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La última vaquera

Quedaron para cenar en Pinerola, un restaurante del North End.

La primera vez que fue allí con Charlie Harris, R. J. tuvo que pasar por un angosto callejón entre dos edificios de apartamentos y subir por un empinado tramo de escaleras para llegar a lo que en esencia era una cocina con tres mesitas. La cocinera era Carla Pinerola, una mujer de mediana edad, sexy, todo un personaje. Había estado casada con un hombre que le pegaba; a veces, cuando Charlie y R. J. iban al restaurante, Carla tenía una magulladura en un brazo o un ojo morado.

Después de la muerte de su anciana madre, que la ayudaba en la cocina, Carla nunca estaba visible; había comprado uno de los edificios de apartamentos y reformado por completo las dos plantas inferiores para conseguir un comedor espacioso y confortable.

Siempre había una larga cola de clientes en espera de mesa, hombres de negocios y estudiantes de la universidad. A R. J. todavía le gustaba el lugar; la comida era casi tan buena como en los viejos tiempos, y había aprendido a no ir nunca sin haber reservado mesa de antemano.

Ya estaba sentada cuando vio llegar a su padre apresuradamente, con un leve retraso. El cabello se le había vuelto casi del todo gris.

Al verlo, R. J. recordó que ella también se hacía mayor.

Pidieron antipasto, escalopines al marsala y vino de la casa, y hablaron de los Red Sox y de lo que le estaba ocurriendo al teatro en Boston y de que la artritis que afectaba a las manos de su padre era cada vez más dolorosa.

R. J. bebió un poco de vino y le dijo que estaba preparándose para abrir un consultorio particular en Woodfield.

—¿Por qué medicina privada? —Era evidente que estaba atónito y preocupado—. ¿Y por qué en un sitio así?

—Es hora de que me vaya de Boston. No como médico sino como persona.

El profesor Cole asintió.

—Eso lo acepto. Pero ¿por qué no vas a otro centro médico? ¿Por qué no trabajas para… no sé, para un instituto médico legal?

R. J. había recibido una carta de Roger Carleton, de Hopkins, en la que le decía que en aquellos momentos no había presupuesto para financiar un cargo que le conviniera, pero que podía organizar las cosas para tenerla trabajando en Baltimore en cosa de seis meses.

Había recibido también un fax de Irving Simpson diciendo que les gustaría que entrara a trabajar en Penn y que por qué no iba a Filadelfia para hablar del dinero.

—No quiero hacer esta clase de cosas. Quiero llegar a ser una verdadera médico.

—¡Por el amor de Dios, R. J.! ¿Y qué eres ahora?

—Quiero ser médico particular en una pequeña población. —Le sonrió—. Creo que he experimentado una regresión, que he salido a tu abuelo.

El profesor Cole trató de conservar la calma mientras contemplaba a la pobre niña que había elegido nadar contra corriente toda su vida.

—Hay un motivo para que el setenta y dos por ciento de los médicos norteamericanos sean especialistas, R. J. Los especialistas ganan mucho dinero, el doble o el triple que los médicos de atención primaria, y no tienen que saltar de la cama a medianoche. Si te estableces como médico rural, tendrás una vida más dura. ¿Sabes qué haría yo si tuviera tu edad, si estuviera en tu situación, sin nadie a mi cargo? Volvería a estudiar y a prepararme tanto como me fuera posible para convertirme en un superespecialista.

R. J. protestó.

—No pienso hacer más prácticas externas, papá, y desde luego ninguna otra residencia. Quiero ir más allá de la tecnología, más allá de toda esa maquinaria, y ver a los seres humanos. Voy a ser médico rural. Estoy dispuesta a ganar menos dinero. Quiero llevar esa vida.

—¿Esa vida? —Su padre meneó la cabeza—. R. J., eres como ese último vaquero de los libros y las canciones que ensilla su montura y se va cabalgando entre los atascos de tráfico y los bloques de viviendas en busca de la pradera perdida.

Ella sonrió y le cogió la mano.

—Puede que la pradera haya desaparecido, papá, pero las colinas están ahí mismo, al otro lado del estado, llenas de gente que necesita un médico. La medicina familiar es la más pura de todas las medicinas. Pienso ofrecérmela a mí misma como un regalo.

Estuvieron un buen rato de sobremesa, hablando. R. J. escuchaba con atención pues era consciente de que su padre sabía mucho de medicina.

—Dentro de pocos años no reconocerás el sistema norteamericano de atención médica. Va a cambiar drásticamente —comentó él—. La carrera por la presidencia está cada vez más reñida, y Bill Clinton le ha prometido al pueblo norteamericano que si lo eligen todo el mundo va a tener asistencia médica.

—¿Crees que podrá cumplirlo?

—Estoy seguro de que lo intentará. Al parecer es el primer político al que no le tiene sin cuidado que haya pobres sin ningún tipo de atención médica, el primero que se confiesa avergonzado de lo que ahora tenemos. Un seguro médico para todos mejoraría la situación de los médicos de atención primaria como tú, pero reduciría los ingresos de los especialistas. Tendremos que esperar a ver qué ocurre.

Pasaron a hablar de los aspectos económicos de su proyecto. La casa de la calle Brattle no dejaría mucho dinero, después de pagar las deudas; el mercado de la vivienda estaba en un momento muy bajo. R. J. había calculado minuciosamente el dinero que necesitaba para instalar y equipar un consultorio privado y para mantenerse durante el primer año, y le faltaban casi cincuenta y tres mil dólares.

—He hablado con varios bancos y puedo conseguir un crédito. Tengo suficientes propiedades para cubrir el préstamo, pero todos me exigen un avalista. —Era humillante; estaba segura de que a Tom Kendrick no se lo habrían exigido.

—¿Estás absolutamente segura de que es eso lo que quieres?

—Absolutamente.

—Entonces te avalaré yo, si me lo permites.

—Gracias, papá.

—En cierto modo me desespera pensar en lo que te propones, pero al mismo tiempo debo confesarte que te envidio.

R. J. se llevó la mano de su padre a los labios. Luego, mientras tomaban los capuchinos, repasaron las listas que ella había preparado. Él consideró que había sido muy moderada, y que tenía que pedir diez mil dólares más de préstamo. A ella le aterraban las deudas y discutió acaloradamente en defensa de su punto de vista, pero al fin comprendió que él tenía razón y aceptó endeudarse todavía más.

—Eres de lo que no hay, hija.

—Tú sí que eres único, papá.

—¿Estarás bien, viviendo tú sola en las colinas?

—Ya me conoces, papá. No necesito a nadie. Excepto a ti —respondió, y se inclinó hacia delante para darle un beso en la mejilla.