La pequeña excursión
«Después de todo, ¿qué es una mentira? No es sino la verdad enmascarada», escribió Byron. R. J. detestaba la farsa.
—Si te parece bien, me llevaré a tu hija a Boston un par de días, David. Invito yo. Sólo chicas.
—Bueno, ¿y qué hay en Boston?
—Están representando una versión de Les miserables, para empezar. Iremos de restaurantes y miraremos muchos escaparates. Quiero que nos conozcamos mejor. —Se sintió indignada por el engaño, pero no se le ocurría otra cosa.
David se mostró muy complacido, le dio un beso y las despidió con sus bendiciones, de muy buen humor.
R. J. llamó a la clínica de Jamaica Plain para hablar con Mona Wilson y le comunicó que iría con Sarah Markus, de diecisiete años, que había entrado en el segundo trimestre de embarazo.
—Esta chica significa mucho para mí, Mona. Muchísimo.
—Está bien, R. J. Le ofreceremos todas las comodidades —respondió Mona, un poco más seca de lo que solía mostrarse con ella.
R. J. captó el mensaje de que para Mona todos los pacientes eran especiales, pero insistió con terquedad.
—¿Aún trabaja ahí Les Ustinovich?
—Sí, aún trabaja aquí.
—¿Podría llevarla Les, por favor?
—El doctor Ustinovich para Sarah Markus. Adjudicado.
Cuando R. J. pasó a recogerla por la casa de troncos, Sarah estaba demasiado contenta, demasiado animada.
Llevaba un holgado conjunto de dos piezas por indicación de R. J., quien le había explicado que sólo tendría que desnudarse de cintura para abajo.
Era un hermoso día de verano, el aire transparente como el cristal, y R. J. condujo lenta y cuidadosamente por el camino Mohawk y por la carretera 2, hasta llegar a Boston en menos de tres horas.
Ante la clínica de Jamaica Plain había dos policías con cara de aburrimiento que R. J. no reconoció, y ningún manifestante.
Cuando entraron, Charlotte Mannion, la recepcionista, le echó una mirada y lanzó un grito de alegría.
—¡Bienvenida, forastera! —exclamó, y salió corriendo a su encuentro para darle un beso en la mejilla.
Se habían producido muchos cambios de personal; la mitad de las personas que R. J. vio esa mañana eran desconocidas para ella. La otra mitad la recibió con grandes muestras de alegría, cosa que le resultó especialmente grata porque era evidente que le daba confianza a Sarah. Incluso Mona había olvidado su malhumor y le dio un fuerte y efusivo abrazo. Les Ustinovich, desgreñado y rezongón como siempre, le dirigió una sonrisa brevísima aunque llena de afecto.
—¿Cómo es la vida en la frontera?
—Muy buena, Les. —Le presentó a Sarah y enseguida se lo llevó aparte y le explicó discretamente que apreciaba mucho a aquella paciente—. Me alegro de que te encargues tú del caso.
—¿Ah, sí? —Estaba examinando el historial de Sarah y, al advertir que el examen físico lo había realizado Daniel Noyes en lugar de R. J., la miró con curiosidad—. ¿Es algo tuyo? ¿Una sobrina? ¿Una prima?
—Su padre significa mucho para mí.
—¡Ajá! Padre afortunado. —Empezó a alejarse, pero se volvió de nuevo—. ¿Quieres ayudar?
—No, gracias. —Sabía que Les lo decía por cortesía, pero el mero hecho de que se lo hubiera ofrecido ya era todo un detalle.
Permaneció con Sarah todas las horas que hicieron falta para cumplimentar los trámites preliminares, y la ayudó a rellenar los papeles de ingreso y la hoja médica.
Esperó fuera, leyendo un Time de dos meses atrás, mientras ella se hallaba en la sesión de asesoramiento, que para Sarah sería en su mayor parte una repetición, pues R. J. había repasado minuciosamente todos los detalles con ella.
La última parada del día fue en la sala de procedimientos, para la inserción de laminaria.
R. J. miraba sin verlo un ejemplar de Vanity Fair, consciente de que en el cuarto de al lado Sarah estaba tendida en una camilla, los pies en los estribos, mientras BethAnn DeMarco, una enfermera, le introducía en el útero un torzal de alga laminaria, como un bastoncillo de unos cinco centímetros.
En los abortos de primer trimestre, R. J. dilataba el cuello del útero con varillas de acero inoxidable, cada una más gruesa que la anterior. Los procedimientos de segundo trimestre requerían una abertura mayor para permitir el uso de una cánula más gruesa. El alga se hinchaba con la humedad que iba absorbiendo durante la noche y, a la mañana siguiente, la paciente no necesitaba más dilatación.
BethAnn DeMarco las acompañó hasta la puerta de la calle, mientras le daba noticias a R. J. de diversas personas con las que ambas habían trabajado.
—Puede que notes una ligera presión —le advirtió la enfermera a Sarah en tono despreocupado—, o incluso que el alga te produzca calambres durante la noche.
Al salir de la clínica se dirigieron a un hotel con vistas al río Charles. Después de inscribirse y subir a la habitación, R. J. se apresuró a llevar a Sarah a un restaurante chino, pensando deslumbrarla con la sopa hirviente y el pato estilo Pekín. Pero las molestias que la joven experimentaba no le permitían sentirse deslumbrada, y tuvieron que abandonar el helado de jengibre antes de terminarlo porque la «ligera presión» que DeMarco había mencionado estaba convirtiéndose en un calambre cada vez más intenso.
Cuando llegaron al hotel, Sarah estaba pálida y dolorida. Buscó en el bolso la piedra corazón de cristal y la colocó en la mesita de noche, donde pudiera verla, y a continuación se acurrucó en una de las camas, hecha un ovillo y esforzándose por no llorar.
R. J. le dio codeína y al fin se quitó los zapatos y se acostó a su lado. Tenía el doloroso convencimiento de que iba a rechazarla, pero cuando le pasó el brazo por los hombros, Sarah se arrimó a ella.
R. J. le acarició la mejilla y le alisó el cabello.
—¿Sabes una cosa, cariño? En cierto modo me gustaría que no hubieras estado siempre tan sana. Me gustaría que el dentista te hubiera hecho algunos empastes, quizás incluso que te hubieran extirpado las amígdalas y el apéndice, para que ahora comprendieras que el doctor Ustinovich cuidará muy bien de ti y que todo esto pasará.
Le dio unas palmaditas en la espalda y la acunó un poquito entre sus brazos.
—Mañana por la noche ya habrá terminado todo —le recordó, y permanecieron mucho rato así abrazadas.
Al día siguiente llegaron temprano a la clínica. Les Ustinovich aún no había tomado el café de la mañana y las saludó con una inclinación de cabeza y un gruñido.
Cuando terminó de ingerir su dosis de cafeína, DeMarco ya las había conducido a la sala de tratamiento y Sarah se hallaba en posición sobre la mesa.
Estaba pálida, rígida por la tensión. R. J. le sostuvo la mano mientras DeMarco administraba el bloqueante paracervical, una inyección de 20 cm3 de lidocaína, y le insertaba una aguja en la vena.
DeMarco hizo un par de intentos infructuosos antes de encontrar la vena, y Sarah acabó apretándole la mano a R. J. con tanta fuerza que le hizo daño.
—Esto te hará sentir mejor —le aseguró R. J. mientras DeMarco iniciaba la sedación intravenosa consciente, 100 mcg. de fentanilo.
El doctor Les Ustinovich se fijó en sus manos unidas nada más entrar.
—Me parece que será mejor que vaya a la sala de espera, doctora Cole.
R. J. comprendió que tenía razón. Retiró la mano y besó a Sarah en la mejilla.
—Nos veremos dentro de un ratito.
Se instaló en una silla dura de la sala de espera entre un joven muy delgado que ponía toda su atención en morderse una cutícula y una mujer madura que fingía leer un manoseado ejemplar de Redbook.
R. J. había traído el New England Journal of Medicine, pero le resultaba imposible concentrarse. Conocía muy bien el proceso y sabía exactamente qué debían de estarle haciendo a Sarah en cada momento. El curetaje se hacía en dos etapas de succión.
La primera se llamaba «la sesión larga» y duraba aproximadamente un minuto y medio. Luego, tras una pausa, venía otra succión más breve. No había terminado de leer un artículo completo cuando Ustinovich se asomó a la puerta y la llamó por señas.
Sus modales clínicos siempre eran igual de bruscos.
—Ha abortado, pero la he perforado.
—¡Dios mío, Les!
El médico la paralizó con una mirada que le devolvió la cordura.
Ya debía de sentirse bastante mal sin necesidad de que ella echara sal en la herida.
—Dio una sacudida en el peor momento. Sabe Dios que no sentía ningún dolor, pero estaba hecha un manojo de nervios. La perforación del útero se produjo en un punto donde tiene un tumor fibroide, de manera que hay bastante desgarro. Está sangrando mucho, pero se repondrá. La hemos taponado, y la ambulancia ya está en camino.
A partir de ese momento, R. J. empezó a verlo todo a cámara muy lenta, como si se hubiera sumergido en el agua.
Durante todo el tiempo que había trabajado en la clínica no había perforado ningún útero, pero ella siempre había trabajado con mujeres de primer trimestre. Las perforaciones se producían con muy poca frecuencia y exigían intervención quirúrgica. Por fortuna, el Hospital Lemuel Grace se hallaba a pocos minutos de distancia, y la ambulancia llegó casi antes de que R. J. hubiera terminado de tranquilizar a Sarah.
Hizo el breve trayecto al lado de Sarah, que fue conducida al quirófano nada más llegar.
R. J. no tuvo que pedir un cirujano en especial. Conocía la reputación del ginecólogo que habían asignado a Sarah, Sumner Harrison. Tenía fama de ser muy bueno, el mejor que podía tocarle.
El hospital que tan familiar había sido para ella le parecía ahora ligeramente desenfocado. Muchas caras desconocidas. Dos personas le sonrieron y la saludaron al cruzarse con ella por el pasillo, mientras iban apresuradamente de un sitio a otro.
Pero recordaba muy bien dónde estaban los teléfonos. Descolgó uno de ellos, introdujo la tarjeta de crédito en la ranura y marcó el número.
Sonó dos veces antes de que atendieran la llamada.
—¿David? Hola, soy R. J.