Nuevas amistades
Una atareada tarde de trabajo R. J. recibió una llamada de cierta Penny Coleridge.
—Le he dicho que estaba usted con un paciente y que ya la llamaría —explicó Toby—. Es comadrona. Dice que le gustaría conocerla.
R. J. devolvió la llamada en cuanto pudo. Penny Coleridge tenía una voz agradable, pero por teléfono resultaba imposible calcularle la edad. Dijo que llevaba cuatro años trabajando en las colinas. Había otras dos comadronas —Susan Millet y June Todman que trabajaban con ella—. R. J. las invitó a cenar en su casa el jueves siguiente, su tarde libre, y tras consultar con sus colegas, Penny Coleridge dijo que irían las tres.
Penny Coleridge resultó ser una mujer morena, rolliza y afable, que quizá no había cumplido aún los cuarenta. Susan Millet y June Todman eran unos diez años mayores. A Susan empezaba a encanecérsele el cabello, pero tanto ella como June eran rubias y a veces la gente las tomaba por hermanas porque se parecían bastante, aunque lo cierto es que sólo hacía unos años que se conocían. June se había formado en el programa de maternidad de Yale New Haven.
Penny y Susan eran comadronas y enfermeras; Penny había estudiado en la Universidad de Minnesota y Susan en Urbana, Illinois.
Las tres dejaron bien claro que se alegraban de que hubiera una médico en Woodfield. Según le contaron a R. J., en los pueblos de las colinas había mujeres que a la hora del parto querían ser atendidas por un ginecólogo o un médico de cabecera, y tenían que ir bastante lejos para encontrarlo.
Otras pacientes preferían las técnicas menos agresivas utilizadas por las comadronas.
—En sitios donde todos los médicos son hombres, algunas pacientes acuden a nosotras porque quieren que sea una mujer quien les ayude a dar a luz —dijo Susan, y sonrió—. Ahora que está usted aquí, tienen más donde elegir.
Algunos años atrás, los tocoginecólogos de los centros urbanos habían maniobrado políticamente para arrinconar a las comadronas, porque las consideraban sus competidoras.
—Pero aquí en las colinas, los médicos no nos causan problemas —dijo Penny—. Hay trabajo más que suficiente para todos, y se alegran de que estemos aquí para compartir la carga. La ley nos obliga a trabajar como asalariadas, contratadas por un médico o una clínica. Y aunque las comadronas seríamos perfectamente capaces de hacer cosas como extracciones con vacum y partos con fórceps, debemos tener el respaldo de un ginecólogo colegiado para que haga todas esas cosas, lo mismo que usted.
—¿Se ha puesto ya en contacto con algún tocoginecólogo? —le preguntó June a R. J.
—No, y les agradecería que me aconsejaran alguno.
—Nosotras trabajábamos con Grant Hardy, un ginecólogo joven muy bueno —le explicó Susan—. Es listo e idealista, y tiene amplitud de miras. —Torció el gesto—. Demasiado idealista, supongo: ha aceptado un puesto en el Departamento de Sanidad, en Washington.
—¿Se han puesto de acuerdo con algún otro tocoginecólogo?
—Sí, con Daniel Noyes. El problema es que se retira el año que viene y tendremos que empezar a buscar otro. No obstante —añadió Penny, pensativa—, podría ser la persona adecuada para usted, como lo es para nosotras. Aparentemente es gruñón e irritable, pero en realidad es un vejete encantador. Es el mejor tocoginecólogo de la región, con mucho, y si llega a un acuerdo con él tendrá usted tiempo para buscar tranquilamente otro tocoginecólogo antes de que se retire.
R. J. asintió.
—Me parece razonable. Intentaré convencerlo para que trabaje conmigo.
Las comadronas se mostraron visiblemente complacidas al enterarse de que R. J. había recibido enseñanza avanzada en obstetricia y ginecología y que había trabajado en una unidad especializada en los trastornos hormonales de la mujer.
Se sintieron aliviadas al saber que podían contar con ella si surgía un problema médico con alguna de sus pacientes, y tenían varias mujeres a las que querían que examinara.
A R. J. le gustaron como personas y como profesionales, y su presencia le hizo sentirse más segura.
Iba con frecuencia a visitar a Eva Goodhue, a veces con unos helados o algo de fruta. Eva era callada e introspectiva; al principio R. J. sospechaba que era su manera de llorar la muerte de su sobrina, pero con el paso de los días llegó a la conclusión de que esos rasgos formaban parte de su personalidad.
El comité pastoral de la Primera Iglesia Congregacionalista había limpiado a conciencia el apartamento, y Comidas Sobre Ruedas, una organización sin ánimo de lucro que atendía a los ancianos, le llevaba una comida caliente cada día. R. J. se reunió con la asistenta social del condado de Franklin, Marjorie Lassiter, y con John Richardson, ministro de la iglesia en Woodfield, para hablar de las restantes necesidades de la señorita Goodhue. La asistenta social comenzó con un sucinto informe de su situación económica.
—Se ha quedado sin nada.
Veintinueve años antes, Norm, el único hermano vivo de Eva Goodhue, había muerto soltero de una neumonía. Su muerte había dejado a Eva como única propietaria de la granja familiar en la que había vivido siempre. Eva la vendió enseguida por casi cuarenta y un mil dólares y alquiló el piso de la calle Mayor, en el pueblo. Pocos años después, su sobrina Helen Goodhue Phillips, hija de Harold Goodhue, el otro hermano difunto de Eva, se divorció de un marido que la maltrataba y se fue a vivir con su tía.
—Contaban con el dinero que Eva tenía en el banco y con una pequeña pensión asistencial —siguió explicando Marjorie Lassiter—. Creían tener la vida resuelta, y a veces incluso cedían a la tentación de hacer compras por correo. Siempre gastaban más de lo que rentaba anualmente su cuenta bancaria, hasta que por fin se acabó el capital. —Suspiró—. No es un caso insólito, créame, que alguien dure más que su dinero.
—Gracias a Dios que todavía cuenta con la pensión —intervino John Richardson.
—No será suficiente —señaló la asistenta social—. Sólo el alquiler mensual ya asciende a cuatrocientos diez dólares. Ha de comprar comida. Está en Medicare, pero ha de comprar medicamentos. No tiene ningún seguro médico complementario.
—Mientras viva en el pueblo, yo me ocuparé de la atención médica —se ofreció R. J. en voz baja.
Marjorie Lassiter le dirigió una sonrisa pesarosa.
—Pero aún quedan el combustible, la electricidad y alguna que otra prenda de vestir de vez en cuando.
—El Fondo Sumner —apuntó Richardson—. El municipio de Woodfield dispone de una suma de dinero que le fue dejada en fideicomiso para que la dedicara a ayudar a los ciudadanos necesitados. Las ayudas se distribuyen discretamente según el criterio de tres administradores, que las mantienen en secreto. Hablaré con Janet Cantwell —concluyó el ministro.
Al cabo de unos días, R. J. se encontró con Richardson ante la biblioteca, y éste le aseguró que ya lo había arreglado todo con la junta de administradores: la señorita Goodhue recibiría un estipendio mensual del Fondo Sumner, lo suficiente para cubrir su déficit.
Más tarde, mientras actualizaba los historiales clínicos de los pacientes, R. J. tomó conciencia de una verdad como un templo: mientras viviera en un pueblo que estaba dispuesto a ayudar a una anciana indigente, le daba igual que los lavabos del ayuntamiento no fueran nuevos ni estuvieran resplandecientes.
—Quiero seguir viviendo en mi casa —dijo Eva Goodhue.
—Y así será —le aseguró R. J.
Por indicación de Eva, R. J. preparó una infusión de casis, la preferida de la anciana. Se sentaron a la mesa de la cocina y comentaron el examen físico que R. J. acababa de concluir.
—Su estado es extraordinariamente bueno, teniendo en cuenta que va a cumplir noventa y tres años. Está claro que tiene usted unos genes fantásticos. ¿Sus padres también fueron longevos?
—No, mis padres murieron bastante jóvenes. Mi madre, de un ataque de apendicitis cuando yo sólo tenía cinco años. Quizá mi padre hubiera llegado a viejo, pero murió en un accidente: se soltó un cargamento de troncos y quedó aplastado. Eso ocurrió cuando yo tenía nueve años.
—Y entonces, ¿quién la crio?
—Mi hermano Norm. Yo tenía dos hermanos; Norm, trece años mayor que yo, y Harold, que era cuatro años menor que Norm. No se llevaban bien. Nada bien. No hacían más que discutir, hasta que un día Harold se marchó de la granja y Norman tuvo que ocuparse de ella. Ingresó en la Guardia Costera y no volvió más a casa ni volvió a comunicarse con Norm, aunque yo recibía una postal de vez en cuando, y a veces por Navidad me llegaba una carta y algo de dinero. —Bebió un poco de infusión—. Harold falleció de tuberculosis en el Hospital Naval de Maryland unos diez años antes de la muerte de Norm.
—¿Sabe lo que no me entra en la cabeza?
La expresión hizo sonreír a Eva.
—¿Qué?
—Cuando usted nació, Victoria reinaba en Inglaterra. Guillermo II era el último emperador de Alemania. Teddy Roosevelt estaba a punto de convertirse en presidente de Estados Unidos. Y Woodfield… ¡cuántos cambios habrá visto usted en Woodfield!
—No tantos como pueda imaginarse —objetó Eva—. El automóvil, naturalmente. Ahora todas las carreteras importantes están asfaltadas. Y la electricidad llega a todas partes. Recuerdo cuando pusieron las farolas en la calle Mayor. Yo tenía catorce años. Cuando terminé mis tareas en la granja, que estaba a diez kilómetros, vine andando hasta el pueblo para ver las luces encendidas. Aún pasaron diez o veinte años antes de que los cables eléctricos llegaran a todas las casas del pueblo. Ni siquiera conocimos las ordeñadoras mecánicas hasta que yo tenía cuarenta y siete años. ¡Ése sí que fue un cambio agradable!
Apenas dijo nada sobre la muerte de Helen. R. J. abordó el tema porque creyó que le haría bien hablar de ello, pero Eva se limitó a mirarla con ojos cansados, tan profundos e insondables como un lago.
—Era un alma bendita, la hija única de mi hermano Harold. Claro que la notaré a faltar. Los echo de menos a todos, o a casi todos.
Y luego añadió:
—He vivido más que todas las personas que conocía.