La estación de frío
David fue a casa de R. J. una tarde en que ella no estaba.
Calzado con sus raquetas para la nieve, pasó tres veces por el sendero que habían abierto en el bosque, apisonando la gruesa capa de nieve para que pudieran recorrerlo los dos con esquís de montaña. El sendero era demasiado corto, un esquiador lo cubría muy pronto, y estuvieron de acuerdo en que tendrían que terminarlo a tiempo para poder esquiar mejor el invierno siguiente.
Durante la estación fría el bosque se transformaba en un lugar muy distinto. Vieron huellas de animales que en verano habrían cruzado el bosque sin dejar ninguna señal: huellas de ciervo, visón, mapache, pavo salvaje, gato montés.
Una hilera de huellas de conejo terminaba bruscamente en un montón de nieve revuelta al lado del camino. David apartó la nieve con un bastón de esquí y descubrió sangre congelada y trozos de piel blanca de un conejo devorado por un búho.
La nieve representaba una enorme dificultad para la vida cotidiana en las colinas. A sugerencia de David, R. J. compró un par de raquetas para andar por la nieve y practicó con ellas hasta que llegó a desenvolverse de un modo razonable. Las llevaba siempre en el coche, «por si acaso». En realidad, aquel invierno no tuvo necesidad de utilizarlas. Pero a comienzos de enero hubo una tormenta que incluso a los veteranos del pueblo les pareció una gran nevada. Tras un día y una noche en los que no cesaron de caer gruesos copos de nieve, el teléfono de R. J. sonó justo cuando se disponía a desayunar.
Era Bonnie Roche.
—Doctora Cole, tengo un dolor muy fuerte en el costado, y tantas náuseas que no he podido acabar de ordeñar.
—¿Tiene fiebre?
—Estoy a treinta y ocho. Pero me duele muchísimo el costado.
—¿Qué costado?
—El derecho.
—¿Arriba o abajo?
—Arriba… Bueno, no sé. Hacia el medio, me parece.
—¿Le han extraído el apéndice?
—No. ¡Ay, doctora Cole! No puedo ir al hospital, ni pensarlo. No tenemos dinero.
—No demos nada por sentado. Salgo hacia ahí ahora mismo.
—Sólo podrá llegar hasta el desvío de la carretera. Nuestro camino particular está bloqueado por la nieve.
—Procure aguantar y espéreme —dijo R. J. con voz resuelta—. Llegaré.
Su camino particular medía más de dos kilómetros. R. J. llamó al servicio de ambulancia del pueblo, que tenía una unidad de rescate provista de motos para la nieve.
Fueron a esperarla a la entrada del camino de los Roche con dos vehículos, y poco después R. J. se encontró sentada detrás de Jan Smith y abrazada a él, con la frente contra su espalda mientras se deslizaban por la pista de tierra cubierta de nieve. Nada más llegar comprobó que el problema de Bonnie era una apendicitis. En condiciones normales, R. J. nunca habría elegido una moto para la nieve como transporte idóneo para una paciente con apendicitis, pero las circunstancias se lo imponían.
—No puedo ir al hospital, Paulie —le dijo Bonnie a su marido—. No puedo, maldita sea. Tú ya lo sabes.
—No te preocupes por eso. Déjalo en mis manos —respondió Paul Roche. Era un hombre alto y huesudo, de veintitantos años que aún parecía demasiado joven para beber alcohol legalmente. Todas las veces que R. J. había acudido a su granja lo había encontrado trabajando, y siempre lo había visto con su preocupado rostro juvenil surcado por un ceño de adulto.
A pesar de sus protestas, Bonnie tuvo que subir al vehículo de Dennis Stanley, que se alejó a la mínima velocidad posible.
Bonnie viajaba encogida sobre sí misma, protegiéndose el apéndice. La ambulancia y los técnicos estaban esperándola en la carretera, despejada por las máquinas quitanieves, y se la llevaron apresuradamente, rompiendo con la sirena el silencio del campo.
—En cuanto al dinero, doctora Cole… No tenemos seguro —le anunció Paul.
—¿El año pasado obtuvieron de la granja un beneficio de más de treinta y seis mil dólares netos?
—¿Treinta y seis mil dólares netos? —Sonrió con amargura—. Supongo que está usted de broma.
—Entonces, según las disposiciones de la Ley Hill-Burton, el hospital no les cobrará nada. Yo me encargaré de que les manden los papeles necesarios.
—¿En serio?
—Sí. Aunque… me temo que la Ley Hill-Burton no incluye los honorarios de los médicos. Por mi factura no se preocupe —se forzó a decir—, pero sin duda tendrá que pagar a un cirujano, un anestesista, un radiólogo y un patólogo.
Le dolió ver cómo la angustia volvía a reflejarse en los ojos del joven.
Aquella noche le contó a David los apuros de los Roche.
—La Ley Hill-Burton se aprobó con el propósito de proteger a los indigentes y a las personas sin seguro contra posibles calamidades, pero no lo consigue porque sólo cubre la factura del hospital. La situación económica de los Roche es precaria, y a duras penas se mantienen a flote. Los gastos no incluidos podrían bastar para hundirlos.
—El hospital incrementa sus facturas a las compañías de seguros para cubrir lo que no puede cobrar a los pacientes como Bonnie —comentó David con voz pausada—, y las compañías de seguros aumentan sus primas para cubrir ese incremento. O sea que al final todos los que contratan un seguro médico acaban pagando los gastos de hospital de Bonnie.
R. J. asintió.
—Es un mal sistema, un sistema completamente inadecuado. En Estados Unidos hay treinta y siete millones de personas que carecen de cualquier tipo de seguro médico. Las naciones industrializadas, como Alemania, Italia, Francia, Japón, Inglaterra y Canadá, proporcionan atención médica a todos sus ciudadanos, y el coste es una pequeña parte de lo que el país más rico del mundo se gasta en un sistema de atención sanitaria inadecuado. Es una vergüenza nacional.
David suspiró.
—No creo que Paul salga adelante aunque consigan superar este problema. En las colinas, la capa de tierra es superficial y pedregosa. Tenemos algunos campos de patatas y unos pocos huertos, y algunos agricultores plantaban tabaco, pero lo que mejor se da en estas alturas es la hierba. Por eso había tantas granjas lecheras. Pero el Gobierno ya no subvenciona el precio de la leche, y los únicos productores de leche que pueden ganar dinero son las grandes empresas agroindustriales, granjas enormes con rebaños gigantescos, en estados como Wisconsin o Iowa. —Era el tema de su novela—. Las pequeñas granjas de por aquí han ido reventando como globos. Y al haber menos granjas ha desaparecido el entramado que las sostenía. Sólo quedan uno o dos veterinarios para cuidar del ganado, y los concesionarios de material agrícola han cerrado sus puertas, de manera que si un agricultor como Paul necesita un repuesto para el tractor o para la embaladora, tiene que desplazarse hasta el estado de Nueva York o de Vermont para encontrarlo. Los pequeños agricultores están condenados. Los únicos que quedan son los que tienen una fortuna personal y unos cuantos como Bonnie y Paul, románticos empedernidos.
R. J. recordó lo que había dicho su padre cuando le expuso su deseo de practicar la medicina rural.
—¿Los últimos vaqueros en busca de la pradera desaparecida?
—Algo por el estilo —respondió David, sonriente.
—No hay nada malo en ser romántico. —Decidió hacer todo lo que estuviera en sus manos para que Bonnie y Paul conservaran su granja.
Sarah se había ido a New Haven con el club de teatro de la escuela para ver una reposición de La muerte de un viajante y pasaría toda la noche fuera. David preguntó tímidamente a R. J. si podía quedarse a dormir en La Casa del Límite.
Era una nueva vuelta de tuerca en su relación, no porque David no fuera bien recibido en su casa sino porque de pronto se introducía más decididamente en su espacio vital, y eso era algo a lo que había que acostumbrarse. Hicieron el amor y luego él se quedó en la habitación, ocupando casi toda la cama, durmiendo tan profundamente como si se hubiera pasado allí las últimas mil noches.
Hacia las once, incapaz de conciliar el sueño, R. J. se levantó de la cama y fue a conectar el televisor de la sala para ver las noticias de la noche, con el volumen muy bajo. A los pocos minutos se encontró escuchando a un senador que tachaba a Hillary Clinton de «samaritana visionaria» por su promesa de hacer aprobar una ley de asistencia sanitaria para todo el mundo. El senador era millonario, y todos sus problemas de salud eran atendidos en el Hospital Naval de Bethesda de forma gratuita.
R. J., a solas ante la pantalla parpadeante, lo maldijo entre dientes hasta que empezó a reírse de su propia tontería.
Entonces apagó el aparato y volvió a la cama.
El viento gemía y aullaba, frío como el corazón del senador. Era bueno acurrucarse contra el cuerpo caliente de David, y al fin se durmió tan profundamente como él.