Un roce con la ley
R. J. había discutido con su padre desde donde alcanzaba su memoria hasta que llegó a la edad adulta. Entonces ocurrió algo bueno y dulce, una suavización y un florecimiento simultáneo de los sentimientos. Por parte de él surgió una clase distinta de orgullo por su hija, una reconsideración de por qué la amaba.
En cambio para ella consistió en darse cuenta de que incluso en los años en que más indignada estaba con su padre, él siempre le había prestado todo su apoyo.
El doctor Robert Jameson Cole era profesor Regensberg de inmunología en la facultad de medicina de la Universidad de Boston.
La cátedra que ocupaba había sido fundada por unos parientes lejanos suyos. R. J. nunca lo había visto azorarse cuando alguien mencionaba este hecho delante de él: la cátedra se había fundado cuando él era un niño, y el profesor Cole era tan famoso en su especialidad que a nadie se le ocurriría pensar jamás que su nombramiento pudiera deberse a otra cosa que a sus propios méritos. Era un hombre tenaz y siempre alcanzaba sus metas.
R. J. recordaba que su madre le había comentado a una amiga que la primera vez que su hija desafió al profesor Cole fue cuando nació niña. Su padre esperaba un hijo.
Desde hacía siglos, los primogénitos de los Cole recibían el nombre de Robert, con un segundo nombre que empezaba por la letra «J». El doctor Cole había reflexionado detenidamente sobre el asunto antes de elegir un nombre para su hijo: Robert Jenner Cole, en honor de Edward Jenner, el descubridor de la inmunidad contra la viruela.
Cuando resultó que era una niña, y cuando se hizo evidente que su esposa, Bernadette Valerie Cole, nunca podría dar a luz a otra criatura, el doctor Cole insistió en que su hija debía llevar el nombre de Roberta Jenner Cole, y que para abreviar la llamarían Rob J.
Era otra tradición de la familia Cole; en cierto modo, hacer de la pequeña una nueva Rob J. equivalía a declarar que había nacido otro futuro médico Cole.
Bernadette Cole había dado su consentimiento a este plan excepto en lo tocante al segundo nombre.
¡Su hija no podía llevar un nombre de varón! Así que se remontó a sus orígenes, en el norte de Francia, y la niña fue bautizada como Roberta Jeanne d’Arc Cole. Con el tiempo, los intentos del doctor Cole de llamar a su hija Rob J. también fracasaron; para su madre, y para todos los que la conocían, pronto pasó a ser R. J., aunque su padre insistía obstinadamente en llamarla Rob J. en los momentos de ternura.
R. J. se crio en un confortable apartamento en el segundo piso de una casa particular reformada de la calle Beacon, con gigantescas y antiguas magnolias en el patio delantero. Al doctor Cole le gustaba porque se hallaba a unas pocas puertas del edificio donde había vivido el célebre médico Oliver Wendell Holmes; a su esposa le gustaba porque era de renta limitada, de modo que podía manejarse con el salario de la facultad. Pero cuando ella murió de neumonía, tres días después de que su hija cumpliera once años, el apartamento empezó a parecer demasiado grande.
R. J. había asistido a escuelas públicas, pero cuando murió su madre, su padre consideró que necesitaba más control y orden en su vida de los que él podía proporcionarle, y la matriculó en una escuela de Cambridge a la que se trasladaba en autobús y en la que se quedaba a comer al mediodía. Había estudiado piano desde los siete años, pero al cumplir los doce empezó a recibir clases de guitarra clásica en la escuela, y al cabo de un par de años comenzó a frecuentar los alrededores de la plaza Harvard, donde tocaba y cantaba con otros músicos callejeros.
Tocaba la guitarra muy bien; su voz era buena, aunque sin llegar a excepcional. A los quince años —mintió respecto a su edad— se puso a trabajar como camarera cantante en el mismo club en el que Joan Báez, que también era hija de un profesor universitario, había empezado su carrera. Aquel septiembre R. J. hizo el amor por primera vez, —en el desván del cobertizo para embarcaciones del Instituto de Tecnología de Massachusetts—, con el primer remero del equipo del instituto. Fue una experiencia sucia y dolorosa que la apartó del sexo, aunque no por mucho tiempo.
R. J. siempre consideró que el segundo nombre elegido por su madre había contribuido en gran medida a configurar su vida.
Desde niña, siempre había estado dispuesta a luchar por una causa; y aunque quería a su padre con locura, a menudo era el doctor Cole el adversario contra el que se enfrentaba. El hecho de que su padre anhelara un Rob J. que siguiera sus pasos en el mundo de la medicina era una presión constante para su única hija. Quizá si no hubiera existido esa presión su camino habría sido distinto. Por las tardes, cuando regresaba sola al silencioso apartamento de la avenida Commonwealth, a veces se metía en el despacho de su padre y cogía sus libros. Buscaba en ellos los órganos sexuales de hombres y mujeres, y a menudo consultaba los actos sobre los que los jóvenes de su edad hablaban en susurros y reían con disimulo. Pero de ahí pasó a una contemplación no libidinosa de la anatomía y la fisiología; del mismo modo en que algunos jóvenes se interesaban por los nombres de los dinosaurios, R. J. se aprendió de memoria los huesos del cuerpo humano. Sobre el escritorio de su padre, dentro de una cajita de cristal y madera de roble, había un antiguo escalpelo de acero azulado.
La leyenda familiar aseguraba que, muchos siglos antes, había pertenecido a un antepasado de R. J., un gran cirujano. A veces le parecía que estudiar medicina para ayudar a la gente sería un buen fin al que dedicar la vida, pero su padre era demasiado insistente, y cuando llegó el momento él mismo la impulsó a declarar que estudiaría un curso universitario de introducción al derecho. En tanto que hija de un profesor, habría podido asistir a la Universidad de Boston con matrícula gratuita, pero prefirió escapar a los largos siglos de tradición médica en la familia Cole obteniendo una beca que cubría las tres cuartas partes de su matrícula en la Universidad de Tufts, limpiando mesas en un comedor estudiantil y trabajando dos tardes por semana en el club de la plaza Harvard. Más tarde, sin embargo, sí acudió a la Universidad de Boston para estudiar derecho. Por entonces ya tenía su propio apartamento en Beacon Hill, tras la Cámara del Estado. Veía a su padre con regularidad, pero ya llevaba una vida independiente.
Estudiaba tercero de derecho cuando conoció a Charlie Harris, un joven doctor en medicina, alto y flaco, con unas gafas de montura de concha que solían deslizarse hasta la punta de su larga y pecosa nariz confiriendo a sus dulces ojos color ámbar una expresión perpleja.
Cuando lo conoció, acababa de empezar una residencia como cirujano.
R. J. nunca había conocido a nadie tan serio y al mismo tiempo tan divertido. Reían mucho, pero él estaba dedicado por completo a su trabajo. Él le envidiaba su erudición sin esfuerzo y el hecho de que R. J. disfrutara con los exámenes, en los que invariablemente le iba muy bien. Era inteligente y tenía un temperamento idóneo para un cirujano, pero los estudios no le resultaban fáciles y había salido adelante gracias a su tenacidad. «Hay que estar por la labor, R. J.». Ella colaboraba en la Revista de Derecho, él estaba de guardia. Siempre se encontraban cansados y con sueño atrasado, y sus horarios les impedían verse tan a menudo como hubieran deseado. Al cabo de un par de meses, ella dejó la calle Joy para instalarse en las caballerizas reformadas que ocupaba él en la calle Charles, porque era el más barato de los dos apartamentos.
Tres meses antes de terminar la carrera de derecho, R. J. descubrió que estaba embarazada. Al principio tanto Charlie como ella se sintieron aterrados, pero luego les llenó de gozo la idea de ser padres y decidieron casarse inmediatamente. Sin embargo, pocos días más tarde, mientras Charlie se preparaba para entrar en el quirófano, le asaltó un dolor intenso en el cuadrante inferior izquierdo del abdomen. El examen clínico reveló la presencia de piedras en el riñón, demasiado grandes para que las expulsara con la orina de manera natural, y antes de que hubieran transcurrido veinticuatro horas fue admitido como paciente en su propio hospital. La operación la realizó Ted Forester, el mejor cirujano del departamento. Al principio del período posoperatorio, Charlie dio muestras de recobrarse a la perfección, salvo que era incapaz de expulsar la orina.
En vista de que llevaba cuarenta y ocho horas sin orinar, el doctor Forester ordenó a un interno que le insertara un catéter, lo cual alivió al paciente. Pero a los dos días se descubrió que Charlie tenía una infección de riñón. A pesar de los antibióticos, la infección de estafilococos se extendió al torrente sanguíneo y se localizó en una válvula del corazón.
Cuatro días después de la operación, R. J. estaba sentada junto a su cama en el hospital. Para ella era evidente que Charlie se encontraba muy enfermo. Había dejado aviso de que quería ver al doctor Forester cuando hiciera su ronda de visitas, y creía que debía telefonear a la familia de Charlie, en Pensilvania, para que sus padres pudieran hablar con el médico si lo deseaban.
Charlie emitió un gemido, y ella se levantó y le enjugó la cara con un paño mojado.
—¿Charlie?
Le cogió las manos, se inclinó sobre él y estudió sus facciones.
Súbitamente, de un modo que no alcanzaba a comprender, se dio cuenta de que no envejecerían juntos. No podía soltarse las manos, ni irse de allí, ni siquiera llorar. Se quedó donde estaba, inclinada sobre él, apretándole las manos con fuerza como si así pudiera retenerlo, grabándose su rostro en la memoria mientras aún tenía ocasión de hacerlo.
Lo enterraron en un cementerio grande y feo, en Wilkes-Barre. Tras los funerales, R. J. se sentó en una silla de terciopelo en la sala de estar de los padres de Charlie y soportó las miradas y las preguntas de desconocidos hasta que pudo escapar. En los minúsculos aseos del avión que la devolvía a Boston, se vio convulsionada por un ataque de náuseas y vómito. Durante varios días sólo podía pensar en qué aspecto tendría el hijo de Charlie. Quizá fue a causa de la aflicción, o quizá lo que ocurrió habría sucedido igualmente aunque Charlie estuviera vivo.
Quince días después de que él muriera, R. J. perdió la criatura.
La mañana del examen para poder ejercer como abogada, se sentó en un aula llena de hombres y mujeres en tensión. Sabía que Charlie le hubiera dicho que estuviera por la labor, así que formó en su mente un cubito de hielo del tamaño de una mujer y se colocó en su mismo centro, dejando fríamente de lado el dolor, la incomodidad y todo lo demás, para concentrar la atención en las numerosas y difíciles preguntas de los examinadores.
R. J. conservó ese escudo helado cuando entró a trabajar para Wigoder, Grant & Berlow, una antigua sociedad que practicaba el derecho civil, con tres pisos de oficinas en un buen edificio de la calle State. Ya no existía ningún Wigoder. Harold Grant, el socio que dirigía la firma, era un hombre encorvado, calvo y reseco. George Berlow, responsable de Legados y Fideicomisos, era barrigudo y tenía la cara surcada de venas y enrojecida por el whisky. Su hijo, Andrew Berlow, un cuarentón imperturbable, atendía a los principales clientes del departamento de bienes raíces. Fue él quien puso a trabajar a R. J. en la preparación de informes y contratos de arrendamiento, tareas de rutina que exigían pasar mucho tiempo entre documentos legales ya redactados. A ella esto le resultaba tedioso y nada interesante, y cuando llevaba dos meses haciéndolo se lo dijo así a Andy Berlow. Él respondió secamente que era un buen aprendizaje y que le serviría de experiencia.
Una semana después, Berlow le permitió ir con él a los tribunales, pero tampoco eso la entusiasmó. R. J. se decía que era por la depresión, y trataba de esforzarse al máximo en el trabajo.
Cuando llevaba poco menos de cinco meses con Wigoder, Grant & Berlow, R. J. se vino abajo.
No fue un choque de trenes emocional; más bien se trató de un descarrilamiento temporal. Una noche en que Andy Berlow y ella se habían quedado a trabajar hasta muy tarde, aceptó tomarse con él una copa de vino, que resultó ser una botella y media, y terminaron acostándose juntos en la cama de ella. Dos días más tarde, Berlow la invitó a almorzar y le explicó con nerviosismo que aunque estaba divorciado «había otra mujer en su vida, y que en realidad vivían juntos». Le pareció que R. J. reaccionaba con mucha amabilidad, pero en realidad fue porque el único hombre que le interesaba estaba muerto. Este pensamiento hizo que el bloque de hielo se agrietara y se desprendiera. Incapaz de contener el llanto, se fue a casa en vez de volver a la oficina y dejó de ir al trabajo durante unos días.
Andy Berlow justificó su ausencia ante la empresa pues creía que estaba perdidamente enamorada de él.
R. J. hubiera querido tener una larga conversación con Charlie Harris. Anhelaba ser de nuevo su amante, y añoraba a su hijo fantasma, el hijo que no había llegado a nacer. Sabía que ninguno de estos deseos podía cumplirse, pero la aflicción la había reducido a las cosas más básicas, y había un aspecto de su vida que sí estaba en su mano cambiar.