Un don para ser utilizado
Por lo general la temperatura en las colinas siempre era cinco o seis grados más baja que en el valle, tanto en verano como en invierno, pero ese año en la tercera semana de agosto el calor fue excesivo, y R. J. y David salieron a buscar juntos el frescor del bosque. Al final del sendero se enfrentaron a la espesura y siguieron avanzando con dificultad hacia el río. Luego hicieron sudorosos el amor sobre la pinaza de la ribera, R. J. preocupada por si aparecían cazadores. Después encontraron un remanso con fondo de arena y se sentaron desnudos en el agua, y se lavaron el uno al otro.
—Esto es el paraíso —dijo ella.
—Por lo menos es lo contrario del infierno —respondió David pensativo.
Le contó un relato a R. J., una leyenda.
—En Sheol, el ardiente mundo subterráneo al que van los pecadores, cada viernes al ponerse el sol, el malaj hamavet, el Ángel de la Muerte, deja en libertad a las almas, que para aliviarse se pasan el sabbath sentadas en un arroyo, como ahora estamos nosotros. Por eso en otros tiempos los judíos más piadosos se negaban a beber agua durante todo el sabbath: no querían reducir el nivel de las aguas bienhechoras ocupadas por las almas de Sheol.
A R. J. le pareció interesante la leyenda pero le planteó unos interrogantes sobre David.
—No te comprendo. ¿Hasta qué punto te burlas de la piedad y hasta qué punto la piedad forma parte del verdadero David Markus? A fin de cuentas, ¿quién eres tú para hablar de ángeles si ni siquiera crees en Dios?
David quedó un poco desconcertado.
—¿Quién ha dicho eso? Es sólo que… no estoy completamente seguro de que exista Dios, ni de qué puede ser, en caso de que exista. —Le dirigió una sonrisa—. Creo en todo un orden de poderes superiores. Ángeles. Djinns. Espíritus de cocina. Creo en los espíritus sagrados que atienden los molinos de oraciones, y en los duendes y gnomos. —Alzó una mano—. Escucha.
Lo que ella oyó fue el lamento del agua, trinos confiados, el viento entre la infinidad de hojas, el zumbido aterciopelado de un camión en la lejana carretera.
—Cada vez que vengo al bosque noto la presencia de los espíritus.
—Estoy hablando en serio, David.
—¡Y yo también, maldita sea!
R. J. vio que David era capaz de experimentar una euforia espontánea, de alcanzar un estado de exaltación sin tomar alcohol.
Pero ¿realmente era sin tomar alcohol? ¿Estaba ya a salvo de la bebida?
¿En qué medida estaba curada la debilidad que acechaba en su interior? La caprichosa brisa seguía agitando las hojas sobre sus cabezas, y los duendes que David había mencionado tironeaban de ella, pellizcaban las partes más sensibles de su psique, le susurraban que, aunque estaba cada vez más comprometida con ese hombre, había mucho que ignoraba de David Markus.
R. J. había llamado a un asistente social del condado para indicarle que Eva Goodhue y Helen Phillips necesitaban ayuda, pero las autoridades actuaban despacio y, antes de que la llamada diera resultados, una tarde se presentó un muchacho en el consultorio y anunció que se necesitaba con urgencia a la doctora en el piso de encima de la ferretería.
Esta vez la puerta del apartamento de Eva Goodhue se abrió ante ella y expulsó una vaharada de un aire tan viciado que R. J. tuvo que contener las arcadas. El suelo estaba lleno de gatos que acudían a frotarse contra sus piernas mientras ella trataba de esquivar los excrementos. La basura rebosaba de un cubo de plástico, y la pila estaba llena de platos cubiertos de restos mohosos. R. J. se había figurado que la llamaban porque la señorita Goodhue sufría algún problema, pero la anciana de noventa y dos años, vestida y dinámica, estaba esperándola.
—Es Helen, que no se encuentra nada bien.
Helen Phillips estaba acostada. R. J. la auscultó con el estetoscopio sin oír nada alarmante.
Necesitaba un buen baño y tenía llagas producidas por su estancia continuada en la cama; tenía indigestión, eructaba y ventoseaba, y no respondía a las preguntas. Eva Goodhue las contestó todas por ella.
—¿Por qué está en cama, Helen?
—Le gusta, está bien en la cama. Le gusta estar acostada mirando la televisión.
A juzgar por el estado de las sábanas, era evidente que Helen hacía todas las comidas en la cama.
R. J. se disponía a recetarle un nuevo régimen, más severo: levantarse temprano por la mañana, bañarse a menudo, comer en la mesa… Y una muestra de farmacia para la indigestión. Pero al cogerle las manos sufrió un sobresalto. Hacía tiempo que no experimentaba la extraña y tremenda revelación, el conocimiento cierto para el que no cabía explicación.
Descolgó el teléfono y llamó impaciente a la ambulancia del pueblo.
—Joe, soy Roberta Cole. Tengo una urgencia y necesito una ambulancia enseguida. En casa de Eva Goodhue, justo encima de la ferretería.
Llegaron en menos de cuatro minutos, un tiempo récord, pero aun así a Helen Phillips se le paró el corazón cuando la ambulancia todavía estaba a medio camino del hospital. Pese a los frenéticos intentos de reanimación, falleció antes de llegar.
Hacía varios años que R. J. no recibía el mensaje de muerte inminente, y por primera vez tuvo que reconocer que poseía el Don. Recordó lo que le había contado su padre al respecto.
Descubrió que estaba dispuesta a creer.
Quizá, se dijo, podría aprender a utilizarlo para combatir lo que David llamaba el malaj hamavet.
Añadió al maletín una aguja hipodérmica y una provisión de estreptoquinasa, y se acostumbró a cogerles las manos a sus pacientes cada vez que se le presentaba la ocasión.
Apenas tres semanas más tarde, durante una visita al domicilio de Frank Olchowski, un profesor de matemáticas del instituto, que estaba en cama con gripe, le cogió las manos a su esposa Stella y percibió las señales que temía detectar.
Respiró hondo y se forzó a pensar con serenidad. No tenía ni idea de la forma que iba a adoptar el desastre inminente, pero lo más probable era que se presentara como un ataque cardíaco o como un accidente vascular cerebral.
La mujer tenía cincuenta y tres años, pesaba unos quince kilos de más y reaccionó con inquietud y perplejidad.
—¡El enfermo es Frank, doctora Cole! ¿Por qué ha llamado la ambulancia y por qué tengo que ir yo al hospital?
—Confíe en mí, señora Olchowski.
Stella Olchowski entró en la ambulancia, mirando a la doctora de un modo extraño.
R. J. subió a la ambulancia con ella. Le ajustó la mascarilla al rostro y graduó el mando de la bombona para que suministrara oxígeno al ciento por ciento. El conductor era Timothy Dalton, un agricultor.
—Ábrase paso. Sin ruido —le ordenó.
El hombre encendió las luces destellantes y partió a toda velocidad, pero sin conectar la sirena; R. J. no quería que la señora Olchowski se asustara más de lo que ya lo estaba.
Steve Ripley puso cara de preocupación tras tomarle las constantes vitales a la paciente. El técnico médico lanzó una mirada de perplejidad a R. J.
—¿Qué le ocurre a la paciente, doctora Cole? —preguntó, mientras extendía la mano hacia el radioteléfono.
—No llame al hospital todavía.
—Si llevo a alguien sin síntomas y sin comunicarme con el control médico de la sala de urgencias, me voy a meter en un lío.
R. J. lo miró.
—Hágame caso, Steve.
El hombre colgó de mala gana el radioteléfono y se quedó mirando a Stella Olchowski y a R. J. con creciente preocupación a medida que la ambulancia avanzaba por la carretera.
Habían cubierto dos terceras partes del trayecto cuando la señora Olchowski contrajo las facciones y se llevó una mano al corazón.
Emitió un gemido y miró a R. J. con los ojos muy abiertos.
—Vuelva a tomarle las constantes, deprisa.
—¡Dios mío, tiene una arritmia grave!
—Ya puede llamar a control médico. Dígales que está sufriendo un ataque cardíaco y que la doctora Cole va en la ambulancia. Pídales permiso para administrarle estreptoquinasa. —Antes de que terminara de hablar, la aguja hipodérmica ya se había hundido en la carne y sus dedos empujaban el émbolo.
Las células del corazón estaban perfundidas de oxígeno, y cuando se recibió el permiso del control médico el medicamento ya había empezado a actuar. En el momento en que la señora Olchowski fue recogida por el personal de urgencias del hospital, el daño sufrido por el corazón se había reducido al mínimo.
R. J. comprobó por primera vez que el extraño mensaje que a veces recibía de sus pacientes podía salvarles la vida.
Los Olchowski ensalzaron ante sus amistades la maravillosa sabiduría de su médico.
—Se limitó a mirarme y supo lo que iba a ocurrir. ¡Es una gran doctora! —decía Stella. El personal de la ambulancia estaba completamente de acuerdo, y añadía sus propios adornos al relato. R. J. empezó a disfrutar de las sonrisas que le dedicaban mientras se dirigía a sus visitas domiciliarias.
—Al pueblo le gusta tener médico otra vez —le reveló Peg—; y para ellos es un orgullo pensar que tienen una extraordinaria doctora.
A R. J. le resultaba embarazoso, pero el mensaje se extendió por valles y colinas. Toby Smith regresó de la convención demócrata del estado, en Springfield, y le contó que un delegado de Charlemont le había comentado que había oído decir que la doctora para la que Toby trabajaba era una persona muy amable y afectuosa. Siempre le cogía las manos a la gente.
Octubre acabó con los insectos fastidiosos y desencadenó increíbles estallidos de color en los árboles y un alegre jaspeado en las colinas. La gente del pueblo le aseguró que sólo era un otoño corriente, pero ella no lo creyó. Un día del veranillo de San Martín, David y ella fueron a pescar en el Catamount, donde él capturó tres truchas aceptables y ella dos, con las agallas de vivos colores para el apareamiento. Al limpiar las truchas descubrieron que dos eran hembras cargadas de huevas. David reservó las huevas para freírlas con huevos de gallina, pero R. J. las rehusó, porque no le gustaba ninguna clase de freza.
Sentada con él junto a la orilla, empezó a contarle detalles de las experiencias que jamás se atrevería a comentar a ningún colega médico.
R. J. advirtió que David escuchaba con gran interés.
—Está escrito en la Mishná… ¿Sabes qué es la Mishná?
—¿Una escritura sagrada de los hebreos?
—Es el libro básico de la ley y el pensamiento de los judíos, compilado hace mil ochocientos años. En él se cuenta que hubo un rabino llamado Hanina ben Dosa que era capaz de hacer milagros. Rezaba junto a los enfermos y dictaminaba: «Éste vivirá», «Éste morirá», y siempre resultaba como él decía. Un día le preguntaron: «¿Y tú cómo lo sabes?», y él les respondió: «Si la oración es fluida en mi boca, sé que el enfermo es aceptado. Si no lo es, sé que es rechazado».
R. J. se turbó.
—Yo no rezo a su lado.
—Ya lo sé. Tus antepasados le dieron el nombre apropiado: es el Don.
—Pero… ¿qué es?
David se encogió de hombros.
—Un sabio religioso diría, tanto de ti como del rabino Hanina, que se trata de un mensaje que sólo vosotros tenéis el privilegio de oír.
—Pero ¿por qué yo? ¿Por qué mi familia? Y un mensaje… ¿de quién? Desde luego, no de tu ángel de la muerte.
—Creo que tu padre seguramente tenía razón al pensar que es un don genético, una combinación de sensores mentales y biológicos que te proporciona información complementaria. Una especie de sexto sentido.
Extendió las manos hacia ella.
—No. Quita —protestó R. J. cuando se dio cuenta de lo que pretendía.
Pero David esperó con increíble paciencia hasta que ella las tomó entre las suyas.
R. J. notó el calor y la fuerza del apretón, y una sensación de alivio y al mismo tiempo de enfado.
—Vivirás para siempre.
—Viviré si tú vives —dijo David.
Hablaba como si fueran almas gemelas. R. J. pensó que él ya había tenido un intenso amor, una esposa a la que había adorado y aún recordaba. Ella había tenido a Charlie Harris, un primer amante que había muerto cuando su unión todavía era perfecta y nada la había puesto a prueba, y después un mal matrimonio con un hombre egoísta e inmaduro. Siguió sujetándole las manos, sin deseos de soltarlas.