21

Encontrar el camino

R. J. no le dijo nada a Sarah sobre la piedra corazón que le había dejado, ni Sarah dijo nada que diera a entender que había encontrado el cristal en su estuche de joyería.

Pero el siguiente miércoles por la tarde, cuando R. J. llegó a casa al terminar el trabajo, se encontró una cajita de cartón ante la puerta. Dentro había una piedra brillante de color verde oscuro, con una grieta irregular que empezaba en la depresión superior y llegaba a medio camino de la punta inferior.

A la mañana siguiente, en su precioso día libre, R. J. acudió a un cascajal de las colinas que utilizaba el departamento de carreteras del pueblo. Millones de años antes había pasado por allí un gran torrente de hielo que arrastraba consigo tierra, guijarros y rocas; y de él se habían desprendido grandes fragmentos helados que, al derretirse en un río de agua, habían arrastrado el material de aluvión hasta formar una morrena que ahora proporcionaba grava para las carreteras de Woodfield.

R. J. se pasó toda la mañana revolviendo montones de piedras, hurgando en ellos con las manos.

Las piedras presentaban un sinfín de colores, matices y combinaciones: marrón, beige, blanco, azul, verde, negro y gris.

Había piedras de todas las formas, y R. J. inspeccionó y desechó miles de ellas sin encontrar lo que buscaba. Hacia mediodía, quemada por el sol y malhumorada, emprendió el regreso a casa. Al pasar ante la granja de los Krantz vio a Freda que, desde el huerto, hacía señales con el bastón para que detuviera el coche.

—Estoy cogiendo remolachas —le anunció Freda cuando hubo bajado la ventanilla—. ¿Quiere unas cuantas?

—Naturalmente. Voy a ayudarle.

Se dirigieron al amplio huerto que se extendía al sur del gran cobertizo rojo de los Krantz.

Cuando acababan de arrancar la octava remolacha, R. J. vio entre la tierra revuelta un trocito de basalto negro del tamaño de la uña de su meñique y con una forma perfecta. Lanzó un grito de júbilo y se abalanzó sobre él.

—¿Puedo quedármelo?

—¿Es un diamante? —preguntó Freda, atónita.

—No, es sólo una piedrecita —respondió ella, y se llevó las remolachas y la piedra con una intensa sensación de triunfo.

Cuando llegó a casa lavó la piedra, la envolvió en un pañuelo de papel y la colocó en una caja de plástico que había contenido una cinta de vídeo. Luego cogió una caja de cartón de unos treinta y cinco centímetros de lado e hizo palomitas de maíz —de las que comió algunas para almorzar—, y colocó la caja del vídeo dentro de la de cartón y la acabó de llenar con palomitas.

Seguidamente, cogió una caja aún mayor, de noventa centímetros por sesenta, y colocó la otra caja en su interior, rodeada por bolas de papel de periódico. Finalmente la cerró con cinta adhesiva.

Tuvo que poner el despertador para madrugar, de manera que David y Sarah estuvieran durmiendo cuando llegara a su casa.

El sol todavía estaba bajo y brillaba sobre la hierba mojada cuando aparcó al borde de la carretera, sin atreverse a llegar en coche hasta la puerta.

Cargó con la caja por el camino de acceso y la dejó en los escalones de la entrada, justo en el instante en que Chaim relinchaba en el prado.

—¡Ah! ¡Conque eras tú! —exclamó Sarah desde su ventana.

Bajó a la puerta en un instante.

—¡Ahí va! Ésta sí que será grande —comentó, y R. J. se echó a reír cuando vio la cara que ponía al levantar la caja, que apenas pesaba—. Vamos, entra —la invitó Sarah—. Te prepararé un café.

Sentadas a la mesa de la cocina, se miraron sonrientes.

—Me encantan las dos piedras corazón que me has dado. Las conservaré siempre —dijo R. J.

—El cristal que me diste es mi piedra favorita, al menos por ahora. Cambio mucho de favorita —añadió Sarah, en un alarde de sinceridad—. Dicen que los cristales tienen el poder de curar las enfermedades. ¿Tú qué opinas?

R. J. respondió con igual sinceridad:

—Lo dudo. Pero lo cierto es que no tengo ninguna experiencia con los cristales, así que no estoy en condiciones de afirmar nada.

—Bueno, pues yo creo que las piedras corazón son mágicas. Sé que a veces dan mucha suerte, y siempre llevo una encima, vaya donde vaya. ¿Crees en la suerte?

—Por supuesto que creo en la suerte.

Mientras se hacía el café, Sarah puso la caja sobre la mesa y cortó la cinta adhesiva. Las distintas capas y obstáculos que tuvo que salvar la hicieron reír de buena gana. Cuando al fin descubrió la minúscula piedra corazón negra, se quedó boquiabierta.

—¡Es la mejor que he visto en mi vida! —exclamó.

La mesa y el suelo estaban cubiertos de bolas de papel arrugadas, cajas y palomitas de maíz; R. J. tenía la sensación de haber estado abriendo regalos la mañana de Navidad. Así fue como las encontró David cuando bajó, todavía en pijama, a prepararse un café.

R. J. empezó a pasar más tiempo en casa, disfrutando con la experiencia de hacerse su propio nido sin necesidad de tener en cuenta los gustos y disgustos de nadie más.

Poco antes había recibido los libros que llenaban la biblioteca de la casa de la calle Brattle, e hizo un trato con George Garroway por el que ofrecía atención pediátrica a sus cuatro hijos a cambio de su trabajo como carpintero.

Luego compró madera curada en un aserradero que llevaba un solo hombre, en lo profundo de las colinas.

En Boston, los tablones de cerezo hubieran sido secados al horno y su precio habría resultado prohibitivo. En cambio Elliot Purdy se ocupaba de todo el trabajo: talaba los árboles de sus propias tierras, los aserraba y los apilaba cuidadosamente para que la madera se secara al aire libre, de manera que el precio resultaba razonable. R. J. y David se llevaron los tablones en la camioneta de éste.

Garroway cubrió las paredes de la sala con estanterías. R. J. se pasó noche tras noche lijándolas y frotándolas con aceite de linaza, a menudo con la ayuda de David y a veces con la de Toby y Jan, a los que recompensaba con platos de espaguetis y ópera en el compact disc. Cuando terminaron, la habitación adquirió esa calidez que sólo producen la madera reluciente y los lomos de muchos libros.

Junto con las cajas de libros trasladadas en camión desde el almacén de Boston llegó también el piano, que instaló ante la ventana de la sala, sobre la alfombra persa que había sido su posesión más preciada en la casa de Cambridge. La antigua alfombra de Heriz se había tejido en vivos colores ciento veinticinco años atrás, pero con el paso del tiempo el rojo había adquirido un tono de óxido, los azules y los verdes habían conseguido ricos y sutiles matices y el blanco se había convertido en un delicado crema.

Unos días más tarde, una camioneta de Federal Express se detuvo ante la puerta de R. J. y el conductor le entregó un voluminoso paquete procedente de Holanda.

Era el legado de Betts Sullivan, un juego compuesto por una bandeja, una cafetera, una tetera, una azucarera y una jarrita para crema, todo ello en plata hermosamente labrada. R. J. se pasó una velada entera puliendo las pesadas piezas, y luego las colocó sobre una cómoda baja donde podía verlas, junto a la alfombra de Heriz, mientras tocaba el piano. Descubrió así una sensación extraordinariamente placentera a la que fácilmente podía volverse adicta.

David quedó impresionado al ver el servicio de plata, mostró interés cuando R. J. le habló de Elizabeth Sullivan, y pareció conmovido cuando le llevó al pequeño claro a orillas del río donde estaban enterradas las cenizas de Betts.

—¿Vienes a menudo para hablar con ella?

—Vengo porque me gusta el sitio. Pero no… No hablo con Elizabeth.

—¿No quieres decirle que has recibido su regalo?

—Elizabeth no está aquí, David.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Lo que enterré bajo esa roca eran sólo unos fragmentos de huesos calcinados. Elizabeth quería sencillamente que sus restos volvieran a la tierra en algún lugar hermoso y silvestre. Este pueblo, este lugar junto al río Catamount, no significaron nada para ella durante su vida. Ni siquiera los conocía. Si las almas regresan después de la muerte…, y no creo que eso suceda porque la muerte es la muerte…, pero si pudiera suceder, ¿no crees que Betts Sullivan iría a algún lugar que hubiera sido significativo para ella?

R. J. se dio cuenta de que lo había escandalizado y decepcionado enormemente.

Eran personas muy distintas.

Quizás era cierto que los contrarios se atraían, pensó ella.

Aunque su relación estaba sembrada de dudas e incertidumbres, también compartían horas maravillosas.

Exploraron juntos la finca y encontraron auténticos tesoros. En lo profundo del bosque había una serie de embalses, como las cuentas de un collar enorme. Empezaban con un minúsculo dique que encerraba un hilillo de agua demasiado pequeño para llamarlo arroyo y que originaba un remanso poco mayor que un charco. Los castores, trabajando con infalible instinto de ingenieros, habían construido una serie de diques y estanques a partir del primero, cada uno un poco mayor que el anterior, hasta terminar en una laguna que ocupaba más de media hectárea. Aves acuáticas y otros animales silvestres acudían al estanque más grande para anidar y pescar truchas, y era un lugar plácido y tranquilo.

—Ojalá pudiera llegar hasta aquí sin tener que abrirme paso entre los árboles y la maleza.

David le dio la razón.

—Necesitas un sendero —señaló.

Ese mismo fin de semana acudió con pulverizadores de pintura para señalar el sendero. Recorrieron el camino muchas veces para asegurarse bien antes de marcar los árboles, y después David trajo la sierra mecánica y empezó a trabajar.

Mantuvieron el sendero deliberadamente angosto y evitaron tocar los troncos caídos y los árboles más grandes, salvo para podar las ramas bajas que habrían podido obstaculizar el paso.

R. J. se llevó a rastras las ramas y los arbolillos que David cortaba, reservando los más gruesos para leña y apilando la hojarasca para que los animales pequeños hicieran sus madrigueras en ella.

David le mostraba los rastros de animales, un espino cerval en el que un ciervo se había raspado la pelusa de las astas, un tronco seco despedazado por un oso negro que buscaba larvas e insectos, y algún que otro montón de excrementos de oso, a veces informe, cuando correspondía a una diarrea de bayas, y a veces exactamente igual que una defecación humana, aunque de un calibre cómicamente enorme.

—¿Hay muchos osos por aquí?

—Bastantes. Tarde o temprano verás alguno, probablemente a lo lejos. No dejan que nos acerquemos. Nos oyen llegar, nos huelen. Por lo general se apartan de los humanos.

En algunos lugares el panorama era de especial belleza y, mientras trabajaban, R. J. fue tomando nota mentalmente de diversos sitios donde le gustaría poner bancos. De momento compró dos sillas de plástico en el supermercado de Greenfield y las colocó junto a un grupo de arbustos, en la orilla del estanque de los castores. Aprendió a permanecer allí sentada mucho rato sin moverse, y a veces se veía recompensada. Así pudo contemplar los castores, una espléndida pareja de ánsares, una garza azul que se paseaba por el agua poco profunda, un ciervo que acudía al estanque a beber y dos tortugas de presa tan grandes como la bandeja de plata de Betts. A veces tenía la sensación de no haber estado nunca en un atasco de tráfico.

Poco a poco, cuando disponían de un momento, David y ella fueron abriendo un estrecho sendero que cruzaba el bosque susurrante hasta los estanques de los castores y seguía aún más allá, hacia el río.