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La casa del límite

Poco a poco, entre Peg, Toby y ella fueron puliendo los detalles de la rutina diaria. Poco a poco también, R. J. se adaptó al ritmo de la población y se familiarizó con su forma de vida. Advirtió que a las personas con las que se cruzaba por la calle les gustaba saludarla con un «¡Hola, doctora!», orgullosas de que el pueblo volviera a contar con un médico. Empezó a hacer visitas a domicilio, a buscar los hogares de los enfermos postrados en cama, a desplazarse hacia aquellos pacientes a los que les resultaba difícil o imposible obtener asistencia médica. Cuando tenía tiempo y le ofrecían un trozo de tarta y una taza de café, se sentaba con ellos a la mesa de la cocina y conversaba sobre la política local o el tiempo, y copiaba recetas de cocina en su recetario médico.

Woodfield se extendía sobre cien kilómetros cuadrados de terreno escabroso, y a veces también la solicitaban desde otros pueblos vecinos. En respuesta a la llamada de un muchacho que había recorrido cinco kilómetros y medio para llegar al teléfono, acudió a una cabaña en lo alto del monte Houghton para vendarle un esguince de tobillo a Lewis Magoun, pastor de ovejas. Cuando bajó de la montaña y regresó al consultorio, encontró a Toby muy nerviosa.

—Seth Rushton ha tenido un ataque al corazón. La han llamado a usted antes de nada, pero como no podía localizarla he pedido una ambulancia.

R. J. volvió a subir al coche, pero cuando llegó a la granja de Rushton, la ambulancia ya había salido hacia Greenfield.

Rushton había recibido tratamiento y reposaba cómodamente, pero fue una valiosa lección. A la mañana siguiente, R. J. viajó a Greenfield y compró un teléfono portátil para tenerlo en el coche. Nunca más volvió a estar desconectada de su oficina.

De vez en cuando, mientras circulaba por el pueblo, veía a Sarah Markus. Siempre tocaba el claxon y saludaba con la mano. A veces Sarah le devolvía el saludo.

Cuando David la llevaba a su casa de troncos y Sarah estaba presente, R. J. notaba la mirada atenta de la muchacha, analizando todo lo que decían.

Una tarde, al volver a casa desde el consultorio, R. J. se cruzó con Sarah, que venía al galope en sentido contrario, y admiró la soltura con que cabalgaba a Chaim, la cabellera oscura al viento. R. J. no tocó el claxon para saludarla, por miedo a asustar al animal.

Unos días después, sentada en la sala de estar, R. J. volvió la mirada hacia la ventana y, por los huecos entre los manzanos, vio que Sarah Markus paseaba muy despacio a caballo por la carretera de Laurel Hill mientras examinaba la casa de R. J.

El interés de R. J. por Sarah no se debía sólo al padre de la chica sino también a la propia Sarah, y quizás a otro motivo: en algún rincón de su mente había una imagen amorfa, una posibilidad que aún no se atrevía a sopesar: la idea de vivir los tres juntos, ella, David y la muchacha como hija suya.

Al cabo de unos minutos, montura y jinete bajaron de nuevo por la carretera de Laurel Hill en dirección contraria, Sarah con los ojos cautivados todavía por la casa y las tierras. Luego, cuando llegaron al linde de la finca, Sarah hincó los talones y Chaim empezó a trotar.

Por primera vez en mucho tiempo, R. J. se permitió pensar en la criatura que había perdido tras la muerte de Charlie Harris. Si la criatura hubiera nacido, entonces tendría trece años, tres menos que Sarah.

Permaneció junto a la ventana, con la esperanza de que Sarah diera la vuelta al caballo y volviera a pasar.

Un día, al volver del trabajo a la caída de la tarde, R. J. descubrió que habían dejado en el porche, junto a la puerta, una hermosa piedra corazón grande como la mano.

Estaba compuesta por dos capas exteriores de color gris oscuro y una capa interior de una piedra más clara que chispeaba de mica.

Sabía quién la había dejado.

Pero ¿era un regalo de aceptación?

¿Una señal de tregua? Era demasiado bonita para ser una declaración de guerra, de eso estaba segura.

Le alegró recibirla y la depositó en un lugar de honor, sobre la repisa de la chimenea, junto a los candelabros de bronce de su madre.

Frank Sotheby, de pie en el porche del almacén, carraspeó.

—Creo, que las dos tendrían que ver a una enfermera, la verdad. ¿No, doctora Cole? Viven solas con un montón de gatos en el piso de encima de la ferretería. ¡Y qué olor, Dios mío!

—¿En esta misma calle, quiere decir? ¿Cómo es que no las he visto nunca?

—Bueno, es que casi nunca salen. Una de ellas, la señorita Eva Goodhue, es más vieja que el andar, y la otra, la señora Helen Phillips, que es sobrina de Eva, es mucho más joven, pero está bastante majareta. Se cuidan una a otra, a su manera. —Vaciló antes de seguir—. Eva me llama los viernes para darme la lista de la compra. Cada semana les subo un pedido, pero…, bueno, su último cheque me ha venido devuelto del banco. Falta de fondos.

La angosta y oscura escalera no tenía bombilla. Al llegar al rellano, R. J. dio un golpe en la puerta, y tras esperar un buen rato volvió a dar otro más fuerte. Y otro, y otro.

No oyó ruido de pasos, pero percibió un leve movimiento tras la puerta.

—¿Oiga?

—¿Quién es?

—Soy Roberta Cole, la doctora.

—¿Del doctor Thorndike?

«Ay, amiga».

—El doctor Thorndike se… se fue hace bastante tiempo. Ahora soy yo la médico. Por favor, ¿hablo con la señorita Goodhue o con la señora Phillips?

—Con Eva Goodhue. ¿Qué quiere?

—Bueno, me gustaría conocerla, señorita Goodhue. Saludarla. ¿Sería tan amable de dejarme pasar?

Se produjo un silencio al otro lado de la puerta, que se fue espesando.

—¿Señorita Goodhue? Tengo un consultorio en esta misma calle, un poco más abajo. En casa de Sally Howland, en la planta baja. Si alguna vez necesitan un médico, cualquiera de las dos, llamen por teléfono o manden a alguien a buscarme, ¿de acuerdo? —Sacó una tarjeta y la deslizó bajo la puerta—. ¿De acuerdo, señorita Goodhue?

Pero no hubo respuesta, y volvió a bajar las escaleras.

Cuando Tom y ella realizaban sus esporádicas visitas al campo, a veces tenían la suerte de vislumbrar la vida silvestre, conejos y ardillas, ardillas listadas que anidaban sobre el cobertizo de la leña. Pero ahora que vivía en la casa de modo permanente, descubría desde las ventanas una variedad de vecinos que no había visto antes.

Se acostumbró a tener los prismáticos al alcance de la mano.

Un amanecer gris vio desde la ventana de la cocina un gato montés que cruzaba lentamente el prado con aire insolente.

Desde el estudio, que daba a la dehesa mojada, vio cuatro nutrias, salidas del río para cazar en el marjal, que corrían formando una hilera ondulante, tan próximas entre sí que parecían las curvas de una serpiente, un monstruo del lago Ness en su dehesa. Vio tortugas y serpientes, una marmota vieja y gorda que acudía a diario a comerse los tréboles del prado y un puerco espín que salió del bosque anadeando para ronzar las primeras manzanas verde claro, todavía minúsculas, caídas bajo los árboles. La espesura y los árboles estaban llenos de aves canoras y de presa. Sin proponérselo, vio una gran garza azul y diversas variedades de halcón. Estaba en el porche delantero cuando descendió un búho, súbito como el desastre y suave como un susurro, y al instante se alzó con un ratón de campo que corría por el prado.

Le explicó a Janet Cantvell lo que había visto. La administradora municipal del pueblo daba clases de biología en la Universidad de Amherst.

—Es porque su casa está en un límite, en una confluencia de entornos distintos. Una dehesa mojada, un prado seco, un espeso bosque que contiene estanques, un buen río que lo baña todo. Los animales encuentran una magnífica caza.

En sus viajes por la región, R. J. vio muchas fincas con nombre.

Algunos letreros hacían mención del propietario: «Las hectáreas de Schroeder», «La arboleda de Ransome», «La recompensa de Peterson». Otros eran graciosos, como «Pendiente de pago» o «Contra viento y marea», y otros más, descriptivos: «Diez robles», «Colina ventosa» o «Los nogales».

Había nombres demasiado rebuscados. A R. J. le habría gustado llamar a su propiedad «La granja del río Catamount», pero hacía muchos años que este nombre lo llevaba una casa situada un par de kilómetros río arriba; además, hubiera sido presuntuoso llamar «granja» a su actual finca.

David, hombre de muchas facetas, tenía el sótano lleno de herramientas eléctricas y se ofreció a hacer lo necesario para que la nueva doctora pudiera colgar un letrero.

Ella lo comentó con Hank Krantz, y una mañana el granjero se presentó ante la casa, con su enorme tractor John Deere que remolcaba el traqueteante distribuidor de estiércol.

—Suba —le invitó—. Iremos a buscar un tronco que le sirva de poste para el letrero.

Así que R. J. trepó al remolque metálico, providencialmente vacío pero impregnado de olor a excrementos de vaca, y se dejó llevar, incrédula y zarandeada —una verdadera mujer del campo—, por fin hasta la orilla del río.

Hank eligió una acacia negra, sana y adulta que crecía junto al río en una zona de bosque maderable y la taló con una sierra mecánica.

A continuación desbastó el tronco y lo colocó en el distribuidor de estiércol para que le hiciera compañía a R. J. en el camino de vuelta.

David, satisfecho con la elección de Hank, utilizó el tronco para labrar un sólido poste de sección cuadrada.

—La acacia negra no se pudre prácticamente nunca —le explicó, mientras clavaba el poste en la tierra. Del poste se extendía un brazo horizontal con dos armellas en la parte inferior de las que colgaría el letrero—. ¿Quieres que ponga alguna otra cosa, además de tu nombre? ¿Quieres que la casa se llame de alguna manera especial?

—No —respondió ella, pero después cambió de idea y sonrió—. Sí, quiero ponerle un nombre.

Cuando el letrero estuvo terminado lo encontró muy hermoso, pintado del mismo beige gris que la casa, con las letras en negro.

La Casa del Límite

Dra. R. J. Cole

El rótulo intrigaba a la gente. «¿De qué límite?», le preguntaban.

Según el humor del momento, R. J. disfrutaba respondiendo que la casa estaba en el límite de la solvencia, en el límite de la paciencia, en el límite… La gente, ya fuera porque les aburría su excentricidad o porque se acostumbraron a ver el cartel, no tardaron en dejar de preguntárselo.