La Casa de calle Brattle
Ya antes de casarse, Tom había intentado convencer a R. J. de que debía explotar la combinación de derecho y medicina para obtener unos ingresos anuales óptimos.
Cuando, a pesar de sus consejos, ella volvió la espalda al derecho para concentrarse en la medicina, Tom le recomendó con insistencia que abriera un consultorio particular en algún barrio rico; y cuando compraron la casa se quejó del sueldo que ella ganaba en el hospital, casi un veinticinco por ciento inferior a los ingresos que le hubiera proporcionado un consultorio particular.
Fueron a pasar la luna de miel a las islas Vírgenes, una semana en una islita no lejos de St. Thomas. A los dos días de su regreso empezaron a buscar vivienda, y el quinto día de búsqueda una agente de la propiedad inmobiliaria los llevó a ver una casa distinguida aunque ruinosa en la calle Brattle de Cambridge.
R. J. la contempló con desinterés. Era demasiado grande, demasiado cara, estaba en demasiado mal estado y pasaba demasiado tráfico ante la puerta principal.
—Sería una locura.
—No, no, no —susurró él. R. J. recordaba lo atractivo que estaba aquel día, con el cabello color paja cortado a la moda y un traje nuevo que le caía a la perfección—. No sería ninguna locura.
Tom Kendrick veía una hermosa casa de estilo georgiano en una elegante calle tradicional con aceras de ladrillo rojo que habían pisado filósofos y poetas, hombres que se citaban en los libros de texto. A menos de un kilómetro calle arriba se alzaba la casa señorial en la que había vivido Henry Wadsworth Longfellow, y un poco más allá estaba la Divinity School. Tom ya era más bostoniano que Boston, con el acento preciso y los trajes cortados por Brooks Brothers, pero en realidad era un hijo de campesinos del Medio Oeste que había asistido a la Universidad Bowling Creen y a la estatal de Ohio, y le fascinaba la idea de ser vecino de Harvard, casi parte de Harvard.
Quedó seducido por la casa: la fachada de ladrillo rojo con adornos en mármol de Vermont, las finas y elegantes columnas que flanqueaban las puertas, éstas con paneles antiguos a cada lado y sobre el dintel, el muro de ladrillo a juego que rodeaba la finca.
Al principio ella creyó que estaba bromeando. Cuando vio que hablaba en serio, se sintió consternada e intentó quitarle la idea de la cabeza.
—Sería carísimo. Habría que remozar tanto la fachada como el muro, y los cimientos y el techo necesitan reparaciones. La descripción de la agencia dice bien a las claras que necesita una caldera nueva. No tiene sentido, Tom.
—Tiene mucho sentido. Es la casa ideal para una pareja de médicos con éxito. Una declaración de confianza.
Ninguno de los dos tenía mucho ahorrado. Como R. J. se había licenciado en derecho antes de ingresar en la facultad de medicina, se las arregló para ganar algún dinero, el suficiente para terminar los estudios de medicina sin endeudarse más de lo razonable. En cambio, Tom debía una cantidad preocupante.
Aun así, argumentó con tenacidad e insistencia que debían comprar la casa. Le recordó que él ya había empezado a ganarse muy bien la vida como cirujano general e insistió en que, cuando el pequeño sueldo de R. J. se añadiera al suyo, podrían pagar la casa desahogadamente. Lo repitió una y otra vez.
Hacía poco que se habían casado y ella todavía estaba enamorada.
Tom era mejor como amante que como persona, pero eso ella aún no lo sabía, y lo escuchaba con gravedad y respeto. Por último, indecisa, cedió a su deseo.
Gastaron mucho dinero en muebles, entre los que no faltaban antigüedades. A instancias de Tom compraron un pequeño piano de cola, no tanto porque a R. J. le gustara tocar el piano como porque quedaba «perfecto» en la sala de música.
Una vez al mes, aproximadamente, el padre de R. J. tomaba un taxi hasta la calle Brattle y le daba propina al taxista para que cargara con su voluminosa viola da gamba.
A su padre le complacía verla en una situación estable, y tocaba con ella largos y empalagosos dúos. La música cubría muchas cicatrices que habían existido desde el principio y hacía que la casona pareciese menos vacía.
Tanto ella como Tom tomaban casi todas las comidas fuera, y no tenían servicio permanente. Una negra taciturna llamada Beatrix Johnson iba todos los lunes y jueves a limpiar la casa, y sólo de vez en cuando rompía algo. Del trabajo en el jardincito se encargaba una agencia de jardinería.
Pocas veces recibían invitados.
Ningún rótulo colgado alentaba a los pacientes a cruzar la cancela de su hogar; la única pista en cuanto a la identidad de los habitantes la proporcionaban dos pequeñas placas de cobre que Tom había fijado en una jamba de la puerta principal.
Dr. Thomas Allen Kendrick y Dra. Roberta J. Cole
En aquellos días, ella lo llamaba Tommy.
Después de dejar al doctor Ringgold, R. J. hizo las visitas de la mañana.
Por desgracia, nunca tenía más de uno o dos pacientes en las salas. Era una doctora de medicina general interesada en la medicina familiar, en un hospital que no tenía un departamento de medicina familiar. Eso la convertía en una especie de factótum, una jugadora comodín. Su trabajo para el hospital y la facultad de medicina caía entre los límites de diversos departamentos: recibía pacientes embarazadas, pero alguien de obstetricia atendía el parto; del mismo modo, casi siempre enviaba sus pacientes a un cirujano, a un gastroenterólogo o a cualquiera de entre más de una docena de especialistas. Por lo general no volvía a ver más al paciente pues el seguimiento lo realizaba el especialista o el médico de cabecera de su localidad; formalmente, los únicos pacientes que acudían al hospital eran los que presentaban trastornos que podían requerir tecnología avanzada.
Durante un tiempo la oposición política y la sensación de estar abriendo nuevos caminos conferían interés a sus actividades en el Lemuel Grace, pero hacía ya mucho tiempo que la práctica de la medicina había dejado de proporcionarle placer. Dedicaba demasiado tiempo a repasar y firmar documentos de seguros: un impreso especial si alguien necesitaba oxígeno, un impreso especial largo para esto, un impreso especial corto para aquello, por duplicado, por triplicado, impresos distintos para cada compañía de seguros.
Sus visitas en el consultorio tendían a ser breves e impersonales. Anónimos expertos en eficacia de las compañías de seguros habían determinado cuánto tiempo y cuántas visitas podía conceder a cada paciente, quién debía ser rápidamente despachado a análisis, a rayos X, a ultrasonidos, a resonancia magnética, los procedimientos que hacían casi todo el trabajo de diagnóstico y que la protegían contra juicios por negligencia profesional.
A menudo se preguntaba quiénes eran esos pacientes que acudían a ella en busca de ayuda, qué elementos de su vida —ocultos a la mirada casi superficial que ella les dirigía— contribuían a su enfermedad, y qué sería de ellos. No tenía tiempo ni ocasión para relacionarse con sus pacientes como personas, para ser una verdadera médico.
Al anochecer se encontró con Gwen Gabler en el Alex’s Gymnasium, un elegante club deportivo de la plaza Kenmore.
Gwen había sido compañera de clase de R. J. en la facultad de medicina y seguía siendo su mejor amiga, una ginecóloga de Planificación Familiar cuya desenvoltura y cuya lengua mordaz disimulaban el hecho de que estaba a punto de venirse abajo.
Tenía dos hijos, un marido agente de la propiedad inmobiliaria que pasaba por una mala época, un programa sobrecargado de trabajo, ideales maltrechos y depresión. R. J. y ella iban al gimnasio dos veces por semana para castigarse en largas clases de aerobic, sudar los deseos absurdos en la sauna, desprenderse de lamentaciones inútiles en la bañera caliente, tomar una copa de vino en el salón, intercambiar chismes y hablar de medicina toda la velada.
Su perversidad favorita consistía en estudiar a los hombres del club y juzgar su atractivo exclusivamente por su aspecto. R. J. descubrió que exigía un atisbo cerebral en el rostro, una sombra de introspección. Gwen prefería cualidades más animales, y admiraba al dueño del club, un griego de oro llamado Alexander Manakos. A Gwen le resultaba fácil soñar en aventuras musculosas pero románticas y luego volver a casa con su Phil, miope y rechoncho pero al que apreciaba profundamente. R. J. Volvía a casa y se dormía leyendo revistas de medicina.
A primera vista, Tom y ella habían alcanzado el sueño norteamericano, una vida profesional próspera, una hermosa casa en la calle Brattle, una casa de campo en las colinas de Berkshire que utilizaban muy esporádicamente los fines de semana o en vacaciones.
Pero de su matrimonio sólo quedaban cenizas. R. J. se decía que quizás habría sido distinto si hubieran tenido un hijo; ironías de la vida, ella, que trataba a menudo con la esterilidad de los demás, era también estéril desde hacía años. Tom se sometió a análisis de esperma y ella a una batería de pruebas, pero no se llegó a descubrir la causa de la esterilidad, y tanto Tom como ella se vieron rápidamente atrapados por las responsabilidades de su vida profesional.
Se dejaron absorber tanto por sus tareas que poco a poco se fueron separando. Si el matrimonio hubiera sido más sólido, sin duda ella habría llegado a sopesar la posibilidad de una inseminación artificial, una fertilización in vitro o tal vez una adopción. A aquellas alturas, ni ella ni su marido estaban interesados.
Tiempo atrás, R. J. se había dado cuenta de dos cosas: que se había casado con un hombre insustancial y que él andaba con otras mujeres.