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Un camino distinto

Su padre siempre había deseado que estudiase medicina, pero como quería a su hija, abordó el tema con cautela.

—¿Es porque consideras que has de ocupar de algún modo el lugar de Charlie? —le preguntó con delicadeza—. ¿Es porque quieres sentir y experimentar las mismas cosas que él?

—Algo de eso hay, lo reconozco —dijo ella—, pero sólo en una pequeña parte.

Había reflexionado mucho sobre el asunto hasta llegar a comprender por primera vez que la necesidad de afirmarse ante su padre le había hecho reprimir sus deseos tempranos de estudiar medicina. Su relación aún no estaba libre de problemas.

R. J. descubrió que le resultaba imposible matricularse en la facultad de medicina de la Universidad de Boston, donde su padre era miembro del claustro, y finalmente se inscribió en la Escuela de Médicos y Cirujanos de Massachusetts, en la que fue aceptada a pesar de su deficiencia en química orgánica, que superó en los cursos de verano.

Las ayudas que se concedían eran insuficientes para los alumnos de medicina. R. J. recibió una beca por valor de una cuarta parte del importe de los estudios, lo cual le hizo pensar que tendría que endeudarse considerablemente. Su padre le había ayudado a terminar los estudios de derecho, aportando un dinero que complementaba el de la beca y el que ganaba ella por su cuenta, y estaba dispuesto a ayudarla en los de medicina aunque tuviera que pasar estrecheces.

Pero a los socios de Wigoder, Grant & Berlow les interesó lo que se proponía.

Sol Foreman, el socio que se ocupaba de los litigios médicos, la invitó a almorzar, aunque no se habían visto nunca.

—Andy Berlow me ha hablado de usted. Lo cierto es, señorita Cole, que para la empresa interesa usted mucho más como abogada estudiante de medicina que como pasante en el departamento de bienes raíces, que es lo que ha venido haciendo hasta ahora. Estará usted en situación de investigar los casos importantes desde el punto de vista médico, y al mismo tiempo será capaz de redactar alegatos como corresponde a su titulación en derecho. Remuneramos bien esta clase de conocimientos.

Para ella fue una sorpresa muy agradable.

—¿Cuándo quieren que empiece?

—¿Por qué no lo intenta inmediatamente?

Así pues, mientras estudiaba química en los cursos de verano, investigó también el caso de una mujer de veintinueve años que estaba muriéndose de una anemia aplástica debida a la administración de penicilamina, que había suprimido la función productora de sangre de la médula ósea. Se familiarizó con todas las bibliotecas médicas de Boston y exploró índices de ficheros, libros, revistas de medicina y trabajos de investigación, con lo que llegó a aprender muchísimo sobre los antibióticos.

Al parecer, Foreman quedó satisfecho con los resultados e inmediatamente le encargó otra tarea.

Esta vez tuvo que preparar el alegato de un maestro de cincuenta y nueve años que se había sometido a una operación de cadera. Debido a la insuficiente depuración de aire contaminado en el quirófano se produjo una infección profunda, latente durante tres años, que al final se manifestó abiertamente, dejándolo con una cadera inestable y una pierna más corta que la otra.

A continuación, sus investigaciones indujeron a la firma a rechazar el caso de un hombre que pretendía demandar a su cirujano por el fracaso de una vasectomía.

R. J. observó que el cirujano había advertido a su paciente sobre la posibilidad de un fallo y le había aconsejado que utilizara algún medio anticonceptivo durante los seis meses siguientes a la intervención, pero el paciente hizo caso omiso del consejo.

Los socios de Wigoder, Grant & Berlow estaban muy contentos con su trabajo. Foreman le adjudicó un mínimo mensual fijo más una prima que R. J. ganaba la mayoría de los meses y estaba dispuesto a asignarle tantos casos como ella quisiera aceptar. En septiembre, para facilitar aún más las cosas, cogió a otra estudiante de medicina como compañera de piso, una mujer de raza negra, seria y atractiva, procedente de Fulton, Misuri, que se llamaba Samantha Potter. Con una ayuda muy pequeña por parte de su padre, R. J. podía pagarse los estudios, los gastos de vivienda, de manutención y del coche. La profesión de abogada que había rechazado le permitía ahora estudiar medicina sin apuros económicos.

R. J. era una de las once mujeres matriculadas en un curso de noventa y nueve alumnos. Era como si de pronto hubiese encontrado un camino claro y seguro, después de años de vacilación. Cada una de las clases era una fuente de enorme interés. Descubrió además que había tenido suerte al elegir la compañera de piso. Samantha Potter era la mayor de ocho hermanos, una familia de aparceros que a duras penas lograba subsistir ni siquiera en el mejor de los años. Todos los hermanos Potter recogían algodón, fruta y verduras para otros agricultores, y aceptaban cualquier encargo que les proporcionara un poco de dinero. A los dieciséis años, hecha ya una mujer alta y de anchos hombros, Samantha fue contratada por una empresa local de productos cárnicos a la que iba a trabajar al salir de la escuela y durante las vacaciones de verano.

A los supervisores les caía bien porque tenía suficiente vigor para levantar los pesados trozos de carne congelada y porque era muy educada y se podía confiar en ella.

Al cabo de un año de empujar una vagoneta de despojos, le enseñaron a cortar la carne. Los cortadores trabajaban con sierras eléctricas y cuchillos lo bastante afilados para seccionar la carne y el tejido conjuntivo, y no era extraño que se produjeran accidentes graves en la empresa. Samantha se hizo algunos cortes de escasa importancia y se acostumbró a llevar los dedos vendados, pero nunca resultó herida de gravedad.

Aunque al terminar las clases iba cada día a trabajar, fue la primera de la familia que obtuvo un diploma de enseñanza secundaria.

Después siguió trabajando como cortadora de carne durante cinco veranos más, mientras estudiaba anatomía comparada en la Universidad de Misuri, y acudió a las clases de anatomía humana de su primer curso en la facultad de medicina con unos conocimientos impresionantes sobre la osamenta, los órganos internos y el sistema circulatorio de los animales.

R. J. y Samantha trabaron una estrecha amistad con otra chica de su clase. Gwendolyn Bennett era una vivaracha pelirroja de Manchester, New Hampshire. La medicina cambiaba con rapidez, pero aún seguía siendo en gran medida un club de hombres. Había cinco mujeres en el claustro de la facultad, pero todas las direcciones de departamento y los cargos administrativos de la facultad estaban ocupados por hombres.

En clase, a los alumnos les hacían preguntas con frecuencia, mientras que las alumnas no solían recibir la misma atención.

Sin embargo, las tres amigas estaban decididas a que las tuvieran en cuenta. Gwen había tenido alguna experiencia en la escuela universitaria de Mount Holyoke como activista en favor de los derechos de la mujer, y fue ella la que proyectó su estrategia.

—Tenemos que ofrecer respuestas en clase. Si el profesor hace alguna pregunta, levantamos la mano ante su cara sexista y le damos la respuesta correcta. Se fijan en nosotras porque nos matamos a trabajar, ¿de acuerdo? Eso quiere decir que hemos de esforzarnos más que los hombres, estar mejor preparadas que ellos y, en general, dar más pruebas de inteligencia.

En la práctica eso representó una aplastante carga de trabajo, además de la investigación médico-legal que R. J. realizaba para pagarse los estudios pero era precisamente el desafío que necesitaba. Estudiaban las tres juntas, practicaban y se hacían preguntas unas a otras antes de los exámenes, y se apoyaban entre sí cuando detectaban alguna debilidad académica.

Esta estrategia dio resultado en términos generales, a pesar de que no tardaron en cobrar fama de mujeres agresivas. Un par de veces les pareció que sus notas se resentían por la animadversión de algún profesor, pero lo más frecuente era que recibiesen las elevadas calificaciones que merecían. No prestaban atención a las ocasionales observaciones sexuales que les hacía algún que otro alumno, y muy rara vez algún miembro del profesorado.

Salían con chicos sólo de vez en cuando, no porque no les interesara sino porque el tiempo y la energía eran recursos vitales que debían administrar estrictamente. Siempre que tenían una tarde libre iban juntas al laboratorio de anatomía, que Samantha había convertido en su verdadero hogar. Desde el primer momento todos los miembros del departamento de anatomía se dieron cuenta de que Samantha Potter era algo especial, una futura profesora de su especialidad. Todos los estudiantes tenían que pelearse por un brazo o una pierna al que diseccionar, pero siempre había un cadáver reservado para Samantha, y Sam lo compartía con sus dos amigas.

A lo largo de cuatro años diseccionaron cuatro seres humanos muertos: un chino calvo y anciano con un pecho excesivamente desarrollado que era señal de enfisema crónico, una negra anciana de cabellera gris y dos cadáveres de raza blanca, uno de ellos un varón de edad madura y apariencia atlética y el otro una mujer embarazada que debía de tener aproximadamente la misma edad que ellas. Samantha introdujo a Gwen y R. J. en el estudio de la anatomía como si se tratara de un país exótico y maravilloso. Se pasaban las horas diseccionando, desnudando los cuerpos capa por capa, dejando al descubierto y bosquejando músculos y órganos, articulaciones, vasos sanguíneos y nervios en minucioso detalle, aprendiendo las apasionantes complejidades y los misterios de la máquina anatómica humana.

Justo antes de iniciar su segundo año en la facultad de medicina, R. J. y Samantha abandonaron las caballerizas reformadas de la calle Charles. R. J. se alegró de dejar atrás el apartamento: estaba demasiado lleno de recuerdos de Charlie.

Gwen también se les unió, y entre las tres alquilaron un piso destartalado junto a las vías del tren, a sólo una manzana de la facultad de medicina. Su nueva vivienda se hallaba en el límite de un barrio duro, pero no perderían el tiempo en desplazamientos a los laboratorios o al hospital, y la noche antes de que empezaran las clases dieron una fiesta de puertas abiertas.

Típico de ellas, fueron las anfitrionas las que pusieron a los invitados en la calle a una hora temprana de modo que pudieran levantarse con tiempo para ir a clase a la mañana siguiente.

Cuando empezó el trabajo clínico en las salas, R. J. lo abordó como si hubiera estado preparándose toda la vida para hacer aquello.

Veía la medicina de un modo distinto a la mayoría de sus compañeros de clase, muy a su manera. Como había perdido a Charlie Harris por culpa de un catéter sucio, y puesto que aún era una abogada que trabajaba constantemente en casos de negligencia profesional, acostumbraba tomar precauciones contra peligros que la mayor parte de los alumnos no tenía en cuenta.

Durante la investigación de uno de sus casos, encontró un informe del doctor Knight Steel, del Centro Médico de la Universidad de Boston, que había estudiado ochocientos quince casos clínicos consecutivos (exceptuando el cáncer, cuyo tratamiento por quimioterapia conlleva un elevado riesgo de resultados adversos). De los ochocientos quince pacientes, doscientos noventa —¡más de uno de cada tres!— contrajeron una enfermedad yatrógena. Setenta y tres personas —el nueve por ciento de los pacientes sufrieron complicaciones que pusieron en peligro su vida o los dejaron permanentemente incapacitados, desgracias que no les habrían ocurrido si no hubieran acudido al médico o al hospital.

Entre las causas de estos percances se citaban medicamentos y pruebas diagnósticas, el tratamiento, la dieta, la atención en el hospital, el transporte, la cateterización cardíaca, el tratamiento intravenoso, la arteriografía y la diálisis, la cateterización urinaria y un gran número de procedimientos médicos.

R. J. pronto se dio cuenta de que, en todos los aspectos de la atención médica, los pacientes se exponían a resultar perjudicados por sus benefactores. A medida que salían al mercado muchos más medicamentos, a medida que los médicos encargaban un número cada vez mayor de pruebas y estudios de laboratorio para protegerse contra demandas por negligencia, se multiplicaban las posibilidades de que se presentara un trastorno yatrógeno. El doctor Franz Ingelfinger, prestigioso profesor de medicina en Harvard y director de la revista profesional New England Journal of Medicine, escribió:

Supongamos que un ochenta por ciento de los pacientes tienen trastornos autolimitados o afecciones que ni siquiera la medicina moderna puede mejorar. En poco más de un diez por ciento de los casos, la intervención médica tiene un éxito espectacular… Pero ¡ay!, en el nueve por ciento restante, aproximadamente, puede que el médico diagnostique o trate de un modo inadecuado, o quizá sencillamente tenga mala suerte. Sea cual fuere el motivo, el paciente termina con problemas yatrógenos.

R. J. observó que las facultades de medicina no alertaban a sus alumnos de los peligros del error humano en el tratamiento de los pacientes ni les enseñaban a reaccionar ante las demandas por negligencia, pese a la proliferación de acciones legales contra los médicos y al elevado coste que suponía en términos de sufrimiento humano y de dinero. En el curso de sus actividades con Wigoder, Grant & Berlow, R. J. fue confeccionando un archivo de casos y datos sobre estas dos cuestiones.

El trío se deshizo tras la graduación. Samantha siempre había querido dedicarse a enseñar anatomía y aceptó una residencia en patología en el Centro Médico de Yale-New Haven. En los cuatro años de carrera, Gwen no había pensado en ninguna especialidad concreta, pero al final sus ideas políticas la indujeron a elegir la ginecología y entró como residente en el Hospital Mary Hitchcock de Hanover, New Hampshire. R. J. lo quería todo, todo lo que podía ofrecer el hecho de ser médico.

Se quedó en Boston para hacer una residencia de tres años en el Hospital Lemuel Grace. Jamás dudó de lo que hacía ni siquiera en los peores momentos, cuando se acumulaban sobre ella trabajos sucios por el terrible desgaste, la falta de sueño y las horas interminables de trabajo. Era la única mujer entre los treinta residentes de medicina interna que participaban en el programa. Como en la facultad de derecho y en la facultad de medicina, tenía que hablar un poco más alto que los hombres, esforzarse un poco más. La sala de los médicos era territorio masculino, en el que sus compañeros de residencia se relajaban, hablaban obscenamente de las mujeres (los residentes de ginecología recibían el nombre de «entendidos en coños»), y por lo general pasaban de ella. Pero desde el primer momento R. J. mantuvo la vista fija en su objetivo, que era convertirse en la mejor médico posible, y era lo bastante buena para situarse por encima del machismo cuando se lo encontraba, tal como había visto hacer a Samantha con respecto al racismo.

Ya en los comienzos de su carrera, R. J. reveló una incuestionable capacidad para el diagnóstico, y disfrutaba contemplando a cada paciente como un rompecabezas que debía resolver mediante su inteligencia y preparación. Una noche, mientras bromeaba con uno de sus pacientes, un enfermo del corazón llamado Bruce Weiler, R. J. le cogió las manos y se las estrechó.

No pudo soltarlas.

Fue como si estuvieran unidos por… ¿por qué? R. J. se sintió desfallecer con un conocimiento cierto que instantes antes no poseía. Hubiera querido gritarle una advertencia al señor Weiler, pero se limitó a musitar un comentario trivial y se pasó los cuarenta minutos siguientes revisando su expediente, auscultándolo y tomándole el pulso y la presión sanguínea una y otra vez. R. J. creía estar perdiendo el juicio: tanto la gráfica como las constantes vitales de Bruce Weiler indicaban a las claras que su corazón estaba cada vez más fuerte y recobrándose por momentos.

A pesar de todo, ella tenía la certeza de que estaba muriéndose.

No le dijo nada a Fritzie Baldwin, el residente en jefe; no podía decirle nada que tuviera sentido, y se habría burlado de ella sin misericordia.

Pero aquella madrugada, el corazón del señor Weiler se fundió como una bombilla defectuosa y el hombre dejó de existir.

Al cabo de unas semanas volvió a tener una experiencia similar.

Preocupada y perpleja, habló de esos incidentes con su padre.

El profesor Cole asintió, con un brillo de interés en la mirada.

—A veces parece que los médicos tengan un sexto sentido que les indica cómo va a evolucionar un paciente.

—Esto lo experimentaba mucho antes de estudiar medicina. Sabía que Charlie Harris iba a morir. Lo sabía con absoluta certeza.

—En nuestra familia hay una leyenda… —comenzó él en tono indeciso, y R. J. rezongó para sus adentros porque no estaba de humor para escuchar leyendas de familia—. Se decía que algunos de los médicos Cole que ha habido a lo largo de los siglos eran capaces de predecir la muerte cogiendo de las manos a sus pacientes.

R. J. soltó un bufido.

—No, lo digo en serio. Lo llamaban el Don.

—¡Por favor, papá, no me vengas ahora con supersticiones! Eso es de cuando recetaban ojo de tritón y pata de rana. ¿Realmente podían creer una cosa así?

Él se encogió de hombros.

—Parece ser que tanto mi abuelo, el doctor Robert Jefferson Cole, como mi bisabuelo, el doctor Robert Judson Cole, tenían el Don cuando eran médicos rurales en Illinois —respondió suavemente—. No se da en todas las generaciones. Según me dijeron, algunos de mis primos también lo tenían. Yo heredé las antigüedades más preciadas de la familia, el escalpelo de Rob J. que está en mi escritorio y la viola da gamba de mi bisabuelo, pero habría preferido el Don.

—Entonces…, ¿tú nunca has experimentado nada por el estilo?

—Muchas veces he sabido si un determinado paciente iba a vivir o a morir. Pero no; nunca he tenido el conocimiento cierto de la inminencia de la muerte sin signos ni síntomas. Naturalmente —prosiguió imperturbable—, la leyenda de la familia también dice que el consumo de estimulantes embota o anula el Don.

—Entonces quedas excluido —sentenció R. J. Durante muchos años, mientras los médicos de su generación no estuvieron mejor informados, el profesor Cole había disfrutado con frecuencia del placer de un buen cigarro, y aún seguía complaciéndose en su habitual recompensa vespertina de un buen whisky de malta.

R. J. había probado la marihuana en la escuela secundaria, pero nunca había llegado a habituarse a fumar ni una cosa ni otra.

Al igual que a su padre, le gustaban las bebidas alcohólicas. En los momentos de tensión, una copa representaba un alivio innegable, al que a veces recurría ansiosa, pero nunca había permitido que el alcohol pudiera perjudicar su trabajo.

Cuando completó el tercer año de residencia, R. J. ya tenía claro que quería tratar a familias enteras, a gente de todas las edades y de los dos sexos. Pero para hacerlo adecuadamente necesitaba saber más sobre los problemas médicos de las mujeres. Pidió y recibió permiso para realizar tres períodos de rotación en obstetricia y ginecología, en lugar de uno, y al terminar la residencia estuvo un año como externa en el departamento de obstetricia y ginecología del Lemuel Grace, al tiempo que aprovechaba una oportunidad de hacer los exámenes médicos para un amplio programa de investigación sobre los trastornos hormonales de la mujer.

Aquel mismo año aprobó el examen de ingreso en la Academia Norteamericana de Medicina Interna.

Por entonces ya era una veterana del hospital, todo el mundo sabía que había colaborado como abogada en numerosos juicios por negligencia profesional que a menudo obligaban a las compañías aseguradoras a pagar grandes sumas. Las primas de los seguros contra demandas por negligencia eran cada vez más altas. Algunos médicos decían, sin ocultar su enojo, que era inexcusable que un médico se dedicara a un trabajo que perjudicaba a sus compañeros de profesión, y en sus años de aprendizaje R. J. conoció momentos desagradables cuando alguien no se molestaba en disimular la hostilidad que sentía hacia ella. Pero lo cierto es que también había preparado alegatos para la defensa que habían salvado al médico acusado, y eso llegó a ser de conocimiento general.

R. J. tenía una respuesta serena para todos los que la atacaban:

«La solución no consiste en acabar con las demandas por negligencia. La solución consiste en acabar con la negligencia habitual, en enseñar a la gente a que no se dedique a presentar demandas frívolas, y en enseñar a los médicos a protegerse de esos errores humanamente inevitables.

»Nos creemos con derecho a criticar a aquellos policías honrados que protegen a los policías corruptos porque tienen su Código Azul, pero nosotros poseemos un Código Blanco que permite a ciertos médicos practicar impunemente una mala medicina, y yo digo que eso es inaceptable».

Alguien escuchaba sus palabras.

Hacia el final de su período de prácticas en obstetricia y ginecología, el doctor Sidney Ringgold, presidente del departamento de medicina, le preguntó si estaría interesada en dar dos cursos: «Prevención y defensa contra demandas por negligencia», para alumnos de cuarto año, y «Eliminación de incidentes yatrógenos», para alumnos de tercero. El nombramiento como docente en la facultad de medicina iba acompañado de un puesto en la plantilla médica del hospital.

R. J. aceptó de inmediato. Su ingreso en la plantilla provocó irritación y varias protestas ante el departamento, pero el doctor Ringgold capeó la situación serenamente y al final todo resultó bien.

Después de hacer su residencia, Samantha Potter había pasado directamente a enseñar anatomía en la facultad de medicina de la universidad estatal, en Worcester. Gwen Bennett ingresó en un consultorio ginecológico, en Framingham, y muy pronto empezó a dedicar parte de su tiempo a la clínica abortista de Planificación Familiar. Las tres siguieron siendo buenas amigas y aliadas políticas. Gwen y Samantha, junto con otras mujeres y cierto número de médicos progresistas, respaldaron decididamente a R. J. cuando ésta propuso que se estableciera en el hospital un consultorio para el síndrome premenstrual, y tras un período de luchas internas con unos cuantos médicos que lo consideraban un derroche de fondos presupuestarios, el consultorio se convirtió en un servicio establecido y parte del programa de enseñanza.

Toda esa controversia fue especialmente dura para el profesor Cole, pues era un miembro muy destacado de la clase médica y le resultó difícil sobrellevar las ásperas críticas que se dirigían contra su hija, sobre todo la insinuación de que estaba traicionando a sus colegas. Pero R. J. sabía que estaba orgulloso de ella, y en repetidas ocasiones le había manifestado su apoyo a pesar de sus antiguas diferencias. Su relación era fuerte, y en aquel momento de crisis R. J. no vaciló en recurrir nuevamente a su padre.