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El contendiente

No volvieron a tener noticias del fiscal de distrito ni apareció ningún artículo en la prensa.

R. J. sabía que el silencio podía ser ominoso. La gente de Wilhoit estaba trabajando, hablando con enfermeras y médicos del Middlesex, tratando de determinar si tenían materia para abrir un caso, si el intento de aplastar al doctor Thomas A. Kendrick favorecería o perjudicaría la carrera del fiscal de distrito.

R. J. se concentró en su trabajo. Hizo pegar carteles en el hospital y en la facultad de medicina para anunciar la creación del comité de publicaciones. Cuando se celebró la primera reunión, un nevado martes, al anochecer, se presentaron catorce personas. Ella había supuesto que el comité atraería a residentes y médicos jóvenes que aún no habían publicado, pero también asistieron varios médicos con amplia experiencia.

No hubiera debido sorprenderle: R. J. conocía al menos a un hombre que había llegado a ser decano de una facultad de medicina sin haber aprendido a escribir en su propio idioma de un modo aceptable.

Organizó un programa mensual de conferencias a cargo de editores de revistas médicas, y varios de los asistentes se ofrecieron voluntarios para leer en la siguiente reunión los trabajos que estaban preparando, de modo que pudieran ser sometidos a una valoración crítica.

R. J. tuvo que reconocer que Sidney Ringgold había anticipado una necesidad.

Boris Lattimore, un médico entrado en años que pertenecía a la plantilla de consultores del hospital, hizo un aparte con R. J. en la cafetería para susurrarle que tenía noticias: Sidney le había dicho que el próximo director médico adjunto sería o bien R. J. o bien Allen Greenstein. Greenstein era un brillante investigador, autor de un programa para el examen genético de recién nacidos que había dado mucho que hablar.

R. J. deseó que el rumor no fuera cierto; Greenstein era un temible competidor.

La nueva responsabilidad del comité no le planteó demasiadas dificultades; incrementaba su programa de trabajo y consumía parte de su precioso tiempo libre, pero en ningún momento se sintió tentada a sacrificar los jueves. Era consciente de que, sin clínicas modernas donde se pudiera interrumpir el embarazo en condiciones sanitarias, muchas mujeres morirían tratando de hacerlo por su cuenta. Las más pobres, las que carecían de un seguro médico, de dinero o de los conocimientos necesarios para averiguar dónde conseguir ayuda, todavía intentaban interrumpir su embarazo por sí mismas: bebían trementina, amoníaco o detergente, y se hurgaban en el útero con perchas, agujas de hacer punto, herramientas de cocina o cualquier instrumento con el que se pudiera causar un aborto.

R. J. trabajaba en Planificación Familiar porque consideraba que era esencial para toda mujer tener a su alcance servicios adecuados si los necesitaba. Pero las cosas se ponían cada vez más difíciles para el personal médico de Planificación Familiar. Mientras volvía a su casa tras un atareado miércoles en el hospital, R. J. oyó por la radio del coche que había estallado una bomba en una clínica de abortos de Bridgeport, Connecticut. El artefacto había derribado parte del edificio, dejando ciego a un guardia y lesionando a una secretaria y dos pacientes.

A la mañana siguiente, en la clínica, Gwen Gabler anunció a R. J. que dejaba el trabajo para mudarse a otra ciudad.

—No puedes hacerlo —protestó R. J. Gwen, Samantha Potter y ella habían sido amigas íntimas desde sus tiempos de estudiantes en la facultad de medicina.

Samantha era profesora fija en la facultad de medicina de la Universidad de Massachusetts, donde sus clases de anatomía se habían hecho legendarias, y R. J. no tenía ocasión de verla tan a menudo como hubiera deseado. Pero Gwen y ella se veían regularmente y con frecuencia desde hacía dieciocho años.

Gwen le dirigió una sonrisa llena de tristeza.

—Te echaré muchísimo de menos.

—Pues no te vayas.

—Tengo que irme, para que podamos sobrevivir como familia.

Había estado recibiendo amenazas de muerte por carta y por teléfono.

—Mis hijos son pequeños y me necesitan. Para serte sincera, seguramente me iría aunque no tuviera hijos. Si esos cabrones se proponían aterrorizarme, R. J., lo han conseguido.

Los Gabler habían decidido trasladarse al oeste, a Moscow, en el estado de Idaho. Phil daría clases en la universidad sobre administración de la propiedad, y Gwen estaba negociando un trabajo como ginecóloga y tocóloga con una Sociedad para el Mantenimiento de la Salud.

—Las SMS son el futuro. Tenemos que hacer algo para cambiar el sistema, R. J. Dentro de poco, todas estaremos trabajando para las SMS.

Gwen ya había llegado a un acuerdo de principio con la SMS de Idaho tras varias conversaciones telefónicas.

Se estrecharon la mano con fuerza y R. J. se preguntó cómo se las arreglaría sin ella.

Tras el pase de visitas del viernes por la mañana, Sidney Ringgold se separó del grupo de batas blancas y cruzó el vestíbulo del hospital hacia R. J., que estaba esperando el ascensor.

—Quería decirte que estoy recibiendo reacciones muy positivas acerca del comité de publicaciones —comenzó. R. J. se puso en guardia. Sidney Ringgold no solía desviarse de su camino para ir a dar palmaditas en la espalda—. ¿Cómo le van las cosas a Tom? —prosiguió en tono despreocupado—. He oído algo sobre una queja al Comité Deontológico del Middlesex. ¿Puede representar algún problema grave?

Sidney había recogido mucho dinero para el hospital y experimentaba un temor exagerado a la publicidad adversa, incluso a la que sólo afectaba a un cónyuge.

R. J. había sentido toda su vida una enorme aversión al papel de candidata para un cargo.

Sin embargo, no cedió a la tentación; no le dijo: «Quédate con el nombramiento y métetelo donde te quepa».

—No, ningún problema grave, Sidney. Tom dice que es tan solo una molestia, que no merece la pena preocuparse.

Sidney Ringgold se inclinó hacia ella.

—Creo que tú tampoco tienes por qué preocuparte. No te prometo nada, que conste, pero las cosas se presentan bien. Muy bien, a decir verdad.

Estas palabras de aliento la llenaron de una tristeza inexplicable.

—¿Sabes qué me gustaría, Sidney? —replicó impulsivamente—. Me gustaría que tú y yo nos dedicáramos a organizar una unidad de medicina familiar en el Hospital Lemuel Grace, para que los habitantes de Boston que carecen de seguro tuvieran un sitio donde recibir cuidados médicos de calidad.

—Las personas no aseguradas ya tienen un lugar al que acudir. Tenemos un ambulatorio muy bien organizado. —A Sidney se le notaba molesto. No le gustaba hablar de las insuficiencias médicas de su servicio.

—La gente sólo acude al ambulatorio cuando no tiene más remedio. Cada vez que lo visitan les atiende un médico distinto, de manera que no existe continuidad en los cuidados. Les tratan la enfermedad o la lesión del momento, y no se practica ninguna medicina preventiva. Si formáramos a médicos de cabecera, Sidney, podríamos poner en marcha algo grande. Son los médicos que realmente hacen falta.

La sonrisa que le dirigió esta vez Sidney era forzada.

—Ningún hospital de Boston tiene una unidad de medicina familiar.

—Pues ésa es una magnífica razón para que organicemos una.

Sidney meneó la cabeza.

—Estoy cansado. Creo que lo he hecho bien como director médico, y me quedan menos de tres años para retirarme. No me interesa emprender la batalla que sería necesaria para poner en marcha un programa así. No me vengas con más cruzadas, R. J. Si quieres introducir cambios en el sistema, gánate un lugar en la estructura de poder. Entonces podrás librar tus propias batallas.

Aquel jueves fue descubierto su camino secreto para llegar al edificio de Planificación Familiar.

La patrulla de la policía que mantenía a los manifestantes alejados de la clínica llegó tarde aquella mañana. R. J. había dejado el coche en el patio de Ralph Aiello y estaba cruzando la cancela de la cerca cuando vio salir un grupo de gente por ambos lados del edificio de la clínica.

Mucha gente con pancartas, gente que gritaba y la señalaba con el dedo.

Hizo acopio de fuerzas para pasar entre ellos en silencio. Resistencia pasiva. «Piensa en Gandhi», se dijo.

Unos cuantos pasaron corriendo por su lado, cruzaron la cancela y entraron en el patio de Aiello.

Una dignidad fría, distante.

«Piensa en la paz. Piensa en Martin Luther King».

Volvió la mirada atrás y vio que estaban fotografiando el BMW rojo, arracimándose a su alrededor.

«Ay, la pintura de la carrocería».

Dio media vuelta y volvió a cruzar la cancela. Alguien le dio un golpe en la espalda.

—¡Si alguien toca ese coche le romperé el brazo! —chilló.

El hombre de la cámara se volvió y la apuntó hacia la cara. El flash destelló una y otra vez, uñas de luz que le desgarraban los ojos, gritos como púas que le perforaban los oídos, una especie de crucifixión.