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Significados ocultos

20 de enero.

Sentada en casa, caldeando el ambiente con música, R. J. no podía desprenderse de la sensación de que aquélla era una noche especial.

¿Un cumpleaños? ¿Algún aniversario? Y de pronto le vino a la memoria un mensaje de Keats que había tenido que aprenderse de memoria en el curso de literatura inglesa de segundo.

«Víspera de Santa Inés. ¡Ah, que frío amargo! El búho, pese a todas sus plumas, estaba aterido; la liebre cojeaba tiritando sobre la hierba helada, y el rebaño se hallaba silente en lanoso redil».

R. J. no tenía ni idea de cómo les iba a los rebaños, pero sabía que los animales que no estaban recogidos en un establo debían de pasarlo muy mal. Algunas mañanas, un par de pavas salvajes de gran tamaño, hembras las dos, se habían paseado lentamente por los campos cubiertos de nieve. Las sucesivas nevadas se habían congelado en poco tiempo hasta formar una serie de capas impenetrables. Los pavos y los ciervos no podían atravesarlas para llegar a la hierba y las plantas que necesitaban para sobrevivir. Las pavas cruzaban lo segado como un par de matronas artríticas.

R. J. no sabía si el Don se aplicaba también a los animales, pero no tenía necesidad de tocar a las pavas para saber que estaban a punto de morir. En el huerto reunieron sus fuerzas e hicieron débiles e infructuosos intentos de encaramarse aleteando a las ramas del manzano para alcanzar los brotes helados.

No pudo soportarlo más. Compró un gran saco de maíz en el almacén de Amherst y arrojó varios puñados en los lugares donde había visto las pavas.

Jan Smith no aprobó su gesto.

—La naturaleza se las arregló muy bien sin seres humanos durante muchos milenios. Los animales se las apañan muy bien sin nuestra ayuda. Los más aptos sobreviven —protestó. Desdeñaba incluso a quienes ponían comida a los pájaros—. Lo único que consiguen es ver de cerca a sus pájaros favoritos. Si no les pusieran comederos, los pájaros tendrían que mover un poco el culo para sobrevivir, y el esfuerzo les sentaría bien.

A ella le daba igual. Vio con satisfacción cómo las pavas y otras aves se comían su regalo. Acudieron palomas y faisanes, cuervos y arrendajos, y otros pájaros más pequeños que no supo identificar.

Cuando se terminaban los granos de maíz, o cuando nevaba y se cubrían los últimos que había echado, R. J. salía y arrojaba algunos más.

El frío enero dio paso a un febrero glacial. La gente sólo se aventuraba a salir envuelta en una gran variedad de capas protectoras: jerséis de punto, chaquetones rellenos de plumón, viejas cazadoras de piloto forradas de lana. R. J. llevaba ropa interior larga y gruesa, y una gorra de lana que le cubría las orejas.

La inclemencia del tiempo despertaba el espíritu pionero que había atraído hacia las montañas a sus primeros habitantes.

Una mañana de ventisca, R. J. avanzó como pudo entre las rachas de nieve para ir al consultorio, al que llegó jadeante y cubierta de blanco.

—Vaya día —comentó, casi sin aliento.

—¡Ya lo creo! —Asintió Toby, radiante—. ¿Verdad que es magnífico?

Fue un mes de comidas calientes y copiosas compartidas con amigos y vecinos, porque el invierno no terminaba nunca en las colinas y el deseo de compañía era general.

R. J. habló de restos arqueológicos norteamericanos con Lucy Gotelli, conservadora del museo del Williams College, mientras daban cuenta de un estofado de chiles en casa de Toby y Jan.

Lucy le explicó que su laboratorio estaba en condiciones de fechar objetos con razonable precisión, y R. J. empezó a describirle la bandeja que había encontrado en su prado junto a los restos infantiles.

—Me gustaría verla —dijo Lucy—. Hacia 1800 hubo aquí en Woodfield una fábrica de cerámica que producía piezas sin vidriar para uso cotidiano. Quizá la bandeja provenga de ahí.

Unas semanas más tarde, R. J. le llevó la bandeja a su casa.

Lucy la examinó con ayuda de una lupa.

—Bueno, yo diría que es un producto de Cerámicas Woodfield, desde luego. Claro que no puedo afirmarlo con certeza. Tenían una marca característica, una T y una R entrelazadas que aparecían en pintura negra en el reverso de cada pieza. Si esta bandeja tuvo la marca alguna vez, ya se ha borrado. —Contempló con curiosidad las siete oxidadas letras que aún se distinguían en la superficie de la bandeja: «ah» y «od», una «o» y, por último, «ia», y raspó la «h» con la uña—. Curioso color. ¿Te parece que es tinta?

—No lo sé. A mí me parece que es sangre —opinó R. J., y Lucy sonrió.

—No, te garantizo que sangre no es. Escucha, ¿por qué no me dejas llevarla al trabajo a ver qué puedo averiguar?

Así pues le dejó la bandeja a Lucy, pese a que se sentía extrañamente reacia a separarse de ella aunque fuera por poco tiempo.

A pesar del frío y de la espesa capa de nieve, un atardecer se oyeron arañazos en la puerta. Y más arañazos. Cuando R. J. abrió la puerta no se encontró con un lobo ni con un oso sino con la gata, que entró en la casa y se paseó por todas las habitaciones.

—Lo siento, Agunah. No están aquí —le dijo R. J.

Después de examinar toda la casa, Agunah se quedó parada ante la puerta hasta que R. J. la dejó salir.

Esa misma semana volvió a arañar la puerta otras dos veces, registró la casa con incredulidad y se marchó sin dignarse mirar a R. J.

Pasaron diez días antes de que Lucy Gotelli la llamara, con disculpas por el retraso.

—He examinado tu bandeja. En realidad no me ha llevado mucho tiempo pero en el museo hemos tenido un problema tras otro y hasta anteayer no pude dedicarme a ella.

—¿Y?

—Es un producto de Cerámicas Woodfield, en efecto; he conseguido detectar la marca latente con toda claridad. Y he analizado una muestra de la sustancia con que están trazadas las letras de la cara superior. Es pintura de caseína.

—Lo único que recuerdo de la caseína es que es un componente de la leche —comentó R. J.

—Efectivamente. La caseína es la principal proteína de la leche, la parte que se cuaja cuando la leche se agria. Antiguamente casi todos los granjeros de por aquí elaboraban su propia pintura. Tenían leche desnatada en abundancia, y dejaban secar la cuajada y la molían entre dos piedras. Utilizaban la caseína como aglutinante, mezclada con algún pigmento, leche, clara de huevo y un poco de agua. En este caso, el pigmento utilizado fue rojo de plomo. Es decir, que las letras fueron escritas con la típica pintura roja para cobertizos. En realidad un rojo muy vivo, pero el tiempo y la acción química de la tierra acabaron convirtiéndolo en óxido.

De hecho, le explicó Lucy, sólo había tenido que exponer la bandeja a una fuente de luz ultravioleta. La arcilla porosa había absorbido parte de la pintura, que bajo la radiación ultravioleta desprendía un brillo fluorescente.

—Entonces, ¿has podido detectar las otras letras?

—Sí, muy claramente. ¿Tienes un lápiz a mano? Te las voy a leer.

Las fue dictando una por una, y R. J. las anotó en su bloc de recetas. Cuando Lucy hubo terminado, R. J. se sentó y miró sin parpadear, casi sin respirar, lo que acababa de escribir: «Isaiah Norman Goodhue ve a Dios en inocencia 12 de noviembre de 1915».

De modo que la familia de Harry Crawford no tenía nada que ver con el esqueleto enterrado. R. J. había dirigido equivocadamente sus sospechas.

Examinó los archivos del pueblo para asegurarse de que Isaiah Norman Goodhue era en verdad el hermano Norm con quien Eva había vivido a solas la mayor parte de su vida. Cuando comprobó que así era, en lugar de respuestas se encontró con nuevas incógnitas y suposiciones, a cual más perturbadora.

En 1915 Eva debía de tener catorce años, una edad suficiente para concebir, pero en muchos aspectos importantes todavía era una niña. Su hermano mayor y ella habían vivido solos en la remota granja de la carretera de Laurel Hill.

Si el niño era de Eva, ¿había quedado embarazada de algún desconocido o de su propio hermano?

El nombre toscamente inscrito en la bandeja parecía llevar implícita la respuesta.

Isaiah Norman Goodhue era trece años mayor que su hermana.

No se casó; se pasó toda la vida aislado, trabajando solo en la granja. Sin duda contaba con su hermana para cocinar, cuidar la casa, echarle una mano con los animales y los campos.

¿Y sus restantes necesidades?

Si el niño era de los dos, ¿habría forzado a Eva o se trataría de un amor incestuoso?

¡Qué terror y desconcierto debió experimentar la muchacha al saberse embarazada!

Y después. R. J. se imaginaba a Eva, asustada, abrumada de culpa porque su hijo estaba sepultado en tierra sin bendecir, sufriendo los dolores del alumbramiento y de unos cuidados posparto primitivos o quizás inexistentes.

Estaba claro que habían elegido el prado pantanoso de su vecino para cavar la tumba porque estaba anegado, no valía para el cultivo y nunca sería removido por un arado.

¿Habían enterrado al niño entre los dos, hermano y hermana?

La bandeja de arcilla estaba enterrada a menor profundidad que el bebé.

A R. J. le pareció probable que Eva la hubiera inscrito para dejar constancia del nombre y la fecha de nacimiento de su hijo —la única placa conmemorativa que estaba a su alcance— y que luego la hubiese enterrado a hurtadillas sobre su hijo.

Eva se había pasado la mayor parte de la vida contemplando aquel prado desde lo alto de la colina.

¿Qué debía sentir cuando veía pacer allí las vacas de Harry Crawford, añadiendo su orina y su estiércol al fango del suelo?

Y, santo Dios, ¿habría nacido viva la criatura?

Sólo Eva hubiera podido responder a estas oscuras preguntas, de modo que R. J. nunca llegaría a saberlo con certeza. Ni lo deseaba tampoco. Se le habían quitado las ganas de exponer la bandeja en un lugar visible. Le hablaba de la tragedia en voz demasiado alta, le recordaba con demasiada claridad la desgracia de una muchacha del campo sumida en una profunda desesperación, así que la envolvió en papel marrón y la guardó en el último cajón del aparador.