CANTO IX

ENTRADA AL PURGATORIO

Sueño de Dante. El ángel portero marca siete pes en la frente de Dante.

La concubina de Titón añoso[84]

ya blanqueaba en el balcón de Oriente

3y se alejaba de su dulce esposo;

imitaban las gemas de su frente

de aquel animal frío la figura

6que con la cola herir suele a la gente;

y, donde estaba yo, la noche oscura

ya elevada dos pasos, inclinaba

9las alas el tercero por la altura;[85]

cuando yo, que de Adán algo guardaba,

me recosté en la hierba, soñoliento,

12en la que con los cuatro me sentaba.

En la hora en que comienza su lamento,

cuando amanece ya, la golondrina,

15en memoria tal vez de su tormento,[86]

y la mente del hombre, peregrina

del cuerpo, y al pensar menos prendida,

18en sus visiones es casi adivina,

un águila en mi sueño suspendida

ver creí —su plumaje era dorado—

21que a descender estaba decidida;

y yo pensaba estar donde alejado

fue Ganimedes[87] de su gente un día

24cuando al gran consistorio fue raptado.

«Tal vez ésta aquí hiere —me decía—

por uso, y de distinto cazadero

27elevar en las garras desconfía.»

Que iniciaba en redondo el derrotero

juzgaba, y que cual rayo descendiese

30y me elevase al fuego[88], prisionero.

Sentí como si en él con ella ardiese,

y tal era el incendio fabuloso

33que convino que el sueño se rompiese.

No de otro modo Aquiles —su reposo

interrumpido— en torno dio un vistazo

36del sitio en que se hallaba, receloso,

cuando fue, de su madre en el regazo,

desde Quirón a Esciro, adormecido,

39de donde con los griegos dio el bandazo,[89]

cual me turbé, cuando se había ido

el sueño de mi cara blanquecina,

42como de hombre espantado y aterido.

Sólo vi a mi consuelo y medicina,

y el sol más de dos horas alto iba

45y mi rostro miraba a la marina.

Díjome mi señor: «Al miedo esquiva

y en este sitio tu alma esté segura:

48no lo reprimas, tu vigor aviva.

Del Purgatorio te hallas a la altura:

mira la escarpa que lo cierra en torno,

51 ve la puerta donde hay una rotura.

Cuando el día ya estaba de retorno

y, en tu interior, el ánima dormía

54en las flores que son del valle adorno,

llegó una dama y dijo: “Soy Lucía[90]:

dejadme que me lleve a este durmiente

57y de este modo acortaré su vía”.

Quedó Sordelo con la honrada gente,

ella te alzó, y el día clareaba

60cuando yo la seguí por la pendiente.

Te puso aquí, pero antes me mostraba

con su bello mirar la entrada abierta;

63y al punto, con tu sueño, se alejaba».

Como aquel que, dudoso, al fin acierta

y cambia en confianza su pavura

66luego que la verdad le es descubierta,

así quédeme, y por la roca dura

subió el maestro, al verme sin quebranto,

69mientras yo le seguía hacia la altura.

Ya estás viendo, lector, cómo levanto

mi asunto, y no te admires si con arte

72todavía mayor sostengo el canto.

Por fin nos encontramos en tal parte

que donde antes veía un rompimiento,

75como una brecha en medio de un baluarte,

una puerta y su quicio vi al momento

y vi en sus tres peldaños tres colores

78y un portero que no hizo un movimiento.

Con ojos más y más escrutadores,

le vi sobre el peldaño soberano

81tal que no soporté sus resplandores;

y la espada desnuda que, en su mano,

sus rayos nos estaba enderezando

84hizo que el rostro levantase en vano.

«Responded desde ahí: ¿qué estáis buscando?

¿Quién os escolta? —habló la célica ave—.

87Mirad que no os estéis perjudicando.»

«Una mujer del cielo que esto sabe

—respondió mi maestro— “Ésa es la entrada”

90nos dijo ha poco con mirada suave.»

«Y ella os haga propicia la jornada

—al punto respondió el cortés portero—;

93los peldaños subid hasta la entrada.»

Fuimos allá, y el escalón primero

era de mármol blanco tan pulido

96que espejaba mi aspecto verdadero.

Era el segundo azul oscurecido,

hecho de piedra seca y arenosa,

99y a lo ancho y a lo largo estaba hendido;

y era el tercero, que en los dos reposa,

al pórfido encendido semejante,

102como sangre que fluye caudalosa.

Los pies posaba en éste el vigilante

ángel de Dios, en el umbral sentado,

105que parecía piedra de diamante.

Por los tres escalones, de buen grado

llevóme el guía, y dijo: «Humildemente

108le deberás pedir que abra el candado».

Yo entonces me arrojé devotamente,

pidiéndole que abriese, ante sus pies,

111 y golpeando mi pecho penitente.

Él escribió en mi frente siete pes[91]

con el extremo de su espada, y «Lava

114—dijo— estas llagas cuando dentro estés».

Ceniza o tierra seca que se cava

tienen igual color que su indumento;

117y bajo aquél dos llaves ocultaba.

Una era de oro y la otra era de argento:

con la amarilla, y antes con la blanca,

120abrió la puerta, y me sentí contento.

«Cuando una de estas dos llaves se atranca

y sin dificultad no da la vuelta,

123esta puerta —explicó— no queda franca.

Más cara es una; pero más resuelta

pericia antes de abrir la otra requiere,

126y arte más grande, porque el nudo suelta.

Diómelas Pedro; y, si he de errar, prefiere

que esté la puerta abierta, y no cerrada,

129ante aquel que a mis pies postrarse viere.»

Empujó sin tardar la hoja sagrada,

diciendo: «Entrad, mas id bien advertidos

132que aquí vuelve quien vuelve la mirada».

Cuando en sus goznes fueron retorcidos

los espigones del acceso santo,

135que en sonoro metal están fundidos,

no tan agria sonó ni rugió tanto

Tarpeya, cuando el brusco alejamiento

138del buen Metelo[92] le causó quebranto.

Mas volví al primer son mi oído atento:

y el Te Deum laudamus[93] parecía

141ser entonado allí con dulce acento.

La imagen que formé de lo que oía

era la misma que el oído prende

144cuando el órgano expande su armonía

y, a veces, las palabras no comprende.