8

Un jurado de iguales

La reunión del Comité Deontológico del Hospital Middlesex Memorial prevista para el mes de abril se aplazó a causa de una ventisca primaveral que cubrió el hielo viejo y la nieve sucia con una limpia capa blanca que habría resultado alegre de no estar tan avanzada la estación. A aquellas alturas, la presencia de más nieve hizo rezongar a R. J. Dos días después, la temperatura ascendió a veintitrés grados, y la nieve reciente de primavera y la nieve vieja del invierno desaparecieron a la vez, llenando de agua arroyos y cunetas.

El Comité Deontológico se reunió la semana siguiente, y la sesión no se prolongó mucho. En vista de los testimonios y de la clara evidencia de que Elizabeth Sullivan estaba a punto de morir entre terribles dolores, se llegó a la conclusión unánime de que el doctor Thomas A. Kendrick no había actuado de un modo contrario a la ética profesional cuando administró una dosis masiva de analgésico a la paciente.

Unos días después de la reunión, Phil Roswell, un miembro del comité, le contó a R. J. que no había habido discusión.

—Seamos sinceros: todos hacemos lo mismo para apresurar un final piadoso cuando la muerte es inminente e inevitable —reconoció Roswell—. Tom no trató de ocultar un crimen. Extendió la receta abiertamente, y aparece bien a las claras en la hoja clínica. Si lo castigáramos, tendríamos que castigarnos a nosotros mismos y a la mayoría de los médicos que conocemos.

Nat Rourke tuvo una discreta charla con Wilhoit, de la que salió convencido de que el fiscal de distrito no pensaba llevar la muerte de Elizabeth Sullivan ante el jurado de acusación.

Tom estaba eufórico. Quería volver una página en su vida, impaciente por consumar el divorcio e iniciar su nueva vida matrimonial.

El malestar de R. J. se veía exacerbado por los mendigos que pululaban por todas partes. Ella había nacido y se había criado en Boston y amaba su ciudad, pero no soportaba mirar a la gente que vivía en las calles. Los veía por toda la ciudad, hurgando en los cubos y contenedores de basura, transportando sus escasas posesiones en carritos de la compra robados de supermercados, durmiendo en cajas de embalaje sobre fríos muelles de carga, haciendo cola para obtener una comida gratuita en el comedor de beneficencia de la calle Tremont, ocupando los bancos de Boston Common y de otros lugares públicos.

Para ella, estas personas sin hogar constituían un problema médico. En los años setenta, los psiquiatras habían emprendido una campaña para acabar con los imponentes manicomios estatales donde se almacenaba a los dementes en condiciones vergonzosas. La idea era devolver a los pacientes la libertad de vivir en armonía con los sanos, como se hacía con éxito en varios países europeos, pero en Estados Unidos los centros públicos de salud mental instituidos para atender a los pacientes liberados no recibieron los fondos necesarios, y fracasaron. Los pacientes se dispersaron. A los asistentes sociales encargados de la atención psiquiátrica les resultaba imposible seguir la pista de alguien que una noche dormía en una caja de cartón y la siguiente sobre una rejilla de ventilación a varios kilómetros de distancia. A lo ancho de todo el país se creó un ejército de personas sin hogar compuesto por alcohólicos, drogadictos, esquizofrénicos y toda clase de enfermos mentales.

Muchos de ellos recurrieron a la mendicidad, unos pidiendo en metros y autobuses con discursos chillones y relatos lastimeros, otros sentándose en la acera con un platillo o una gorra vuelta boca arriba junto a un burdo letrero que expresaba su situación: «Trabajo a cambio de comida», o «Tengo cuatro hijos en casa». R. J. había leído un estudio en el que se llegaba a la conclusión de que aproximadamente un noventa y cinco por ciento de los mendigos norteamericanos era adicto al alcohol o las drogas y que algunos obtenían hasta trescientos dólares diarios, dinero que gastaban rápidamente en mantener su adicción. R. J. experimentaba un intenso sentimiento de culpabilidad respecto al cinco por ciento que no eran adictos, sino sencillamente gente sin hogar ni trabajo, pero aun así era para ella una cuestión de principio no dar limosna, y se enfurecía cuando veía que alguien arrojaba una moneda en el plato en vez de presionar políticamente para que se retirase a los indigentes de las calles y se les proporcionara una atención adecuada.

No eran sólo los mendigos; todos los ingredientes de su existencia en la ciudad le consumían los nervios: el fin de su matrimonio, la despersonalización de su profesión, el papeleo rutinario de cada día, el tráfico, el hecho de que ahora detestaba trabajar en un sitio en el que Allen Greenstein la había vencido en la competencia por un cargo.

Todo se combinaba en un amargo cóctel. Poco a poco fue surgiendo en ella la convicción de que era hora de cambiar drásticamente de vida, de irse de Boston.

Las dos comunidades médicas en las que había programas donde podía encajar una persona con intereses híbridos como los de ella eran Baltimore y Filadelfia. Así pues, se sentó a escribir sendas cartas a Roger Carleton, de la Universidad Johns Hopkins, e Irving Simpson, de la de Penn, para preguntarles si estarían interesados en sus servicios.

Mucho antes había organizado su calendario de primavera de modo que le quedara una semana libre, soñando con ir a St. Thomas. En vez de eso, una tibia tarde de viernes salió temprano del hospital y se fue a casa en busca de algunas prendas que pudiera llevar en el campo. Tenía que deshacerse de la finca de Berkshire.

Había salido de casa y estaba subiendo al coche cuando se acordó de las cenizas de Elizabeth, así que volvió a entrar y cogió la caja de cartón de la parte superior del buró que había en el cuarto de los invitados, donde la había dejado cuando la llevó a casa.

No se vio con ánimos para dejar las cenizas en el maletero junto con su equipaje, de modo que depositó la pequeña caja sobre el asiento contiguo y dejó el impermeable doblado delante de ella para que no se cayera si tenía que frenar en seco.

A continuación condujo el BMW rojo a la autopista de Massachusetts y enfiló hacia el oeste.