Un viaje montaña abajo
Cuando David llegó a Boston, Sarah ya había salido del quirófano y se recuperaba bien. David se sentó junto a su cama y le sostuvo la mano mientras emergía de la anestesia. Al principio Sarah se echó a llorar al verlo y lo miró atemorizada, pero R. J. consideró que él la trataba de la manera más adecuada; se mostró tierno y comprensivo y no dio muestras de querer recurrir a la bebida.
R. J. juzgó que sería mejor dejarlos a solas. Quería saber exactamente qué había ocurrido, así que telefoneó a BethAnn DeMarco y le preguntó si quería cenar con ella. BethAnn estaba libre, y se encontraron en un pequeño restaurante mexicano de Brookline, cerca de donde vivía BethAnn.
—Esta mañana ha sido fuerte, ¿eh? —comentó DeMarco.
—Una mañana muy dura.
—Te recomiendo el arroz con pollo, está buenísimo —dijo BethAnn—. Les se siente muy mal. No me ha dicho nada, pero lo conozco. Llevo cuatro años en la clínica, R. J., y sólo he visto dos perforaciones. Ésta es la segunda.
—¿Quién hizo la otra?
BethAnn se revolvió en el asiento, incómoda.
—También le ocurrió a Les. Pero fue tan inocua que no hizo falta cirugía; sólo tuvimos que taponarla y enviarla a casa para que reposara en la cama. Lo de esta mañana no ha sido culpa de Les. La chica hizo un movimiento involuntario, como una gran sacudida, y la cureta penetró. El médico que la examinó allí donde vives…
—Daniel Noyes.
—Bueno, pues el doctor Noyes tampoco tiene la culpa. Por no descubrir el fibroide, quiero decir. No era grande y estaba en un pliegue de tejido, imposible de ver. Si hubiera sido sólo la perforación, o sólo el problema del fibroide, la cosa habría resultado más fácil. ¿Cómo se encuentra?
—Parece que está bien.
—Menos mal. Bien está lo que bien acaba. Yo voto por el arroz con pollo, ¿y tú?
A R. J. le daba igual; pidió también arroz con pollo.
Aquella misma noche, cuando estuvo a solas con David, él empezó a formularle duras preguntas a las que le resultaba difícil dar respuesta.
—¿En qué diablos estabas pensando, R. J.? ¿Por qué no me consultaste?
—Quería hacerlo, pero Sarah se negó de plano. Tenía que decidirlo ella, David.
—¡Es una niña!
—A veces el embarazo convierte a una niña en mujer. Sarah es una mujer de diecisiete años, e insistió en afrontar por sí misma su embarazo. Se presentó ante un juez, que decidió que era bastante madura para interrumpir la gestación sin que tú tuvieras que intervenir.
—Y supongo que te encargaste de concertar la entrevista con el juez.
—A petición de ella. Sí.
—Dios te maldiga, R. J. Te has portado como si su padre fuera un extraño para ti.
—Eso no es justo.
Al ver que no respondía, le preguntó si pensaba quedarse en Boston hasta que dieran de alta a Sarah en el hospital.
—Naturalmente.
—Tengo pacientes que me esperan. Volveré al pueblo.
—Sí, será lo mejor dijo él.
En las colinas llovió torrencialmente durante tres días, pero el día que Sarah volvió a casa brillaba un cálido sol, y la suave brisa transportaba el penetrante olor de los bosques en verano.
—¡Qué magnífico día para montar a Chaim! —exclamó Sarah.
R. J. se alegró de verla sonreír, pero estaba pálida y con aspecto fatigado.
—Ni lo pienses. Has de quedarte unos días descansando en casa. Es importante, ¿comprendes?
—Sí —respondió Sarah, risueña.
—Así tendrás ocasión de escuchar un poco de esa mala música. —Había comprado el último compacto de Pearl Jam, y los ojos de Sarah se iluminaron cuando se lo dio.
—R. J., nunca olvidaré…
—No tiene importancia. Lo que has de hacer ahora es cuidarte y reanudar tu vida. ¿Sigue enfadado contigo?
—Se le pasará. Ya verás. Seremos muy cariñosas con él y le hablaremos con mucha dulzura.
—Eres una chica estupenda. —R. J. le dio un beso en la mejilla, mientras pensaba que debería hablar con David sin más demora.
Salió al patio, donde él estaba descargando balas de heno de su camioneta.
—¿Querrás venir a cenar conmigo mañana por la noche, por favor? Tú solo.
David la miró unos instantes y asintió con la cabeza.
—De acuerdo.
A la mañana siguiente, poco después de las once, cuando se disponía a salir hacia Greenfield para visitar a dos pacientes ingresados en el hospital, sonó el teléfono.
—R. J., soy Sarah. Estoy sangrando.
—¿Mucho o poco?
—Mucho. Muchísimo.
—Voy ahora mismo. —Pero antes de salir llamó a la ambulancia.
Sarah había aceptado pasarse las horas sentada como una inválida en la vieja mecedora del porche, junto a los tarros de miel, mirando lo que se podía ver: las ardillas que perseguían a las palomas por el techo del cobertizo; dos conejos que se perseguían uno a otro; la oxidada camioneta azul de su vecino, el señor Riley, pasando por la carretera; una enorme marmota, obscenamente gorda, que comía tréboles en un rincón del prado.
De pronto vio que la marmota se alejaba con torpeza para ocultarse en su madriguera bajo el muro de piedra, y unos instantes después comprendió el motivo: en el lindero del bosque acababa de aparecer un oso negro, paseando con mucha calma.
Era un oso pequeño, seguramente nacido la temporada anterior, pero su olor llegó hasta el caballo.
Chaim irguió la cola y empezó a piafar y relinchar aterrorizado.
El oso, al oírlo, se internó precipitadamente en el bosque, y Sarah se echó a reír.
Pero entonces Chaim dio con el pecho contra el único poste en mal estado que había en la cerca de alambre de espino. La mayoría de los postes, de acacia negra recién cortada, eran capaces de resistir la humedad durante años, pero éste era de pino y se había podrido casi por completo en el punto donde se hundía en la tierra, de manera que cuando el caballo lo golpeó, cayó al suelo sin hacer apenas ruido y el animal pudo salvar la alambrada de un salto.
Sarah dejó la taza de café caliente y se puso en pie.
—¡Maldita sea! ¡Eh! ¡Eh, Chaim! —le gritó—. ¡No te muevas de ahí, caballo malo!
Mientras cruzaba el porche hacia los escalones recogió un trozo de cuerda vieja y un cubo en el que aún quedaba algo de pienso. Tenía que recorrer una buena distancia, y se obligó a ir despacio.
—¡Ven aquí, Chaim! —lo llamó—. ¡Mira qué tengo para ti!
Hizo sonar el cubo con los nudillos. Por lo general ese ruido bastaba para hacerlo venir, pero el caballo aún estaba asustado por el olor del oso y se alejó un poco carretera arriba.
—¡Maldita sea!
Esta vez la esperó, con la cabeza vuelta para observar el lindero del bosque. Nunca había intentado cocearla, pero Sarah no quiso darle ocasión y se acercó cautelosamente desde un lado, con el cubo de pienso por delante.
—Come, caballo tonto.
Cuando el animal hundió el morro en el cubo, Sarah dejó que se llenara la boca y enseguida le echó la cuerda al cuello, aunque sin anudarla por miedo a que saliera otra vez huyendo y se enredara con algo que pudiera asfixiarlo. Le hubiera gustado montarse en él y llevarlo de vuelta, cabalgando a pelo, pero se limitó a sostener la cuerda con las dos manos y le habló en voz suave y cariñosa.
Dejó atrás el boquete en la cerca y lo condujo hasta el tosco portón. Una vez allí aún tuvo que levantar los pesados postes de sus encajes para que el animal pudiera entrar en el campo.
Estaba colocando los postes otra vez en su sitio, pensando en cómo repararía el cercado hasta que su padre llegara a casa, cuando cobró conciencia de la humedad, del color rojo como cuero brillante que le teñía las piernas, del espantoso reguero que había dejado a su paso, y de pronto perdió todas las fuerzas y se echó a llorar.
Cuando R. J. llegó a la casa de troncos, las toallas con que Sarah intentaba taponar la hemorragia se habían mostrado lamentablemente ineficaces. Había más sangre en el suelo de la que R. J. hubiera podido imaginar. Se figuró que Sarah había permanecido allí en pie, sangrando, para no ensuciar la ropa de cama, hasta caer tendida hacia atrás, quizá desmayada. Ahora las piernas le colgaban sobre el borde de la cama teñida de escarlata, los pies en el suelo.
R. J. le puso las piernas en la cama, retiró las toallas empapadas y le aplicó un paquete de gasas limpias.
—Aprieta las piernas tan fuerte como puedas, Sarah.
—R. J. —dijo Sarah débilmente. Desde muy lejos.
Ya estaba semicomatosa, y R. J. comprendió que no podría controlar los músculos, así que cogió varios trozos de venda adhesiva y le unió las piernas mediante ataduras en los tobillos y las rodillas. Después juntó un montoncito de mantas y le colocó los pies encima.
La ambulancia llegó muy pronto.
Los técnicos la trasladaron sin pérdida de tiempo y R. J. subió detrás con Steve Ripley y Will Pauli e inmediatamente inició la terapia de oxígeno. Ripley hizo la evaluación y rellenó el informe por el camino, mientras la ambulancia corría bamboleándose.
Al ver que las constantes vitales coincidían con las cifras que R. J. había anotado en la casa, antes de que llegara la ambulancia, soltó un gruñido. R. J. asintió.
—Está en shock.
Cubrieron a Sarah con varias mantas y le pusieron los pies en alto. El rostro de Sarah, tras la gris mascarilla de oxígeno que le cubría boca y nariz, tenía el color del pergamino.
Por primera vez en muchísimo tiempo, R. J. hizo un intento para que cada célula de su ser se pusiera en contacto directo con Dios.
«Por favor —rezó—. Por favor, quiero a esta niña».
«Por favor. Por favor, por favor, por favor. Necesito a esta muchacha limpia y de piernas largas, a esta muchacha divertida y hermosa, a esta posible hija. La necesito».
Con un esfuerzo de voluntad cogió las manos de la joven entre las suyas. Notó cómo escapaba la arena del reloj, grano a grano, y ya no pudo soltarlas.
No podía hacer nada para impedirlo, para evitar lo que estaba ocurriendo. Sólo pudo afanarse con el aparato de oxígeno para asegurarse de que servía su mezcla más rica y pedirle a Will que se comunicara por radio con el hospital para que se prepararan a administrar una transfusión de sangre.
Cuando la ambulancia de Woodfield llegó a urgencias, las enfermeras que estaban esperándola abrieron la portezuela y quedaron confusas y desconcertadas ante la imagen de una R. J. incapaz de soltarle las manos a Sarah. Era la primera vez que veían llegar una ambulancia con un médico tan afectado.