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La llamada

A la mañana siguiente despertó temprano y permaneció en la cama, repasando los acontecimientos de la noche anterior. Se figuró que la manada de coyotes que Hank quería ahuyentar se había marchado ya por iniciativa propia para cazar en algún otro lugar, porque a través de la ventana del dormitorio veía tres ciervos de cola blanca que pacían en el prado, agitando la cola mientras desmochaban el trébol. Llegó un coche por la carretera y las colas se irguieron, mostrando sus banderas blancas de alarma. Cuando el coche se alejó, las colas descendieron y se agitaron de nuevo, y los ciervos siguieron paciendo.

Al cabo de diez minutos pasó una motocicleta rugiendo, y los ciervos se lanzaron hacia el bosque con largos y temerosos saltos, a un mismo tiempo poderosos y delicados.

Cuando se levantó de la cama y llamó al hospital, le dijeron que el estado de Freda se mantenía estable.

Era domingo. Después de desayunar, R. J. fue lentamente en su coche hasta la tienda de Sotheby, donde compró The New York Times y The Boston Globe. Al salir del establecimiento se cruzó con Toby Smith e intercambiaron saludos.

—Se la ve a usted descansada, después de haber trabajado anoche hasta tan tarde —comentó Toby.

—Estoy acostumbrada a trabajar hasta muy tarde. ¿Tiene un par de minutos para charlar, Toby?

—Claro que sí.

Se acercaron al banco que había en el porche de la tienda y tomaron asiento.

—Hábleme del servicio de ambulancia.

—Bueno…, es historia. Se creó justo después de la Segunda Guerra Mundial. Un par de personas que habían servido como médicos en las Fuerzas Armadas volvieron a casa, compraron una ambulancia excedente del Ejército y empezaron a prestar el servicio. Al cabo de algún tiempo, el Estado implantó los exámenes para técnicos de urgencias médicas y se fue creando todo un sistema de educación continuada. Los técnicos de urgencias médicas deben estar al día de todas las novedades en medicina de urgencia y renovar el título cada año. Aquí en el pueblo tenemos catorce técnicos de urgencias registrados, todos ellos voluntarios. Es un servicio gratuito para todos los habitantes de Woodfield. Llevamos buscas y atendemos las urgencias médicas del pueblo las veinticuatro horas del día. Lo ideal sería que en cada salida el equipo estuviera compuesto por tres miembros, uno al volante y otros dos detrás con el paciente, pero es frecuente que sólo seamos dos, como anoche.

—¿Por qué es un servicio gratuito? —inquirió R. J.—. ¿Por qué no pasan factura a las compañías de seguros por transportar sus clientes al hospital?

Toby le dirigió una mirada burlona.

—En estos pueblos de las colinas no tenemos grandes empresas. La mayoría de la gente trabaja por cuenta propia y a duras penas consigue salir adelante: madereros, carpinteros, granjeros, artesanos… Una gran parte de la gente de aquí carece de seguros médicos. Yo tampoco lo tendría si no fuera porque mi marido trabaja para el Gobierno como guarda de pesca y caza; soy contable autónoma, y me sería imposible pagar las primas.

R. J. asintió con la cabeza y suspiró.

—Supongo que aquí las cosas no deben de ser muy distintas de como son en la ciudad, por lo que se refiere a seguros médicos.

—Mucha gente confía en que no enfermará ni tendrá un accidente. Se vive siempre con el miedo en el cuerpo, pero a muchos no les queda otra alternativa. —El servicio de ambulancia desempeñaba un papel importante en el pueblo, le explicó Toby—. La gente aprecia realmente lo que hacemos. Hacia el este, para encontrar el médico más cercano hay que llegar hasta Greenfield. Hacia el oeste hay un médico de medicina general llamado Newly a cincuenta y dos kilómetros de aquí, en las afueras de Dalton, por la carretera 9. —Toby la miró sonriente—. ¿Por qué no viene a vivir aquí todo el año y es usted nuestra médico?

R. J. le devolvió la sonrisa.

—No lo creo —respondió.

Sin embargo, cuando llegó a casa sacó un mapa de la región y lo examinó. Había once pueblos y aldeas en la zona que según Toby Smith carecía de médico residente.

Aquella tarde compró una pequeña planta de interior —una violeta africana cargada de flores azules— y se la llevó a Freda al hospital.

Freda aún estaba débil y no hablaba mucho, pero Hank Krantz se animó ante la presencia de R. J.

—Quería preguntarle… ¿Cuánto le debo por lo de anoche?

R. J. sacudió la cabeza.

—Fui como vecina más que como médico —respondió, y Freda la miró sonriente.

R. J. regresó a Woodfield sin apresurarse, disfrutando del panorama de granjas y colinas boscosas.

Se estaba poniendo el sol cuando sonó el teléfono.

—¿Doctora Cole? Soy David Markus. Me ha dicho mi hija que ayer estuvo usted en casa. Lamento no haber podido atenderla.

—Sí, señor Markus. Quería hablar con usted sobre la venta de mi casa y mis tierras…

—Podemos hablar, desde luego. ¿Cuándo le iría bien que pasara a verla?

—Bien, la cosa es que… quizá sí que quiera vender, pero ahora mismo no estoy tan segura. Tengo que tomar algunas decisiones.

—En tal caso, no se precipite. Piénselo bien.

Tenía una voz cálida y agradable, pensó R. J.

—Pero me gustaría hablar con usted sobre otro asunto.

—Lo comprendo —dijo él, aunque era evidente que no comprendía.

—A propósito, hace usted una miel deliciosa.

Ella lo sintió sonreír al otro extremo de la línea.

—Gracias, se lo diré a las abejas. Les encanta oír cosas así, aunque se ponen furiosas cuando me llevo yo todo el mérito.

El lunes amaneció nublado, pero R. J. tenía una responsabilidad de la que era muy consciente. Se internó de nuevo en el bosque, a costa de arañarse el cuello con una rama espinosa y de hacerse varios cortecitos en las manos. Cuando llegó al río, lo siguió corriente abajo tan cerca de la orilla como le fue posible, aunque a veces los rosales silvestres, los frambuesos y otros zarzales la obligaban a apartarse. Recorrió el río hasta llegar a los límites de su finca y estudió cuidadosamente diversos lugares, hasta que al fin eligió un claro soleado y herboso en el que se combaba un grueso abedul blanco formando un arco sobre una pequeña cascada que producía un animado chapoteo. Hizo otra tortuosa excursión por el bosque y regresó cargada con la pala que colgaba de un clavo en el cobertizo y con la caja que contenía las cenizas de Elizabeth Sullivan.

Excavó un profundo agujero entre dos gruesas raíces del abedul y derramó en su interior las cenizas de la caja. En realidad sólo eran fragmentos de hueso. En la hambrienta explosión del crematorio, la envoltura carnal de Betts Sullivan se había vaporizado y extinguido para irse volando hacia algún lugar, como R. J. se imaginaba en la niñez que el alma del difunto abandonaba el mundo.

Echó tierra sobre las cenizas y la apisonó con ternura. Luego, para que ningún animal las desenterrase, se acercó al río y cogió una piedra redondeada por la corriente, tan grande que apenas podía manejarla, pero a base de intentos y descansos consiguió colocarla sobre la tierra removida. Ahora Betts formaba parte de aquel lugar. Lo más extraño era que R. J. experimentaba la sensación, cada vez con más intensidad, de que en muchos sentidos ella también formaba parte de él.

Dedicó los dos días siguientes a investigar, a recopilar información, a tomar muchas notas, a garabatear cifras y presupuestos.

David Markus resultó ser un hombretón sosegado, más cerca de los cincuenta años que de los cuarenta, con unas facciones toscas y algo maltratadas que le prestaban un aire interesante, un poco al estilo de Lincoln (R. J. no comprendía que a Lincoln se le considerara mal parecido). Tenía la cara ancha, con una nariz prominente y ligeramente aguileña, una cicatriz junto a la comisura izquierda del labio superior y unos ojos castaños de mirada apacible y fácilmente risueña. Su traje de negocios consistía en unos Levis descoloridos y una cazadora de los Patriots de Nueva Inglaterra, y llevaba la espesa cabellera de color castaño tirando a gris recogida en una extravagante cola de caballo.

R. J. fue al ayuntamiento y habló con una administradora municipal llamada Janet Cantwell, una mujer huesuda y entrada en años, de ojos cansados, que llevaba unos tejanos deshilachados, más raídos que los de Markus, y una camisa blanca de hombre arremangada hasta los codos. Recorrió la calle Mayor de un extremo al otro y examinó las casas, la gente con la que se cruzaba por el camino y el fluir del tráfico. Fue al Centro Médico de Greenfield y se entrevistó con el director del hospital, y luego entró en la cafetería y habló con varios médicos mientras almorzaban.

Luego se metió en el coche y emprendió el regreso a Boston.

Cuanto más se alejaba de Woodfield, más la invadía la sensación de que debía volver allí. Hasta aquel momento, cuando oía decir que alguien había recibido «una llamada» siempre daba por supuesto que se trataba de un eufemismo romántico, pero ahora le parecía posible quedar cautivada por una compulsión tan poderosa que era imposible negarla.

Mejor aún: estaba convencida de que aquello que la obsesionaba tenía mucho sentido, en términos prácticos, con vistas al resto de su vida.

Aún le quedaban varios días de vacaciones, y los utilizó para redactar listas de las cosas que debía hacer. Y para formular planes.

Finalmente llamó por teléfono a su padre y le propuso que salieran a cenar juntos.