En el camino
Los pensamientos sobre la juventud de Eva proyectaban sobre R. J. una sombra espectral que ni siquiera interpretando música lograba disipar. Cada día salía hacia el consultorio casi con anhelo, necesitada del contacto humano que su trabajo le proporcionaba, pero hasta el consultorio era un lugar difícil, porque la esterilidad de Toby empezaba a afectar su capacidad de afrontar las tensiones cotidianas. Toby estaba irritable y malhumorada, y peor aún, R. J. veía que era consciente de su propia inestabilidad.
R. J. sabía que tarde o temprano tendrían que hablar del asunto, pero Toby había llegado a ser para ella algo más que una empleada y una paciente. Se habían hecho buenas amigas, y R. J. prefería postergar la confrontación mientras fuera posible. Pese a esta tensión añadida, se pasaba largas horas en el consultorio, y siempre regresaba de mala gana a la casa silenciosa, a la quietud solitaria.
Se consolaba pensando que el invierno llegaba a su fin: cada vez eran menos los montones de nieve que bordeaban la carretera, la tierra empezaba a calentarse poco a poco y bebía el agua del deshielo, y los productores de jarabe de arce iniciaban la tarea anual de sangrar los árboles para cosechar la savia.
En el mes de diciembre, Frank Sotheby había rellenado de trapos unas zapatillas viejas y unos pantalones de esquí apolillados y había levantado ante su almacén una pila de nieve de la que emergía una especie de mitad inferior de un cuerpo humano, junto con un esquí y un bastón de esquí, como si un esquiador se hubiera clavado allí de cabeza. A esas alturas, su broma visual se derretía con la nieve.
Cuando le vio retirar las prendas empapadas, R. J. le dijo que era la señal más segura de que había llegado la primavera.
Un atardecer abrió la puerta a los arañazos ya familiares, y la gata entró en la casa e hizo su habitual visita de inspección.
—Venga, Agunah, quédate conmigo —le rogó, rebajándose a suplicar su compañía, pero Agunah no tardó en regresar a la puerta para exigir su libertad, y la dejó sola.
Empezó a recibir con agrado las llamadas nocturnas de la ambulancia, aunque la norma era que los técnicos sólo debían llamarla si se veían incapaces de manejar la situación. La última noche de marzo trajo consigo la última tormenta de nieve de la estación. En la carretera que nacía de la calle Mayor, un conductor ebrio perdió el control de su Buick, invadió el carril contrario y chocó de frente contra un pequeño Toyota. El hombre que conducía el Toyota se clavó el volante en el pecho y se fracturó las costillas y el esternón. Al respirar experimentaba grandes dolores. Peor aún, la pared torácica fracturada no subía y bajaba con el resto del pecho cada vez que respiraba pues tenía roto el fuelle.
Lo único que los técnicos de urgencias podían hacer por el herido era fijar con cinta adhesiva una bolsa plana de arena sobre el esternón desprendido, administrarle oxígeno y llevarlo al centro médico. Cuando R. J. llegó a la escena del accidente ya lo estaban atendiendo. Esta vez habían respondido demasiados técnicos de urgencias, entre ellos Toby. Se quedaron las dos mirando cómo los de la ambulancia preparaban al herido para el traslado, y después R. J. hizo señas a Toby para que la siguiera, dejando que los bomberos voluntarios limpiaran la carretera de vidrios rotos y fragmentos de metal.
Caminaron por la carretera hasta un lugar desde el que podían contemplar los restos del accidente.
—He estado pensando mucho en ti —comenzó R. J.
El aire de la noche era helado, y Toby temblaba ligeramente bajo la chaqueta roja del uniforme. La apremiante luz amarilla de la ambulancia, que giraba como un faro visto desde el mar, iluminaba sus facciones cada pocos segundos. Con los brazos cruzados para protegerse del frío, Toby miró fijamente a R. J.
—¿Ah, sí?
—Sí. Hay un procedimiento al que me gustaría que te sometieras.
—¿Qué clase de procedimiento?
—Exploratorio. Quiero que alguien eche una buena mirada a lo que ocurre en el interior de tu pelvis.
—¿Cirugía? Olvídalo. Mira, R. J., no pienso dejarme abrir. Para algunas mujeres… sencillamente, no está en las cartas ser madres.
R. J. sonrió sin alegría.
—Explícame eso. —Meneó la cabeza—. No tendrían que abrirte. Hoy en día sólo hacen tres pequeñas incisiones en el abdomen; una en el ombligo, y las otras dos algo más abajo, aproximadamente encima de cada ovario. Utilizan un instrumento muy fino a base de fibras ópticas con una lente increíblemente sensible que les permite verlo todo hasta en sus menores detalles. Y si es necesario disponen de otros instrumentos especiales para corregir lo que haga falta a través de esas tres minúsculas incisiones.
—¿Tendrían que dormirme?
—Sí. Te aplicarían anestesia general.
—¿Y tú harías la… cómo la llaman?
—Laparoscopia. No, yo no las hago. Te enviaría a Daniel Noyes. Es muy bueno.
—Ni hablar.
R. J. perdió la paciencia.
—Pero ¿por qué? Si estás desesperada por tener un hijo…
—Mira, R. J., tú siempre andas predicando que las mujeres deben tener derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Pues ahora se trata de mi cuerpo, y no quiero someterme a ninguna operación a menos que mi vida o mi salud se vean amenazadas, lo que no parece ser el caso. Así que haz el favor de dejarme en paz. Y gracias por tu interés.
R. J. hizo un gesto de asentimiento.
—No se merecen —respondió con tristeza.
En marzo trató de internarse en el bosque sin esquís ni raquetas pero no lo consiguió pues se hundía hasta los muslos en la nieve que se había negado a derretirse en el umbrío sendero. Cuando volvió a intentarlo, en abril, todavía quedaba algo de nieve pero se podía andar, aunque con ciertas dificultades. El invierno había dejado el bosque más selvático que antes, y había estropeado bastante el sendero, lleno de ramas caídas que habría que retirar. R. J. tenía la sensación de estar siendo observada por el genio del bosque. En una mancha de nieve vio unas huellas que parecían pertenecer a un hombre descalzo, de pies anchos y con diez afiladas garras. Pero los dedos más gruesos eran los exteriores, y R. J. supo que eran las huellas de un oso grande, así que hizo acopio de valor y empezó a silbar tan fuerte como pudo. Por alguna razón, la melodía que eligió para espantar al oso fue Mi viejo hogar de Kentucky, aunque pensó que quizás acabaría durmiendo a la fiera en vez de hacerla huir al galope.
En tres lugares, otros tantos árboles caídos bloqueaban la senda.
R. J. regresó al cobertizo en busca de una sierra de arco de fabricación sueca y trató de despejar el camino, pero la sierra era inadecuada y el trabajo demasiado lento.
Había algunas cosas para las que necesitaba un hombre, se dijo con amarga resignación.
Durante unos días estuvo pensando en contratar a alguien para que despejara el camino del bosque y quizá lo prolongara a lo largo del río. Pero una tarde se encontró en su tienda habitual de material agrícola dispuesta a informarse a fondo sobre las sierras mecánicas.
Su aspecto era mortífero, y ella sabía bien que podían ser tan peligrosas como lo parecían.
—Me dan un miedo de muerte —le confesó al vendedor.
—Eso es bueno. Pueden cortarle un brazo o una pierna con tanta facilidad como cortan una rama —respondió el hombre alegremente—. Pero mientras les tenga usted miedo, son perfectamente seguras. Los únicos que se hacen daño son los que se acostumbran tanto a ellas que les pierden el respeto y las manejan con descuido.
Las sierras, de distintas marcas y modelos, se diferenciaban por el peso y la longitud de la hoja.
El vendedor le mostró el modelo más pequeño y ligero.
—Muchas mujeres se deciden por éste —señaló, pero al saber que la quería para abrir un sendero en el bosque, meneó la cabeza y le ofreció otra sierra—. Ésta es más pesada. Se le cansarán los brazos más deprisa y tendrá que parar más a menudo que con la sierra pequeña, pero adelantará mucho más el trabajo.
R. J. hizo que le enseñara media docena de veces cómo se ponía en marcha, cómo se paraba, cómo había que graduar el freno automático para que la vertiginosa cadena no le abriera la cabeza si la sierra se encallaba con algo y rebotaba hacia atrás.
Mientras la llevaba a casa, con una lata de aceite y un pequeño bidón de gasolina, casi se arrepentía de haberla comprado.
Después de cenar leyó atentamente el manual de instrucciones y se dio cuenta de que había cometido una locura: la sierra era demasiado complicada, perversamente destructiva, y ella nunca tendría el valor de internarse sola en el bosque con una herramienta tan peligrosa. Lo dejó todo en un rincón del cobertizo y decidió olvidarse del asunto.
Dos días después, cuando llegó a casa del trabajo, recogió como de costumbre el correo del buzón, instalado a pie de carretera, y se lo llevó consigo por el largo camino de acceso hasta la casa.
Sentada a la mesa de la cocina, lo distribuyó en varios montones: cosas de las que se ocuparía más tarde, como facturas, catálogos que deseaba leer y revistas; cartas personales y, por último, «correo basura» para tirar de inmediato.
El sobre era cuadrado, de tamaño mediano, azul claro, y estaba escrito a mano. En cuanto vio la letra, el aire de la habitación se volvió más denso y caluroso, y se hizo más difícil de respirar.
En lugar de abrirla inmediatamente, la trató como si fuera una carta explosiva y la sometió a un cuidadoso examen por las dos caras.
No llevaba la dirección del remitente. El matasellos era de tres días atrás, y la habían echado al correo en Chicago.
Cogió el abrecartas y rasgó pulcramente el sobre por el borde superior.
Era una tarjeta de felicitación: «Te deseo una Pascua feliz». En el interior observó la inclinada y casi ilegible caligrafía de David.
Mi querida R. J.:
Apenas sé qué decir, cómo empezar.
Supongo que ante todo debo decirte que lo lamento muchísimo si te he causado alguna preocupación innecesaria.
Quiero que sepas que estoy vivo y sano. Llevo algún tiempo sobrio, y me esfuerzo por seguir así.
Estoy en un lugar seguro, rodeado de buena gente, y empiezo a aceptar la vida como es.
Espero que en tu corazón puedas pensar cariñosamente en mí, como yo pienso en ti.
Sinceramente, David
«¿Pensar cariñosamente en mí?». «¿Te deseo una Pascua feliz?».
Arrojó la tarjeta y el sobre, sobre la repisa de la chimenea.
Vagó por la casa, presa de una cólera fría, y al fin salió afuera y se dirigió al cobertizo. Cogió la sierra mecánica todavía por estrenar y avanzó a grandes pasos por el camino del bosque hasta llegar al primer árbol derribado.
Hizo lo que había aprendido del vendedor y del manual: se arrodilló; colocó el pie derecho sobre el mango posterior de la sierra, sujetándola contra el suelo; puso en posición el protector de las manos; graduó la alimentación y accionó el interruptor de encendido; sostuvo firmemente el mango delantero con la mano izquierda y tiró del cable de arranque con la derecha. No ocurrió nada, ni siquiera después de varios intentos, y cuando se disponía a dejarlo y tiró por última vez, la sierra se puso en marcha con una tos y un tartamudeo.
Accionó el pulsador, le dio gas y la sierra empezó a rugir. Se volvió hacia el árbol caído, accionó el pulsador de nuevo y apoyó la hoja contra el tronco. La cadena giró vertiginosamente, desgarrando la madera con los dientes, y partió el tronco con facilidad y rapidez.
El ruido le sonaba a música celestial.
«¡Qué poder! —pensó—. ¡Qué poder!».
Al poco rato el árbol quedó reducido a trozos que podía apartar del camino sin ayuda de nadie. El crepúsculo la encontró con la sierra rugiente en la mano, reacia a apagarla, ebria de éxito, dispuesta a destrozar de aquel modo todos sus problemas. Ya no temblaba. No le tenía miedo al oso. Sabía que el oso huiría a toda prisa ante el ruido de sus vibrantes y desgarradores dientes. Podía hacerlo, pensó entusiasmada. Los espíritus del bosque eran testigos de que una mujer podía hacer cualquier cosa.