22

Los cantantes

Pese a todos sus reparos, R. J. fue asumiendo la relación.

Le asustaba pensar que una mujer de su edad y experiencia pudiera volverse tan frágil por dentro, tan vulnerable como una adolescente. Su trabajo la tenía apartada de David durante la mayor parte del tiempo, pero se sorprendía pensando en él en momentos imprevisibles e inoportunos; en su boca, su voz, sus ojos, en la forma de su cabeza, en su manera de moverse.

Trató de examinar sus reacciones científicamente y pensar que todo era química biológica: cuando veía a David, oía su voz, percibía su presencia, el cerebro segregaba feniletilamina para enloquecerle el cuerpo. Cuando él la acariciaba, cuando la besaba, cuando hacían el amor, la liberación de hormona oxitocina hacía que el acto sexual fuese más dulce.

Durante el día lo desterraba de su pensamiento de modo inapelable, para poder funcionar como médico.

Cuando pasaban algún tiempo juntos, no podían quitarse las manos de encima.

Para David era un momento difícil, un momento crucial. Había enviado la mitad de su libro y un resumen a una importante editorial, y a finales de julio fue llamado a Nueva York, adonde se trasladó en tren el día más caluroso del estío.

Regresó con un contrato. El anticipo no iba a cambiarle la vida: veinte mil dólares, la cifra habitual para una primera novela literaria en la que no hubiera crímenes ni un detective sexy.

Pero era una victoria, con el triunfo adicional de que había permitido que su editor lo invitara a comer pero no a beber.

Para celebrarlo, R. J. lo invitó a una cena de postín en el Deerfield Inn y luego lo acompañó a una reunión de Alcohólicos Anónimos en Greenfield. Durante la cena, él le había confesado que le aterrorizaba la idea de ser incapaz de terminar el libro.

En la reunión de A. A., ella advirtió que le faltaba seguridad en sí mismo para identificarse como escritor.

—Me llamo David Markus —se presentó—. Soy alcohólico y vendo fincas en Woodfield.

Cuando regresaron a casa de David para dar fin a la velada se sentaron a oscuras en el maltratado sofá del porche, junto a los tarros de miel, y conversaron en voz queda, disfrutando de la brisa que de vez en cuando les llegaba del bosque, desde el otro lado del prado.

Mientras estaban allí sentados bajó un coche por la carretera y se internó por el camino de acceso, proyectando con sus haces amarillos sombras de la vieja glicina que resguardaba el porche.

—Es Sarah —le anunció—. Había ido al cine con Bobby Henderson.

Cuando el automóvil se acercó más a la casa, oyeron una melodía.

Sarah y el joven Henderson estaban cantando Clementina con voces agudas y desafinadas. Era evidente que se lo estaban pasando en grande.

David soltó una carcajada.

—¡Chis! —R. J. le impuso silencio en voz baja.

El automóvil se detuvo por fin ante la casa, separado del porche sólo por cuatro metros de aire y la espesa glicina.

Sarah dio comienzo a la siguiente canción, El diácono que bajó al sótano a rezar, y el muchacho la siguió al instante. Al terminar la canción hubo un silencio. «Bobby Henderson debe de estar besando a Sarah —pensó R. J.—. Hubiéramos tenido que advertirles que estamos aquí». Pero ya era demasiado tarde.

David y ella siguieron sentados en el sofá, cogidos de la mano como un viejo matrimonio, y se sonrieron en la oscuridad.

Entonces Bobby empezó otra canción.

El chichirrín es gordo y bajito…

—Oh. Bobby, qué cerdo eres —protestó Sarah, pero se le escapó una risita, y cuando él siguió adelante, cantó también a coro.

Está cubierto de pelo…

… de mucho pelo…

Como un conejito…

… un conejito…

David soltó la mano de R. J.

Sí, cubierto de pelo…

… rizado y negro…

Y partido por la mitad…

… por la mitad…

Es lo que llaman…

… es lo que llamaaan…

¡El chichirrín de Sarah!

… ¡El chichirrín de Saraaah…!

—¡Sarah! —la llamó David en voz alta.

Sarah soltó una exclamación.

—Entra en casa.

Hubo un torrente de susurros nerviosos y luego una risita. Se oyó la puerta del coche que se abría y volvía a cerrarse. Sarah subió los escalones de la entrada y pasó ante ellos sin decir nada mientras el automóvil de Bobby Henderson arrancaba velozmente, hacía un giro completo en el patio y volvía a pasar ante la casa para enfilar la carretera.

—Vamos, te acompaño a casa. Luego hablaré con ella.

—Tranquilízate, David. No ha cometido ningún asesinato.

—¿Y su propio respeto?

—Bueno…, ha sido una tontería de adolescentes.

—¿Una tontería? ¡Eso debo decirlo yo!

—Escucha un momento, David. ¿Es que tú no cantabas canciones verdes cuando tenías su edad?

—Sí. Las cantaba con los amigos. Pero nunca con una chica respetable, te lo aseguro.

—Lo siento por ti —dijo R. J., y bajó los escalones para ir hacia el coche.

David la llamó al día siguiente para invitarla a cenar, pero estaba muy ocupada; para ella fue el principio de una maratón de cinco días, cinco días con sus respectivas noches. Su padre estaba en lo cierto: le interrumpían el sueño con demasiada frecuencia. El problema era que el Centro Médico de Greenfield al que ella enviaba a sus pacientes, a media hora de distancia en ambulancia en los casos de urgencia, no era un hospital universitario. En Boston, en las raras ocasiones en que la llamaban por la noche, casi siempre recibía una evaluación del problema según el médico interno y podía volver a acostarse después de decirle al residente lo que debía hacer con el paciente. Aquí no había médicos internos. Cuando recibía una llamada era de una enfermera, y a menudo en mitad de la noche. El personal de enfermería era muy bueno, pero R. J. llegó a conocer demasiado bien el camino Mohawk de día, de noche y en la menguante oscuridad del alba.

R. J. envidiaba a los doctores de los países europeos, donde se remitía a los pacientes al hospital con su historial clínico, y un equipo de médicos del hospital asumía toda la responsabilidad de los cuidados. Pero ella ejercía en Woodfield, no en Europa, así que debía desplazarse con frecuencia al hospital.

Cuando llegó el invierno y el camino Mohawk se puso resbaladizo, R. J. tuvo horribles premoniciones sobre la carretera. Aquella semana, durante el más agotador de esos fatigosos viajes, recordó que había sido ella la que había querido trabajar en el campo.

Hasta el fin de semana no tuvo tiempo para aceptar la invitación de David, pero cuando llegó a su casa se encontró con que había salido.

—Ha tenido que llevar unos clientes a Potter’s Hill para enseñarles la finca de Weiland. Una pareja de Nueva Jersey —le explicó Sarah. Llevaba camiseta y unos pantalones cortos que le hacían más largas las ya largas y bronceadas piernas—. Esta noche cocino yo: estofado de ternera. ¿Quieres limonada?

—Bueno.

Sarah se la sirvió.

—Puedes tomártela en el porche o puedes hacerme compañía en la cocina.

—En la cocina, en la cocina, por descontado. —R. J. se sentó ante la mesa y se fue bebiendo la limonada mientras Sarah sacaba trozos de ternera del frigorífico, los lavaba bajo el chorro del grifo, los secaba con toallas de papel y los echaba en una bolsa de plástico que contenía harina y condimentos. Después de agitar la bolsa para que la ternera quedara bien rebozada, echó un poco de aceite en una cazuela y puso la carne dentro.

—Ahora, media hora de horno a doscientos grados.

—Hablas y actúas como una gran cocinera.

La muchacha se encogió de hombros y sonrió.

—Bueno. Soy hija de mi padre.

—Sí. Tu padre es un cocinero magnífico, ¿verdad? —R. J. hizo una pausa—. ¿Todavía está enfadado?

—No. Papá se enfada a veces, pero se le pasa enseguida. —Bajó un cesto que colgaba de un gancho en la cocina—. Y ahora, mientras la ternera se dora, tenemos que salir a buscar las verduras para el estofado.

Salieron al huerto, se arrodillaron una a cada lado de una hilera de fréjoles enanos Blue Lake y fueron cogiéndolos entre las dos.

—Mi padre tiene unas ideas muy raras. Le gustaría envolverme en celofán y no desenvolverme hasta que fuese una anciana casada.

R. J. sonrió.

—Mi padre era igual. Me parece que casi todos los padres piensan lo mismo. Y es por lo mucho que quieren proteger a sus hijos del dolor.

—Pues no pueden.

—No, tienes razón, Sarah. No pueden.

—Ya tenemos bastantes fréjoles. Voy a buscar una chirivía. Mientras tanto, coge unas cuantas zanahorias, ¿quieres?

Las zanahorias, cortas, gruesas y de un naranja intenso, se desprendieron fácilmente porque la tierra estaba bien entrecavada.

—¿Hace mucho que sales con Bobby?

—Casi un año. Mi padre quería que conociera chicos judíos, por eso pertenecemos al templo de Greenfield, pero Greenfield queda demasiado lejos para tener allí amigos íntimos de verdad. Además se ha pasado la vida diciéndome que no hay que juzgar a la gente por la raza ni la religión. ¿Es que la cosa cambia cuando empiezas a salir con chicos? —Estaba ceñuda—. Cuando empezó a salir contigo, tu religión no contaba para nada.

R. J. asintió, divertida.

—Bobby Henderson es un gran chico y se porta muy bien conmigo. Hasta que empecé a salir con él no tenía muchos amigos en la escuela. Juega a fútbol, y el otoño que viene será capitán. Es muy popular, y eso me ha vuelto popular también a mí, ¿entiendes?

R. J. asintió de nuevo, preocupada. Lo entendía.

—Pero hay una cosa, Sarah. La otra noche, tu padre tenía razón. No cometiste ningún crimen, pero cantar aquella canción fue una falta de respeto hacia ti misma. Las canciones así… son como pornografía. Si les das pie a los hombres, te verán como un pedazo de carne.

Sarah miró a R. J. de hito en hito, sopesándola. Su expresión era muy grave.

—Bobby no me ve así. Tengo mucha suerte de que salga conmigo. Yo no soy de una belleza arrebatadora.

Esta vez fue R. J. la que frunció la frente.

—Quieres engañarme, ¿verdad?

—¿En qué?

—O me engañas, o te engañas a ti misma. Eres deslumbrante.

Sarah le quitó la tierra a un nabo, lo echó al cesto y se puso en pie.

—Ya me gustaría.

—Tu padre me enseñó los álbumes que tiene en la sala. Había muchas fotos de tu madre. Era muy guapa, y tú eres igual que ella.

En lo profundo de los ojos de Sarah apareció un enternecimiento sutil.

—La gente dice que me parezco a mi madre.

—Sí, te pareces muchísimo. Dos mujeres hermosas.

Sarah dio un paso hacia R. J.

—¿Me harás un favor?

—Por supuesto. Si está en mi mano.

—Dime qué puedo hacer con estos granos. —Se señaló la barbilla, donde tenía dos barrillos—. No entiendo por qué me salen. Me lavo la cara a fondo y como lo que hay que comer. Estoy perfectamente sana. Nunca he necesitado un médico; ni siquiera he tenido que ir al dentista para que me empastara una muela. Y me pongo un montón de crema pero…

—No uses más crema. Vuelve al agua con jabón y utiliza con mucha suavidad una toalla para la cara, porque se te irrita la piel fácilmente. Te daré una pomada.

—¿Me irá bien?

—Creo que sí. Haz la prueba. —Dudó un instante—. Sarah, a veces hay cosas de las que es más fácil hablar con una mujer que con un hombre, aunque sea tu padre. Si alguna vez quieres preguntar algo, o sencillamente charlar un rato…

—Gracias. Ya oí lo que le dijiste a mi padre la otra noche, y cómo saliste en mi defensa. Te lo agradezco. —Se acercó a R. J. y la abrazó.

A R. J. le cedieron un poco las piernas; hubiera querido devolverle el apretón, acariciar la reluciente cabellera de la muchacha, pero se limitó a darle unas torpes palmadas en el hombro con la mano que no sujetaba las zanahorias.