37

Otro puente que cruzar

Se pasó dos tardes seguidas en el bosque, con la sierra mecánica, y venció los otros dos árboles caídos. Luego, el jueves, su día libre, se internó temprano en el bosque, cuando los árboles silenciosos y druídicos aún estaban fríos y húmedos, y empezó a prolongar el sendero.

No había una gran distancia desde el final del camino hasta el Catamount, y consiguió llegar al río justo antes de detenerse para almorzar. Le resultó emocionante doblar el recodo y empezar a desbrozar la orilla, río abajo.

La sierra era pesada. De tanto en tanto tenía que hacer una pausa, y aprovechaba los intervalos para recoger las ramas que había cortado, amontonándolas a los lados del camino para que los conejos y otros animales pequeños hicieran allí sus madrigueras. Aún había manchas de nieve a lo largo de las orillas, pero el agua corría como cristal líquido, abundante y veloz.

Justo detrás de unas matas de arísaro que se abrían paso a través de la nieve, vio una piedra con forma de corazón en el lecho poco profundo del río. Se arremangó el jersey y al sumergir la mano en el agua sintió como si el brazo también se le cristalizara. La sacudida del frío le recorrió el cuerpo hasta los dedos de los pies. La piedra estaba bien formada y, tras secarla cariñosamente con el pañuelo, se la metió en el bolsillo.

Durante toda la tarde, mientras iba abriendo camino, notó la magia de la piedra corazón que le daba fuerza y poder.

Por las noches escuchaba la serenata de los coyotes, con sus aullidos de soprano, y el rugido barítono del río crecido. Por las mañanas, mientras desayunaba en la cocina, hacía la cama, ordenaba la sala, veía desde las ventanas un puerco espín, halcones, un búho, milanos, los grandes cuervos del norte que se habían instalado en sus tierras como si tuvieran un contrato indefinido. Había muchos conejos y algunos ciervos, pero no se veía ni rastro de las dos pavas que había alimentado durante el invierno, y R. J. temía que estuvieran muertas.

Todos los días, al terminar la jornada, se apresuraba a volver a casa, se cambiaba de ropa y cogía la sierra mecánica del cobertizo.

Trabajaba con denuedo, con una satisfacción que era casi regocijo interior, extendiendo el gran circuito del sendero en dirección a la casa.

Había una nueva suavidad en el aire. Cada día tardaba más en caer la oscuridad, y de la noche a la mañana las carreteras apartadas se convirtieron en barrizales. R. J. iba conociendo mejor el entorno, y ahora sabía cuándo debía aparcar el Explorer y seguir adelante a pie para efectuar una visita a domicilio, y no utilizaba el torno eléctrico ni necesitaba que remolcaran el coche para sacarlo del fango.

Los músculos de los brazos, la espalda y los muslos se tensaron con el esfuerzo y le quedaron tan doloridos que a veces gruñía al dar un paso, pero el cuerpo acabó por fortalecerse y adaptarse al trabajo constante. Al meter la sierra entre las ramas para acercar la hoja al tronco de los árboles, sufrió numerosos arañazos y heridas superficiales en brazos y manos.

Probó a ponerse guantes y mangas largas, pero las mangas se enganchaban y los guantes no le permitían sujetar la sierra con suficiente firmeza, así que cada noche se desinfectaba cuidadosamente las heridas después del baño y las ostentaba como otras tantas condecoraciones.

A veces alguna urgencia, alguna visita a domicilio o la necesidad de desplazarse al hospital para ver a un paciente le impedía trabajar en el sendero. Se volvió avara con su tiempo libre, que pasaba íntegramente en el bosque. Había un largo trecho hasta el final del sendero, y se volvía aún más largo cada vez que disponía de unas horas para trabajar. Aprendió a dejar latas de gasolina y aceite en el bosque, bien envueltas en bolsas de plástico. A veces veía señales que la inquietaban. En un lugar en el que había estado trabajando la tarde anterior, encontró dispersas las plumas largas y el suave plumón interior de un pavo capturado por algún predador durante la noche, y confió tontamente que no fuera ninguno de «los suyos». Y una mañana se encontró en el camino un montón descomunal de excrementos de oso, como una carta con mensaje especial.

Sabía que los osos negros se pasaban todo el invierno dormitando sin comer ni defecar; al llegar la primavera se atiborraban de comida hasta producir una enorme defecación, que expulsaba un duro y compacto tapón fecal. R. J. había leído algo sobre ese tapón y se detuvo a examinarlo; el grueso calibre del excremento indicaba que procedía de un animal muy grande, probablemente el mismo oso cuyas huellas había visto en la nieve.

Era como si el oso hubiera defecado en el sendero para hacerle saber que aquel territorio era suyo y no de ella, lo que reavivó su antiguo temor a trabajar sola en el bosque.

Durante todo el mes de abril siguió abriendo camino hacia la casa, despejando aquí un par de metros difíciles, allí un trecho más fácil. Finalmente llegó al último desafío de importancia, un arroyo que había que salvar. En el curso del tiempo, el arroyo había excavado un profundo surco en el suelo del bosque, llevándose la hierba mojada hacia el río. David había construido tres puentes de madera en otros lugares donde eran necesarios, pero R. J. no sabía si ella sería capaz de hacer el cuarto: quizá se precisaría más fuerza física y más experiencia de construcción de las que ella poseía.

Un día, tras regresar a casa del trabajo, estudió las altas riberas y visitó después los puentes que había construido David, para analizar lo que tendría que hacer.

Se dio cuenta de que la tarea le llevaría por lo menos una jornada completa y que tendría que esperar a su día libre para emprenderla, así que decidió tomarse unas vacaciones durante las horas de luz que pudieran quedar. El río bajaba rápido y crecido, demasiado tumultuoso todavía para pescar, pero volvió a casa en busca de la caña y desenterró media docena de lombrices junto al montón de estiércol vegetal. Echó el anzuelo en el mayor de los estanques de los castores y se dedicó alternativamente a vigilar el corcho y a admirar la obra de los castores, que habían construido el dique y derribado un número impresionante de árboles.

Antes de que el corcho se moviera en lo más mínimo, acudió un martín pescador que, tras burlarse de ella con su chillido, se zambulló en el estanque y emergió con un pez.

R. J. se sintió inferior al pájaro, pero finalmente pescó dos hermosas truchas de arroyo que se comió durante la cena, acompañadas de un revoltijo de brotes tiernos de helecho cocidos al vapor, plantas silvestres que llevaban en sí todo el sabor de la estación.

Después de la cena, mientras sacaba la basura, descubrió una pequeña piedra corazón de color negro en el lugar donde había desenterrado las lombrices, y se abalanzó sobre ella como si fuera a escapar. La lavó bien, la frotó para sacarle brillo y la colocó encima del televisor.

Cuando la tierra quedó desnuda de nieve, fue como si R. J. hubiera sido elegida para heredar el talento de Sarah Markus para encontrar, sin proponérselo, piedras en forma de corazón.

Allí donde iba, sus ojos las localizaban como si los guiara el espíritu de Sarah. Tenían todas las formas posibles: piedras con los arcos superiores del corazón curvados como una pera y limpiamente divididos como unas posaderas perfectas, piedras de contornos angulosos pero equilibrados, piedras con una punta inferior afilada como el destino o redondeada como el arco de un columpio de parvulario.

Un día compró una bolsa de tierra para jardín en la que encontró una piedra minúscula como un suave lunar marrón, y en la base de un muro medio desmoronado en el límite occidental de la finca halló otra del tamaño de un puño. Las descubría mientras trabajaba en el bosque, mientras caminaba por la carretera de Laurel Hill, mientras iba a hacer alguna diligencia en la calle Mayor.

Los habitantes de Woodfield no tardaron en observar el interés de la doctora por las piedras cardiáceas y empezaron a buscarlas, a llevárselas a casa o al consultorio con una sonrisa complacida, a ayudarla en su afición. R. J. se acostumbró a vaciarse los bolsillos de piedras en cuanto llegaba a casa, o a sacar piedras del bolso o de bolsas de papel. Las lavaba, las secaba y a veces se quedaba sin saber dónde ponerlas. La colección pronto se hizo demasiado grande para el cuarto de los huéspedes; en poco tiempo las piedras corazón invadieron también la sala: los estantes de la pared, la repisa de la chimenea, las mesas auxiliares y la mesita de café. Había también piedras corazón en la encimera de la cocina, en el cuarto de baño del primer piso, en la cómoda del dormitorio y sobre el depósito del váter de la planta baja.

Las piedras le hablaban, le transmitían un triste mensaje sin palabras que le recordaba a Sarah y a David. R. J. no quería oírlo, pero aun así las coleccionaba de un modo compulsivo.

Compró un manual de geología y empezó a identificar las piedras, complaciéndose en el conocimiento de que ésta era basalto del jurásico inferior, cuando criaturas monstruosas vagaban por el valle; que aquélla era magma solidificado que había surgido, líquido e hirviente, del núcleo en fusión de la Tierra, un millón de años atrás; que esa otra, de grava y arena fundidas, se había formado en una época en que las profundidades del océano cubrían las colinas, ahora en el interior; que este pedazo de gneis centelleante seguramente había sido una piedra sin brillo hasta que la deriva de los continentes la había transmutado en la olla a presión del metamorfismo.

Una tarde, en Northampton, R. J. pasó junto a unas obras de alcantarillado en la calle King.

Los obreros habían abierto una zanja como de un metro y medio de profundidad, separada de los peatones por caballetes de madera, vallas metálicas y una cinta de plástico amarillo. En un rincón de la zanja había algo que la sorprendió enormemente: una piedra rojiza y bien formada de unos treinta y cinco centímetros de altura y cuarenta y cinco de anchura.

El corazón petrificado de un gigante desaparecido.

No había nadie en la obra. Los hombres habían terminado la jornada y se habían marchado; de no ser así, le habría pedido a alguno que hiciera el favor de sacársela.

«Lástima», pensó R. J., y siguió adelante. Pero aún no había andado cinco pasos cuando dio media vuelta y volvió atrás. Se sentó sobre la tierra acumulada al borde de la zanja, con los pies colgando, tanto peor para los pantalones nuevos, y pasó la cabeza por debajo de la cinta; a continuación se impulsó con las manos y se dejó caer.

La piedra era en todo tan buena como le había parecido desde arriba. Pero era pesada, muy difícil de manejar, y para sacarla de la zanja tenía que levantarla hasta la altura del cuello. Logró realizar la hazaña al segundo intento, en un acto de desesperación.

—Pero señora, ¿qué está haciendo?

Era un agente de policía, que la miraba con una mezcla de enojo e incredulidad desde el lado de la zanja que daba a la calzada.

—¿Le importaría ayudarme a salir? —le pidió, al tiempo que tendía las manos hacia él. El policía no era un hombre corpulento, pero la sacó en un instante, exhibiendo tanto esfuerzo como el que ella había mostrado al levantar la piedra.

El hombre se la quedó mirando, con la respiración entrecortada.

No le pasó por alto la mancha de tierra que R. J. tenía en la mejilla derecha, ni los pegotes de arcilla gris en los pantalones negros, ni el barro de los zapatos.

—¿Qué hacía usted ahí abajo?

Ella le dirigió una sonrisa beatífica y tras darle las gracias por su ayuda, le explicó:

—Soy coleccionista.

Tres jueves llegaron y se fueron antes de que tuviera ocasión de dedicar el día a la construcción del puente. Sabía lo que tenía que hacer. Había ido hasta el arroyo media docena de veces para estudiar el lugar, y una y otra vez había repasado mentalmente la manera de hacerlo.

Tenía que talar dos árboles parejos, cuyos troncos constituirían los soportes principales del puente. Los troncos desbastados debían ser lo bastante pesados para resistir la carga y para durar, y al mismo tiempo lo bastante ligeros para que pudiera colocarlos sin ayuda de nadie en su lugar.

Ya había elegido los árboles y fue directamente a por ellos. El gruñir y rechinar de la sierra le daba aliento, y cuando terminó de cortar y desbastar los troncos se sentía una auténtica experta. Los troncos eran engañosamente delgados. Pesaban mucho, pero R. J. descubrió que podía desplazarlos poco a poco, alzando y empujando primero un extremo y luego el otro.

Al caer producían un golpe sordo y la tierra parecía temblar. Se sentía como una amazona, aunque se cansaba muy deprisa.

Con ayuda de un pico y una pala excavó cuatro encajes poco hondos, dos en cada orilla, donde debían acomodarse los extremos de los troncos para que tuvieran estabilidad.

Despacio pero sin pausa, colocó los troncos en su lugar. Al final tuvo que meterse en el arroyo y sostener los maderos sobre el hombro para introducir cada extremo en el encaje preparado; cuando terminó era la hora de almorzar, y los jejenes y mosquitos habían empezado a comer a sus expensas, de manera que emprendió la retirada.

Estaba demasiado excitada para perder el tiempo preparando una gran comida, así que almorzó unas rebanadas de pan con mantequilla de cacahuete y una taza de té. Estaba impaciente por sumergirse en una bañera llena de agua caliente, pero sabía que entonces no terminaría el puente, y ya empezaba a oler la victoria. Se roció por tanto con repelente de insectos y volvió a salir.

Le había comprado a Hank Krantz una carga de tablas de acacia negra, que tenía apiladas en el patio de atrás, y se dedicó a medir y cortar trozos de un metro veinte, procurando elegir piezas de un grosor más o menos uniforme. Luego las fue transportando en grupos de tres o cuatro hasta el puente en construcción. A esas alturas estaba realmente cansada e hizo una pausa para tomar más té. Pero sabía que lo que faltaba por hacer estaba claramente dentro de sus posibilidades, y esto la impulsó mientras colocaba las tablas y las aseguraba con largos clavos. El ruido de los martillazos era un desafío a los animales salvajes para que vinieran a molestarla en su territorio.

Finalmente, cuando las sombras del atardecer oscurecían el bosque, dio el trabajo por terminado. El puente era resistente.

Sólo le faltaban unas elegantes barandillas de abedul blanco, que pensaba instalar otro día. Tuvo que reconocer que era más elástico de lo que habría sido si hubiera podido manejar troncos más gruesos, pero había hecho un buen trabajo, y prestaría buen servicio.

Se detuvo en mitad del puente y empezó a bailar una triunfante tarantela.

El soporte derecho del puente se movió ligeramente en la orilla oriental del arroyo.

R. J. se acercó y dio varios saltos. El soporte se hundió. Siguió saltando, entre maldiciones, y el soporte se fue hundiendo cada vez más. La cinta métrica le indicó que el puente había quedado treinta y siete centímetros más bajo por ese lado que por el otro.

El origen del problema estaba en que no había pensado en compactar la tierra que sostenía el tronco por ese lado, y el peso del puente había hecho el resto. R. J. reparó en que también habría sido prudente colocar una piedra plana bajo cada extremo de tronco.

Volvió a meterse en el arroyo y trató de izar el extremo más bajo del puente, pero le resultó imposible moverlo y se quedó mirando amargamente la inclinada estructura. Aún se podía cruzar con precaución, si no se hundía más, pero sería una locura cruzarlo con una carga pesada o empujando una carretilla cargada.

Recogió las herramientas y regresó lentamente a casa, cansada y desilusionada. Ya no le sería fácil ni grato jactarse interiormente de que podía hacer cualquier cosa, si luego tenía que añadir: «… casi».