Betts
R. J. sabía que Tom se había sorprendido tanto como el que más cuando Elizabeth Sullivan entró de nuevo en su vida. Betts y él habían vivido juntos durante un par de años en Columbus, Ohio, cuando eran jóvenes. Ella se llamaba entonces Elizabeth Bosshard. A juzgar por lo que R. J. oía y veía cuando Tom hablaba de ella, debía de quererla mucho, pero ella lo dejó cuando conoció a Brian Sullivan.
Luego se casó con Sullivan y se fue a vivir a Holanda, a La Haya, donde él era director de marketing de IBM. Al cabo de unos años fue destinado a París, y no llevaban nueve años casados cuando sufrió una apoplejía y falleció. Por entonces Elizabeth Sullivan había publicado dos novelas de intriga y tenía un gran número de lectores. Su protagonista era un programador de ordenadores que viajaba por cuenta de la empresa, y cada libro se desarrollaba en un país distinto. Ella viajaba allí a donde los libros la llevaban, y por lo general pasaba uno o dos años en el país del que escribía.
Tom había visto la esquela de Brian Sullivan en el The New York Times, y le había mandado una carta de condolencia a Betts, a la que ella había respondido con otra carta. Aparte de eso, nunca había recibido ni una postal de Betts ni había pensado mucho en ella durante los últimos años, hasta el día en que lo llamó para decirle que tenía cáncer.
—He visitado a médicos de España y de Alemania y sé que la enfermedad está avanzada. He decidido volver a casa. El médico de Berlín me sugirió a alguien del Sloan Kettering, en Nueva York, pero sabía que tú eras médico en Boston y he venido aquí.
Tom comprendió lo que le estaba diciendo. Elizabeth tampoco había tenido hijos en su matrimonio; había perdido a su padre en un accidente cuando ella contaba ocho años, y su madre murió cuatro años más tarde del mismo tipo de cáncer que Betts tenía ahora. Se había criado bien con la única hermana de su padre, que ahora era una inválida internada en una residencia de Cleveland. No tenía a nadie más que Tom Kendrick a quien recurrir.
—Me siento muy mal —le dijo Tom a R. J.
—Es natural.
El problema excedía con mucho la competencia de un cirujano general. Tom y R. J. lo discutieron a fondo, considerando todo lo que sabían sobre el caso de Betts; fue la primera vez en mucho tiempo que se establecía entre ellos semejante complicidad.
Finalmente, Tom concertó una visita para Elizabeth en el instituto oncológico Dana-Farber y habló sobre ella con Howard Fisher cuando se hubieron realizado los primeros exámenes.
—El carcinoma está muy extendido —le dijo Fisher—. He visto curaciones en pacientes que estaban peor que su amiga, pero comprenderá usted que no tenga muchas esperanzas.
—Lo comprendo —respondió Tom, y el oncólogo le recetó un tratamiento que combinaba la radiación con la quimioterapia.
A R. J. le cayó bien Elizabeth nada más verla. Era una mujer corpulenta y de facciones redondeadas que vestía con la sensatez de una europea pero que había consentido que la madurez la volviera más gruesa de lo que estaba de moda. Y no estaba dispuesta a rendirse; era una luchadora. R. J. la ayudó a encontrar un apartamento con un solo dormitorio en la avenida Massachusetts, y Tom y ella visitaban a la enferma tan a menudo como les era posible, como amigos y no como médicos.
R. J. la llevó a ver el ballet de Boston en La bella durmiente y al primer concierto de otoño de la orquesta sinfónica, ella sentada en el gallinero y Betts en su propia butaca, en el centro de la séptima fila de platea.
—¿Sólo tenéis un abono de temporada para los dos?
—Tom no va nunca. Tenemos distintos intereses. A él le gustan los partidos de hockey y a mí no —le explicó R. J., y Elizabeth asintió pensativa y dijo que había disfrutado viendo dirigir a Seiji Ozawa—. Ya verás cómo te gustarán los Boston Pops el verano que viene. La gente se sienta en mesitas y bebe champaña y limonada mientras escucha música más ligera. Muy gemütlich.
—¡Oh, tenemos que ir! —dijo Betts.
En su destino no había lugar para los Boston Pops. A comienzos del invierno la enfermedad se agravó; Elizabeth sólo necesitó el apartamento durante siete semanas.
En el Hospital Middlesex Memorial le asignaron una habitación particular en la planta para personas muy importantes y se intensificaron los tratamientos de radiación. En muy poco tiempo empezó a perder el cabello y adelgazar.
Seguía muy racional, muy tranquila.
—Sería un libro interesantísimo, ¿sabes? —le dijo a R. J.—. Pero no tengo ánimos para escribirlo.
Se creó una auténtica corriente de afecto entre las dos mujeres, pero una noche, estando los tres en su habitación de hospital, se dirigió a Tom:
—Quiero que me prometas una cosa. Quiero que jures que no me dejarás sufrir ni consentirás que me prolonguen la vida innecesariamente.
—Lo juro —dijo él, casi como si se tratara de una promesa de matrimonio.
Elizabeth quiso revisar su testamento y redactar una última voluntad donde se especificara que no quería que se le prolongara artificialmente la vida por medio de drogas ni tecnología, y le pidió a R. J. que le buscara un abogado.
R. J. llamó a Suzanna Lorentz, de Wigoder, Grant & Berlow, un gabinete en el que ella misma había trabajado durante poco tiempo.
Un par de días después, el automóvil de Tom ya estaba en el garaje cuando R. J. llegó del hospital por la noche. Encontró a Tom sentado ante la mesa de la cocina, tomándose una cerveza mientras veía la televisión.
—Hola. ¿Te ha llamado Lorentz? —Apagó el televisor.
—Hola —contestó R. J.—. ¿Suzanna? No, no he tenido noticias de ella.
—A mí me ha llamado. Quiere que sea representante legal de Betts con capacidad de decisión respecto a la asistencia médica. Pero no puedo. Soy su médico oficial, y eso crearía un conflicto de intereses, ¿no?
—Sí, desde luego.
—¿Lo harás tú? Me refiero a ser su representante legal.
Tom estaba ganando peso y tenía el aspecto de no dormir lo suficiente. Llevaba migas de galleta en la pechera de la camisa.
A R. J. le apenó pensar que una parte importante de la vida de él estaba muriendo.
—Sí, por supuesto.
—Gracias.
—De nada —respondió ella, y subió a su cuarto y se acostó.
Ante la perspectiva de una larga convalecencia, Max Roseman había decidido jubilarse. R. J. no lo supo por Sidney Ringgold; de hecho, el doctor Ringgold no hizo ninguna declaración oficial.
Pero Tessa, radiante, le trajo la información. No quiso revelar la fuente, pero R. J. hubiera jurado que se lo había dicho Bess Harrison, la secretaria de Max Roseman.
—He oído decir que está usted entre los posibles sucesores del doctor Roseman. Y creo que para usted el cargo de director médico adjunto sería el primer peldaño de una escalera muy, muy alta. ¿Qué prefiere, aspirar a decana de la facultad de medicina o a directora del hospital? En cualquier caso, ¿me llevará con usted?
—Olvídalo, no me darán el cargo. Pero siempre te llevaré conmigo. Siempre estás enterada de todo. Y me traes el café cada mañana, tonta.
El rumor se extendió por el hospital. De vez en cuando, alguien le hacía un comentario malicioso, dándole a entender que todo el mundo sabía que su nombre figuraba en una lista. La actitud de R. J. no era expectante; lo cierto es que no sabía si el cargo le interesaba tanto como para aceptarlo en el caso de que realmente se lo ofrecieran.
Elizabeth no tardó en perder tanto peso que R. J. pudo hacerse una ligera idea de cómo había sido la joven esbelta que Tom había querido. Los ojos parecían más grandes, la piel se le volvió translúcida. R. J. se daba cuenta de que estaba a punto de demacrarse.
Pese a estar enferma de consideración, seguía siendo sensible e inteligente.
—¿Vais a separaros Tom y tú? —le preguntó una noche en que R. J. se detuvo a verla antes de volver a casa.
—Sí. Creo que muy pronto.
Elizabeth asintió con la cabeza.
—Lo siento —susurró, hallando fuerzas para consolarla; pero era evidente que la confirmación no le sorprendía mucho. R. J. sintió deseos de haberla conocido muchos años antes.
Habrían sido grandes amigas.