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Voces

R. J. llamó inmediatamente a Nat Rourke para comunicarle lo sucedido en la clínica.

—He pensado que debía usted saberlo, para que no le sorprenda si intentan utilizar mis actividades contra Tom.

—Muchísimas gracias, doctora Cole —respondió el abogado. Sus modales eran muy corteses. R. J. no hubiera sabido decir qué pensaba en realidad.

Aquella noche, Tom volvió muy temprano a la casa de la calle Brattle. R. J. estaba sentada ante la mesa de la cocina revisando papeles, y él entró y cogió una cerveza del frigorífico.

—¿Quieres una?

—No, gracias.

Se sentó frente a ella. R. J. sintió el impulso de extender la mano para tocarlo.

Se le veía cansado, y en los viejos tiempos ella habría ido a su lado para darle un masaje en el cuello. En una época les gustaba mucho tocarse. Él también le daba masajes a menudo. Últimamente tendían a enfurecerse el uno al otro, pero R. J. no podía negar que Tom tenía muchos rasgos atractivos.

—Me ha llamado Rourke para contarme lo que ha ocurrido en Jamaica Plain.

—Ah.

—Sí. Él…, bueno, me ha preguntado por nuestro matrimonio. Y le he contestado con franqueza y sinceridad.

Ella lo miró sonriente.

—Siempre es lo mejor.

—Sí. Rourke me ha dicho que, si vamos a divorciarnos, convendría iniciar los trámites inmediatamente para que cualquier posible controversia sobre tu trabajo en Planificación Familiar no perjudique mi defensa.

—Me parece lógico —R. J. asintió—. Nuestro matrimonio terminó hace mucho tiempo, Tom.

—Sí. Sí, es cierto, R. J. —Le dirigió una sonrisa—. Y ¿qué me dices ahora de esa cerveza?

—No, gracias —respondió ella, y se enfrascó de nuevo en sus papeles.

Tom cogió unas cuantas cosas y se fue inmediatamente, con tanta facilidad que R. J. tuvo la seguridad de que iba a instalarse con otra persona.

Al principio no advirtió ningún cambio en la casa de la calle Brattle, porque se hallaba acostumbrada a estar sola en ella.

Cada noche regresaba a la misma casa vacía, pero ahora reinaba en ella una sensación de paz, una ausencia de los rastros de él que solían molestarla e irritarla. Una grata expansión de su espacio personal.

Pero ocho noches después de su partida empezó a recibir llamadas telefónicas.

Eran voces distintas, y telefoneaban durante toda la noche a distintas horas, probablemente por turnos.

—Matas niños, zorra —le susurró una voz de hombre.

—Destrozas a nuestros hijos. Los recoges con una aspiradora como si fueran basura.

Una mujer le explicó a R. J. en tono compasivo que estaba en manos del demonio.

—Arderá usted en el fuego del infierno durante toda la eternidad —le advirtió su interlocutora. Hablaba en un susurro ronco y cursi a la vez.

Rob J. se hizo cambiar el número de teléfono por otro que no aparecía en el listín.

Un par de días después, al llegar del trabajo, vio que alguien había clavado a martillazos en la puerta que tanto había costado restaurar de su mansión de estilo georgiano un cartel que decía:

SE BUSCA

Necesitamos su ayuda para detener a la Dra. Roberta J. Cole.

En la fotografía aparecía, mirando hacia la cámara con expresión colérica, la boca abierta de un modo nada favorecedor. Debajo, el texto rezaba:

La doctora Roberta J. Cole, residente en Cambridge, dedica la mayor parte de la semana a fingirse una médico y profesora respetable en el Hospital Lemuel Grace y en la Escuela de Médicos y Cirujanos de Massachusetts. Pero es una abortista.

Cada jueves mata de diez a trece bebés.

Por favor, colabore con nosotros de la siguiente manera:

  1. Rece y ayune: Dios no quiere que perezca nadie. Rece por la salvación de la doctora Cole.
  2. Escríbale, llámela por teléfono, comparta con ella el Evangelio y ofrézcase a ayudarla a abandonar esta profesión.
  3. ¡Pídale que «deje de practicar abortos»!

«No participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas». Epístola a los efesios, 5:11.

El precio mínimo de un aborto es de 250 dólares. La mayoría de los médicos en la situación de la doctora Cole gana el cincuenta por ciento del coste de cada aborto. Eso significa que los ingresos que obtuvo la doctora Cole el pasado año por matar a casi 700 niños ascendieron aproximadamente a 87.500 dólares.

El cartel enumeraba diversos medios para ponerse en contacto con la doctora Cole, indicaba su horario habitual y las direcciones y los números de teléfono del hospital, la facultad de medicina, la unidad para el síndrome premenstrual y el Centro de Planificación Familiar. Al pie del cartel había una línea que rezaba:

RECOMPENSA:

¡¡SE SALVARÁN VIDAS SI ES DETENIDA!!

Durante la semana siguiente hubo un silencio ominoso. Una mañana, The Boston Globe publicó un artículo en el que algunos activistas políticos locales comentaban que el fiscal de distrito, Edward W. Wilhoit, estaba sondeando el ambiente para presentarse al cargo de vicegobernador. El domingo, en todas las iglesias de la archidiócesis de Boston se leyó una carta del cardenal que condenaba el aborto como pecado mortal. Dos días después los periódicos de ámbito nacional publicaron que el doctor Jack Kevorkian había participado en otro suicidio asistido en Michigan. Aquella noche, cuando R. J. conectó el televisor para ver las noticias de las once, alcanzó a oír unas palabras de Wilhoit ante una asamblea de ciudadanos, comprometiéndose a «aplicar justicia sin demora a los anticristos que hay entre nosotros, que por medio del feticidio, el suicidio y el homicidio pretenden usurpar los poderes de la Santísima Trinidad».

—Espero que podamos comportarnos como personas civilizadas, sin rencor ni peleas, y dividirlo todo por igual, las propiedades y las deudas. Todo mitad y mitad —dijo Tom.

Ella se mostró de acuerdo. Estaba segura de que Tom chillaría y patalearía si hubiera algún dinero por el que chillar y patalear, pero la mayor parte de lo que ganaban se había destinado a pagar la casa y sus deudas de la facultad de medicina.

A Tom le resultó embarazoso contarle que ahora vivía con Cindy Wolper, la administradora de su oficina, una rubia burbujeante que aún no había cumplido los treinta.

—Vamos a casarnos —anunció, y pareció sentirse aliviado por haber pasado al fin de marido infiel a recién prometido.

«Pobrecita», pensó R. J. con enojo.

A pesar de sus declaraciones de llevar el asunto como personas civilizadas, cuando se reunieron para concertar el reparto de las propiedades, Tom llevó un abogado, Jerry Saltus.

—¿Piensas conservar la casa de la calle Brattle? —le preguntó Tom.

R. J. se lo quedó mirando con incredulidad. Habían comprado la casa porque él había insistido, a pesar de sus objeciones. Y a causa de esta obsesión habían metido todo su dinero en ella.

—¿No quieres la casa?

—Cindy y yo hemos decidido vivir en un apartamento.

—Bien, pues yo tampoco quiero tu pretenciosa casa. Nunca la he querido. —R. J. se dio cuenta de que estaba subiendo el tono de voz y de que hablaba con irritación, pero no le importó.

—¿Y la casa de campo?

—Creo que también habría que venderla —respondió ella.

—Si tú te encargas de venderla, yo me ocuparé de vender la de Brattle. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Tom dijo que deseaba quedarse el bargueño de cerezo, el sofá, los dos sillones de orejas y el televisor de pantalla grande. R. J. también hubiera querido el bargueño, pero él aceptó que se quedara con el piano y con una alfombra persa de Heriz, de más de cien años de antigüedad, que ella tenía en gran estima. Los muebles restantes se los repartieron eligiendo uno cada vez, por turno. El acuerdo se cerró rápidamente y sin derramamiento de sangre, y el abogado escapó antes de que cambiaran de idea y se pusieran desagradables.

El domingo por la tarde R. J. fue al Alex’s Gymnasium con Gwen, que aún tardaría un par de semanas en marcharse a Idaho. Antes de empezar la clase de aerobic, R. J. estaba hablándole de Tom y su futura esposa cuando entraron Alexander Manakos y un operario y se dirigieron al otro extremo del gimnasio, donde había una máquina de ejercicios estropeada.

—Está mirando hacia aquí —observó Gwen.

—¿Quién?

—Manakos. Te mira a ti. Ya te ha mirado varias veces.

—No seas tonta, Gwen.

Pero el dueño del club le dio una palmada en el hombro al operario y echó a andar hacia ellas.

—Vuelvo enseguida. Tengo que llamar a mi despacho —se excusó Gwen, y desapareció.

La ropa de Manakos estaba tan bien cortada como la de Tom, pero no era de Brooks Brothers. Sus trajes eran más informales, más a la moda. Era un hombre sumamente apuesto.

—Doctora Cole.

—Sí.

—Soy Alexander Manakos. —Le estrechó la mano de un modo casi impersonal—. ¿Lo encuentra usted todo a su satisfacción, aquí en mi club?

—Sí. Paso muy buenos ratos en el club.

—Me alegra oírlo. ¿Tiene alguna queja que yo pueda remediar?

—No. ¿Cómo sabe mi nombre?

—Se lo pregunté a una persona. Estaba usted delante de nosotros. He pensado que podía acercarme a saludarla; parece usted muy agradable.

—Gracias. —R. J. no se sentía cómoda en esta clase de situaciones, y lamentaba que Manakos decidiera abordarla.

Visto de cerca, su cabello le recordaba a un Robert Redford más joven. Tenía la nariz aguileña, y eso le confería una apariencia un tanto cruel.

—¿Querría usted cenar conmigo algún día, o tomar unas copas? Me gustaría que tuviéramos ocasión de hablar y conocernos.

—Señor Manakos, yo no…

—Alex. Me llamo Alex. ¿Preferiría que nos presentara alguien a quien usted conozca?

Ella sonrió.

—No es necesario.

—Mire, perdone que la haya abordado de esta manera, como un ligón. Sé que ha venido a una clase de aerobic. Piénselo, y dígame algo cuando vaya a marcharse.

Antes de que ella pudiera abrir la boca para protestar y decirle que eso carecía de importancia, Manakos se alejó.

—Vas a salir con él, ¿verdad?

—No, te equivocas.

—¿Por qué no? Es muy atractivo.

—Es guapísimo, Gwen, pero a mí no me atrae en absoluto. Sinceramente. No sabría decirte el motivo.

—¿Y qué? No te ha propuesto que os caséis, ni te ha pedido que pases el resto de tu vida con él. Sólo quiere salir contigo una noche.

Gwen no se daba por rendida.

Durante la clase, entre cada serie de ejercicios, volvía otra vez al mismo tema.

—Parece muy simpático. ¿Cuándo fue la última vez que saliste con un hombre?

Durante la clase, R. J. trató de recordar lo que sabía de él.

Procedía de una familia de inmigrantes y había sido jugador de baloncesto en la Universidad de Boston. En el vestíbulo del gimnasio había una antigua fotografía de él en Boston Common, en la que se veía un niño de expresión seria con una caja de limpiabotas. Cuando entró en la universidad tenía alquilado un minúsculo puesto de limpiabotas en un edificio de la plaza Kenmore y había contratado a varias personas para que trabajaran allí. A medida que fue creciendo su fama como deportista, el salón Alex’s se convirtió en el sitio de moda para lustrarse los zapatos, y Manakos no tardó en tener un salón de limpiabotas más grande con un puesto de refrescos. No era bastante bueno para el baloncesto profesional, pero se graduó con un título en administración de empresas y con la suficiente publicidad para obtener de los bancos de Boston el capital que necesitara, y abrió un gimnasio lleno de máquinas Nautilus y monitores cualificados.

En memoria de los viejos tiempos, el club contaba con un salón de limpiabotas, pero el puesto de refrescos se había convertido en bar y cafetería. Ahora Alex Manakos era propietario del gimnasio, de un restaurante griego en el muelle y otro en Cambridge, y sólo Dios sabía de qué más. R. J. sabía que estaba soltero.

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste una simple conversación con un hombre que no fuera un paciente ni un médico? Parece una persona agradable. Muy agradable —insistía Gwen—. ¡Sal con él!

Después de ducharse y vestirse, R. J. fue al bar del gimnasio.

Cuando le dijo a Alex Manakos que tendría mucho gusto en salir con él alguna noche, él sonrió.

—Eso está bien. Es usted médico, ¿no es cierto?

—Sí.

—Bien, hasta ahora nunca he salido con una doctora.

«En menuda historia me he metido», se dijo ella.

—¿Es que únicamente sale con doctores?

Él se echó a reír y la miró con interés. Así que se pusieron de acuerdo y quedaron para cenar. El sábado.

A la mañana siguiente, tanto el Herald como el Globe publicaron artículos sobre el aborto. Los periodistas habían entrevistado a representantes de los dos bandos de la controversia y ambos periódicos incluían las fotografías de diversos activistas. Además, el Herald reproducía dos de aquellos carteles de «Se busca»: uno era del doctor James Dickenson, un ginecólogo que practicaba abortos en la Clínica de Asesoramiento Familiar, en Brookline, y el otro de la doctora Roberta J. Cole.

El miércoles se dio a conocer el nombramiento del doctor Allen Greenstein, como director médico adjunto del Hospital Lemuel Grace, en sustitución del doctor Maxwell B. Roseman.

Durante los días que siguieron al nombramiento, la prensa y la televisión entrevistaron al doctor Greenstein, y se destacó el hecho de que faltaban pocos años para que los niños recién nacidos fueran sometidos a exámenes genéticos que permitirían a los padres conocer los peligros que acecharían a la salud de sus hijos en el curso de su vida, y quizás incluso de qué morirían. R. J. y Sidney Ringgold se encontraron en el pase de visitas y en una reunión de departamento, y se cruzaron varias veces por los pasillos. En todas las ocasiones Sidney la miró a los ojos y la saludó amistosamente.

A R. J. le habría gustado que se detuviera a hablar con ella.

Quería decirle que no se avergonzaba de practicar abortos, que estaba realizando una tarea difícil e importante, una tarea que había asumido porque era una buena médico.

Pero entonces, ¿por qué se sentía atemorizada y furtiva cuando recorría los pasillos de su hospital?

El sábado por la tarde procuró llegar a casa con tiempo suficiente para ducharse sin prisas y vestirse lentamente y con esmero. A las siete en punto entró en el Alex’s Gymnasium y se dirigió al salón bar.

Alexander Manakos estaba de pie en un extremo de la barra, hablando con dos hombres. R. J. se acomodó en un taburete en el otro extremo, y él se le acercó enseguida. Aún era más guapo de como ella lo recordaba.

—Buenas tardes.

Él la saludó con una inclinación de cabeza. Llevaba un periódico y, al abrirlo, R. J. vio que era el Globe del lunes.

—¿Es verdad eso que dice aquí de que usted practica abortos?

R. J. comprendió que no iba a recibir ningún homenaje. Alzó la cabeza y se irguió para mirarlo a los ojos.

—Sí. Se trata de un procedimiento médico legal y ético que es vital para la salud y la vida de mis pacientes —respondió con serenidad—, y lo hago bien.

—Me repugna. No me la tiraría ni con la polla de otro.

«Muy agradable».

—Puede tener la seguridad de que no va a hacerlo con la suya —le dijo con mucha calma, y bajó del taburete y se dirigió a la salida del gimnasio, pasando ante una mesa en la que una mujer de cabellos blancos y aspecto maternal la aplaudía con lágrimas en los ojos.

R. J. se habría sentido más alentada si la mujer no hubiera estado borracha.

—No necesito a nadie. Puedo vivir muy bien yo sola. Yo sola. ¡No necesito a nadie! ¿Lo entiendes? —le dijo furiosa a Gwen—. Y quiero que me dejes en paz.

—De acuerdo, de acuerdo —respondió Gwen, y se marchó a toda prisa.