lo peor que pudieron encontrar contra él. Ninguna de sus dos acusadoras fue capaz de citar detalles concretos, y resultaba evidente que se habían puesto de acuerdo para presentar la acusación después de que él se hubiera quejado de su trabajo. Otras personas de la oficina tenían las mismas quejas sobre su rendimiento laboral, y a consecuencia de la investigación fueron despedidas la enfermera y la recepcionista.
—¿Y Buchanan?
—Buchanan sigue en su puesto. Las oficinas que dirige rinden pingües beneficios. Le mandó una carta a Marty diciendo que la investigación no había proporcionado pruebas concluyentes que confirmaran las acusaciones presentadas contra él y que por tanto podía seguir practicando la medicina en el Centro Sanitario Familiar Highland.
»Marty respondió inmediatamente que pensaba presentar una demanda por difamación contra Buchanan y las dos trabajadoras despedidas, y otra contra la SMS por incumplimiento de contrato.
»El presidente de la compañía se desplazó en avión desde California, se reunió con Marty y le preguntó por sus planes inmediatos. Cuando Marty le explicó que pensaba establecerse por su cuenta, el presidente se ofreció a ayudarle para evitar la publicidad negativa de un litigio. Dijo que la empresa le pagaría el tiempo que restaba de su contrato, cincuenta y dos mil dólares en efectivo, y que además podría llevarse todos los muebles de su despacho y de sus dos salas de visita, así como un electrocardiógrafo y otro aparato para sigmoidoscopia que ningún otro médico del centro se había molestado en aprender a utilizar. Marty aceptó inmediatamente.
A estas alturas, prosiguió Gwen, ella tampoco quería seguir trabajando en la SMS.
—Pero se me presentaba un problema. Mi marido había descubierto que le encantaba enseñar, y yo no quería interponerme en su carrera. Hasta que en un congreso nacional, que se celebró en Nueva Orleans, Phil conoció al decano de la escuela de administración de empresas de la Universidad de Massachusetts y los dos coincidieron en que Phil sería la persona adecuada para cubrir una vacante que se había producido en esa escuela.
»Así que fui rápidamente a ver a Buchanan con la amenaza de una demanda por incumplimiento de contrato, y después de regatear un poco aceptó pagarnos los gastos del traslado cuando nos mudemos a Massachusetts. Volveremos aquí en septiembre, y Phil dará clases en Amherst.
Gwen dejó de hablar y sonrió al ver que su amiga daba brincos de alegría como una niña feliz.