CANTO VIII

CÍRCULO V: IRACUNDOS

Flegias. Sumergidos en el cieno.

Filippo Argenti.

Y digo, prosiguiendo, que mucho antes

de que al pie de la alta torre nos hallásemos,

3dos llamitas que vimos centelleantes

hicieron que su cima contemplásemos;

señales desde lejos otra hacía,

6casi invisible aunque su luz mirásemos.

Volvíme al mar de la sabiduría

y dije: «¿Qué dice éste y qué responde

9el otro foco, y quién el fuego avía?».

«Sobre las sucias ondas —dijo— es donde

puedes ya vislumbrar lo que se espera,

12si el humo del pantano no lo esconde.»

Nunca lanzó la cuerda tan ligera

flecha al aire, tan rauda voladora,

15como la navecilla que yo viera

venir hacia nosotros en tal hora;

la iba un solo galeote gobernando

18y gritaba: «¡Llegaste, alma traidora!».

«Flegias, Flegias[66], en vano estás gritando

—le dijo mi señor—, pues solamente

21nos guardarás mientras nos vas pasando.»

Como aquel que un engaño grande siente

que ha sufrido, y el alma siente airada,

24así hizo Flegias con su ira ardiente.

Inició hacia la barca la bajada

mi guía, y detrás de él me hizo que entrase,

27y sólo entonces pareció cargada.

Después que con mi guía me embarcase,

la antigua proa más al agua hendía

30que si a otros a bordo transportase.

Mientras las muertas aguas recorría,

alzóse un enlodado y preguntó:

33«¿Quién eres que aquí estás sin ser tu día?».

«Si vengo, no me quedo —dije yo—,

pero ¿quién eres tú, tan enfangado?»

36«Uno que llora soy», me respondió.

Y yo a él: «Con tu luto y apenado

quédate aquí, oh espíritu maldito,

39que te conozco aun viéndote embarrado.»

Ambas manos tendió al leño el precito,

Pero el maestro lo espantó prudente:

42«¡Ve con los otros perros!», fue su grito.

Me echó al cuello los brazos, y en la frente

besóme y dijo «¡Oh alma desdeñosa,

45bendita quien dio abrigo a tu simiente!

Esa alma en el mundo fue orgullosa,

mas no hay bondad que ensalce su memoria,

48y ahora su sombra vese aquí furiosa.

¡Cuántos viven allí fingiendo gloria

que, cual cerdos, vendrán al cieno feo

51dejando tras de sí su mala historia!».

«Maestro —dije—, con ardor deseo,

antes de que dejemos este lago,

54ver cómo en estos bodrios, se hunde el reo.»

Y él a mí: «De tu anhelo serás pago

antes de que ver puedas la otra orilla;

57y te conviene semejante halago».

A poco, vi el destrozo y la mancilla

que hacían de él los que en el cieno estaban;

60gracias le doy a Dios, que así le huilla.

«¡A por Filippo Argenti[67]!», le gritaban;

y al florentino espíritu altanero

63sus dientes, y no ajenos, desgarraban.

Allí quedó: contar más de él no quiero;

mas un lamento golpeó mi oído

66y hacia delante me volví ligero.

Díjome el buen maestro: «Hijo querido,

ya la ciudad de Dite[68] con su gente

69grave se ve, y su ejército aguerrido.»

Yo contesté: «Maestro, claramente

sus bermejas mezquitas ya discierno,

72allá en el valle, cual de hoguera ardiente

salidas». Y él me dijo: «El fuego eterno

que las sofoca así las enrojece,

75y así las ves en este bajo infierno».

Llegamos hasta el foso que aparece

defendiendo a esa tierra desgraciada:

78su muralla de hierro hecha parece.

Después que una gran vuelta fuera dada,

paramos do, con fuerza, el timonel

81«Descended —nos gritó—, que aquí es la entrada».

De más de mil había allí un tropel

de llovidos del cielo[69], y fieramente

84decían: «Si no ha muerto, ¿quién es él,

que anda en el reino de la muerta gente?».

Una seña les hizo el sabio mío

87de quererles hablara secretamente.

Depusieron un tanto el desafío

y dijeron: «Ven solo, y retroceda

90quien a este reino entró con tanto brío.

Sólo se vuelva por su audaz vereda:

pruebe, si sabe; tú te quedarás,

93que haces que al mundo oscuro venir pueda».

Lector, si tuve miedo juzgarás

las palabras malditas escuchando,

96que me creí no retornar jamás.

«Oh, maestro querido, tú que, cuando

—ya más de siete veces— me veía

99en peligro, me has ido de él librando,

no me dejes perdido —le decía—,

y, si ir más adelante está vedado,

102volvamos ya hacia atrás en compañía.»

Y aquel señor que allí me había llevado

me dijo: «Ten valor, que nadie puede

105impedirnos el paso; tal lo ha dado.

Espera aquí; tu espíritu se quede

ya confortado y de esperanza lleno:

108no he de dejarte en esta baja sede».

Fuese y abandonóme el padre bueno,

y yo con un quizás allí me estaba,

111que el sí y el no reñían en mi seno.

No podía escuchar qué les hablaba

ni estuvo conversando largamente,

114que cada uno de prisa reculaba.

Cerró las puertas la adversaria gente

a mi señor, que se quedó allí fuera

117y se vino hacia mí muy lentamente.

Ojos en tierra, su entrecejo era

nada firme, y decía suspirando:

120«¡Quién me niega la casa lastimera!».

Y a mí: «Tú, aunque me veas protestando,

no tiembles, la victoria será mía,

123por mucho que allí dentro están tramando.

No es nueva su orgullosa altanería;

ya la han usado ante más franca puerta

126que sigue sin cerrojos todavía;[70]

sobre ella viste tú la inscripción muerta:

desde allí baja la infernal pendiente

129y sin escolta ver su senda abierta

quien ha de abrirnos la ciudad doliente.»