Metamorfosis
Invitó a almorzar a Tessa Martula. Tessa derramó lágrimas en su caldereta de langosta y dio muestras de su desconsuelo.
—No sé por qué tiene que escaparse de esta manera —comentó—. Iba usted a ser mi ascensor hacia el éxito.
—Eres una excelente trabajadora, verás como todo te irá muy bien. Y no me escapo de aquí —le explicó con paciencia—. Me voy a un sitio donde creo que estaré mejor.
Aunque procuraba tener la seguridad que aparentaba, era como graduarse otra vez en la universidad, con los mismos miedos e incertidumbres. En los últimos tiempos no había ayudado a nacer a muchos bebés, y se sentía poco preparada.
Lew Stanetsky, el jefe de obstetricia, le dio algunos consejos, con aire entre interesado y divertido.
—Así que será usted una doctora rural, ¿eh? Bien, pues tendrá que asociarse con algún tocoginecólogo si piensa ayudar en los partos que se presenten en esas tierras del interior. La ley dice que debe llamar a un tocoginecólogo en el caso de que necesite recurrir a cesáreas, partos con fórceps, extracciones con vacum, y todo eso.
Stanetsky dispuso las cosas de manera que R. J. pudiera pasar largas horas con los internos y residentes del servicio de maternidad del hospital, una amplia sala llena de camillas ocupadas por jadeantes, sudorosas y a menudo maldicientes mujeres de los superpoblados barrios antiguos de la ciudad, la mayoría afroamericanas, permitiéndole supervisar dos hileras de órganos sexuales pardos y amoratados, distendidos en la violencia natural del acto de dar a luz.
R. J. escribió una concienzuda y laudatoria carta de recomendación para Tessa, pero no le hizo falta.
Pocos días después, Tessa se le acercó con una expresión radiante.
—¡Nunca se imaginaría con quién voy a trabajar! ¡Con el doctor Allen Greenstein!
«Cuando los dioses quieren ser crueles —pensó R. J.—, saben serlo, los muy cabrones».
—¿Y se instalará en este despacho, también?
—No, nos quedaremos el despacho del doctor Roseman, ese despacho tan grande y hermoso que hay en la esquina del edificio opuesta a la del doctor Ringgold.
R. J. la abrazó.
—Puede considerarse afortunado por contar contigo —le dijo.
Le resultó increíblemente difícil dejar el hospital, y mucho más fácil dejar el Centro de Planificación Familiar. Se despidió de Mona Wilson, la directora de la clínica, con seis semanas de preaviso. Por suerte Mona había estado dando voces en busca de alguien que sustituyera a Gwen y, aunque no había encontrado ninguna persona a dedicación completa, había podido contratar tres colaboradores a tiempo parcial y no tuvo problemas para solventar los jueves sin R. J.
—Nos has dedicado dos años —comentó Mona. Miró a R. J. y sonrió—. Y has detestado hasta el último segundo de ese tiempo, ¿verdad?
R. J. asintió.
—Creo que sí. ¿Cómo lo has sabido?
—Bueno, no era difícil darse cuenta. ¿Por qué lo hacías, si tan duro te resultaba?
—Sabía que estaba haciendo algo necesario. Sabía que las mujeres tenían que poder contar con esta opción —respondió R. J.
Pero al salir de la clínica se sentía ligera como una pluma. «¡No tengo que volver!», pensaba alborozada.
Aunque conducir el BMW le producía un enorme placer, tuvo que aceptar que no era el automóvil más adecuado para el barro de primavera y las pistas de montaña sin asfaltar con las que iba a encontrarse en Woodfield. Inspeccionó cuidadosamente unos cuantos vehículos de tracción en las cuatro ruedas y al fin se decidió por un Ford Explorer, con aire acondicionado, una buena radio y reproductor de compactos, batería de alto rendimiento y neumáticos anchos con un dibujo especial para caminos fangosos.
—¿Quiere un consejo? —le dijo el vendedor—. Llévese también un polipasto.
—¿Un qué?
—Un polipasto. Es un torno eléctrico que va montado sobre el parachoques delantero. Funciona con la batería del coche. Tiene un cable de acero y un gancho de presión.
R. J. puso una expresión dubitativa.
—Si se queda atascada en el barro, engancha el cable en cualquier árbol grueso y usted misma se desatasca. Tiene una fuerza de arrastre de cinco toneladas. Le costará otros mil dólares, pero si va a conducir por malos caminos le aseguro que lo amortizará sobradamente.
Decidió quedarse el polipasto.
El vendedor examinó su cochecito rojo con mirada calculadora.
—Está impecable —observó ella—. Y la tapicería es de piel.
—Si lo deja a cambio se lo valoraré en veintitrés mil dólares.
—¡Oiga! Es un deportivo caro. Me costó más del doble de lo que usted dice.
—Hace un par de años, ¿no? —Se encogió de hombros—. Consulte el precio en la Guía Azul.
R. J. lo consultó, y a continuación puso un anuncio en el Globe del domingo. Un ingeniero de Lexington le compró el BMW por veintiocho mil novecientos dólares, con los que pudo pagar el Explorer y aún le sobró algo de dinero.
Hizo varios viajes entre Boston y Woodfield. David Markus le sugirió que lo más conveniente para ella sería una oficina en la calle Mayor, en el centro del pueblo.
La calle había surgido alrededor del ayuntamiento, un edificio de madera pintado de blanco que hacía más de un siglo había sido iglesia.
Lo adornaba un chapitel en la tradición de Christopher Wren. Markus le enseñó cuatro locales en la calle Mayor que estaban desocupados o iban a estarlo pronto.
Según la opinión más generalizada, el espacio que se necesitaba para instalar un consultorio médico era de cien a ciento cincuenta metros cuadrados. De los cuatro posibles lugares, R. J. descartó dos nada más verlos porque eran claramente inadecuados. Uno de los restantes le pareció atractivo, pero hubiera resultado insuficiente ya que sólo tenía setenta y cuatro metros cuadrados de superficie. El cuarto local, que el astuto agente inmobiliario había reservado en último lugar, parecía prometedor: estaba justo enfrente de la biblioteca del pueblo, a unas cuantas puertas del ayuntamiento. El exterior de la casa se hallaba bien conservado, y el terreno cuidadosamente atendido.
El espacio interior, de ciento quince metros cuadrados, estaba destartalado, pero el alquiler era algo inferior al que R. J. había calculado en el presupuesto que tan a fondo había revisado con su padre y otros asesores. La casa pertenecía a una anciana llamada Sally Howland, una mujer de mejillas coloradas y mirada nerviosa pero benévola, quien le aseguró que sería un honor volver a tener médico en el pueblo, y además en su propia casa.
—Pero dependo del alquiler para vivir, compréndalo, así que no puedo rebajarle el precio.
Tampoco podía pagar la pintura ni las reformas que R. J. necesitaba llevar a cabo en el local, dijo, pero le daría permiso para que las hiciera a su propia costa.
—Reformar y pintar le costará un dinero —le comentó luego Markus—. Si decide tirar la cosa adelante, tendría que protegerse con un contrato de arrendamiento.
Eso fue lo que hizo finalmente.
Bob y Tillie Matthewson, un matrimonio que poseía una granja lechera, se encargaron de la pintura. El edificio estaba lleno de madera antigua, a la que ellos devolvieron un brillo suave. Los gastados tablones del suelo, de madera de pino, los hizo pintar de un tono azulado. Todas las habitaciones, cubiertas de papel descolorido y medio desprendido, fueron pintadas con dos capas de pintura blanca lavable. Un carpintero del pueblo colocó muchos estantes y una gran estructura cuadrada —tras la cual se instalaría la recepcionista— en la pared interior de lo que había sido el recibidor. Un fontanero instaló dos váteres adicionales, colocó lavabos en los dos dormitorios que ahora iban a ser salas de visita y añadió una caldera al horno del sótano para que R. J. dispusiera de agua caliente en todo momento.
La compra de muebles y material, que hubiera debido resultar entretenida, fue un motivo de preocupación porque había que tener muy presente el saldo bancario. El problema de R. J. era que cuando trabajaba en el hospital se había acostumbrado a encargar lo mejor de todo. Para el nuevo consultorio se conformó con escritorios y sillas de segunda mano, una preciosa alfombra del Ejército de Salvación para la sala de espera, un buen microscopio usado y un autoclave reparado.
Pero también adquirió instrumentos nuevos. Le habían aconsejado que comprara dos ordenadores, el primero para los historiales de los pacientes y el segundo para la facturación, pero decidió a regañadientes arreglarse con uno sólo.
—¿Le han presentado ya a Mary Stern? —le preguntó Sally Howland.
—Me parece que no.
—Es la administradora de correos. Tiene la antigua báscula vertical que había en el despacho del doctor Thorndike. La compró en la subasta que hubo tras la muerte del doctor, hace veintidós años. Dice que está dispuesta a vendérsela por treinta dólares.
R. J. compró la báscula, la limpió a fondo y la hizo comprobar y recalibrar. El aparato pasó a ser parte de su consultorio, un eslabón entre el antiguo médico del pueblo y la nueva doctora.
Había pensado en poner un anuncio de oferta de empleo, pero no hizo falta. Woodfield poseía un sistema informal de comunicaciones que funcionaba con eficacia y a la velocidad de la luz. En muy poco tiempo recibió cuatro solicitudes de otras tantas mujeres que aspiraban a la plaza de recepcionista, y tres solicitudes de enfermeras tituladas. R. J. quiso elegir cuidadosamente, sin precipitarse, pero una de las aspirantes a recepcionista era Toby Smith, la rubia bien parecida que conducía la ambulancia la noche que Freda Krantz resultó herida. Toby le había impresionado favorablemente desde el primer momento y además ofrecía la ventaja de poseer una amplia experiencia en contabilidad, de modo que podía ocuparse de todo el asunto económico. Como enfermera contrató a Margaret Weiler, una excelente mujer de cincuenta y seis años, con el pelo gris, a quien todos llamaban Peggy.
Al hablar de dinero con ellas R. J. se sintió culpable.
—Lo que puedo pagaros al principio es menos de lo que cobraríais en Boston —le advirtió a Toby.
—Mire, no se preocupe por eso —le respondió sin rodeos la nueva recepcionista—. Tanto Peg como yo estamos muy satisfechas de poder trabajar en el pueblo mismo. Esto no es Boston. Aquí en el campo es difícil encontrar trabajo.
David Markus visitaba de vez en cuando el consultorio en ciernes, observaba con mirada experta los trabajos de reforma y en ocasiones le ofrecía sus consejos.
Almorzaron un par de veces juntos en el River Bank, un local especializado en pizzas que se alzaba en las afueras del pueblo; dos veces pagó él, y ella una. Se dio cuenta de que le caía bien, y le comentó que sus amigos la llamaban R. J.
—A mí todo el mundo me llama Dave —dijo él. Luego sonrió—. Pero mis amigos me llaman David.
Sus tejanos estaban descoloridos, pero siempre parecían recién lavados. El cabello, recogido en una cola de caballo, estaba siempre muy limpio. Al darle la mano, R. J. notó que la tenía musculosa y endurecida por el trabajo, aunque las uñas estaban recortadas y parecían bien cuidadas.
R. J. no estaba segura de si le resultaba sexy o tan solo interesante.
El último sábado antes de que se mudara desde Boston la invitó a una auténtica cena en un restaurante de Northampton. Al salir del establecimiento, él cogió un puñado de dulces del cuenco que había junto a la puerta, grageas de chocolate recubiertas de azúcar de diferentes colores.
—Mmm. Mejor que los M&M —comentó, y le ofreció unos cuantos.
—No, gracias.
Ya en el coche, R. J. se lo quedó mirando mientras él masticaba y al fin fue incapaz de permanecer callada por más tiempo.
—No deberías comer esos dulces.
—Me encantan. Y no engordo.
—A mí también me encantan. Ya te compraré unos cuantos en un envase más limpio.
—¿Eres una maniática de la limpieza? Los he cogido de un restaurante muy limpio.
—Hace poco he leído que hicieron unos análisis sobre los caramelos de los restaurantes. Parece ser que en la mayoría de los casos los caramelos contenían indicios de orina.
Él dejó de masticar y la miró con asombro.
—Los clientes van al servicio. No se lavan las manos. Al salir del restaurante, meten la mano en el cuenco y…
R. J. se dio cuenta de que él no sabía si escupir o tragar.
«Aquí se acaba esta relación», pensó, mientras él engullía, bajaba la ventanilla del coche y tiraba el resto de las grageas.
—Es horrible decirle esto a alguien. Hace años que disfruto con los dulces de los restaurantes. Me has estropeado ese placer para toda la vida.
—Ya lo sé. Pero si estuviera comiéndolos yo y tú lo supieras, ¿no me lo habrías dicho?
—Quizá no —dijo, y su risa la contagió. Siguieron riendo durante la mitad del camino.
En el trayecto de vuelta a las colinas, y luego sentados en la furgoneta de él aparcada ante la casa de R. J., se contaron parte de su vida. De joven, David había sido deportista, «lo bastante bueno para recibir un montón de lesiones en un montón de deportes». Cuando llegó a la facultad, estaba tan tocado que no jugó en ningún equipo universitario. Se licenció en inglés en el Hamilton College e hizo unos estudios de posgrado sobre los que no entró en detalles.
Antes de instalarse en las colinas de Massachusetts había sido un alto ejecutivo de Lever Brothers, empresa neoyorquina de bienes raíces, y vicepresidente de la misma durante los dos últimos años que pasó en ella. «La catástrofe completa: el tren de las siete y cinco a Manhattan, una gran casa, piscina, pista de tenis». A su esposa, Natalie, se le declaró una esclerosis lateral amiotrófica, la enfermedad de Lou Gehrig. Los dos sabían lo que aquello significaba puesto que habían visto morir a una amiga debido a esa misma enfermedad.
Aproximadamente un mes después de que se hubiera confirmado el diagnóstico, David llegó un día a casa y se encontró con que Sarah, que entonces tenía nueve años, estaba en casa de unos vecinos, y que Natalie había colocado toallas húmedas en los resquicios de la puerta del garaje, había puesto el coche en marcha y había muerto escuchando su emisora favorita de música clásica.
David contrató una cocinera y un ama de llaves para que Sarah estuviera atendida, y durante los ocho meses siguientes se dedicó a emborracharse sistemáticamente. Un día que estaba sobrio se dio cuenta de que su brillante hija adolescente estaba fracasando en la escuela y de que empezaba a presentar problemas psicológicos, así como una nerviosa tosecita crónica, y decidió acudir a su primera reunión de Alcohólicos Anónimos.
Dos meses después, David y Sarah se trasladaron a Woodfield.
Un poco más tarde fue él quien escuchó la historia de R. J. en la cocina de ésta, mientras tomaban tres tazas de café cargado.
—Estas colinas están llenas de supervivientes —comentó él.