CANTO XXXI

PASO DEL RÍO LETEO: CONFESIÓN DE DANTE

Confesión de Dante.

«Oh tú que estás de allá del sacro río

—su discurso de punta a mí volviendo,

3que de tajo me hirió con tanto brío,

sin detenerse, continuó blandiendo—:

di, di si esto es verdad: de quien te acusa

6debe tu confesión ser el refrendo.»

Mi virtud se encontraba tan confusa

que la voz se movió y quedó extinguida

9cuando estaba en sus órganos reclusa.

«¿Qué piensas? —exclamó poco sufrida—.

Habla; que la memoria que te atrista

12no ha sido por el agua en ti ofendida.»[350]

Confusión, y pavura en ella mixta,

tal «sí» me arrebataron de la boca

15que sólo se entendía con la vista.

Como el exceso de tensión provoca

que se rompa la cuerda en la ballesta,

18y la flecha sin fuerza el blanco toca,

tal cedí bajo carga tan molesta,

llanto y suspiros fuera derramando,

21y despacio mi voz subió la cuesta.

«A mis deseos —me siguió acusando—

que te hacían amar las cosas buenas

24—pues otro, fuera de ellos, es nefando—,

¿qué fosos se opusieron, qué cadenas

hicieron que de andar hacia delante

27fueran las esperanzas a ti ajenas?

¿Y qué bien o ventaja estimulante

al frente de los otros se mostraron

30para que los rondases anhelante?»

Mis amargos suspiros estallaron,

que apenas tuve voz, pues, balbucientes,

33con trabajo mis labios la formaron.

Llorando respondí: «Cosas presentes,

con su falso placer, me fueron caras

36al no ver vuestros ojos esplendentes».

Y ella: «Si te callases o negaras

lo que confiesas, con tu culpa nota

39al juez que la conoce no engañaras.

Mas si, regando las mejillas, brota

la propia acusación, en nuestra corte

42la muela, al revolverse, el tajo embota.

Y porque a la vergüenza más te exhorte

tu propio error y a tu alma ya sanada

45oír a las Sirenas no le importe,

la semilla del llanto sea enterrada;

y sabe que debió a contraria parte

48conducirte mi carne sepultada.

Nunca mayor placer natura o arte

le mostró que los miembros en que estaba

51encerrada, que el suelo se reparte.

Y si el placer supremo te faltaba

por mi muerte, ¿tras qué mortales cosas

54entonces tu deseo se arrastraba?

Debiste, de ilusiones mentirosas

a la primera flecha, en pos moverte

57de mis huellas, que no eran engañosas.

Las plumas abatir no debió hacerte,

esperando más golpes, o mozuela

60o breve vanidad de cualquier suerte.

Dos, y hasta tres, espera la avezuela;

que ante pájaro experto y bien plumado

63vana es la red, en vano el dardo vuela».

Cual queda mudo el niño avergonzado

y, con la vista en tierra y escuchando,

66se arrepiente y conoce su pecado,

así me hallé cuando ella dijo: «Cuando

tanto te duele oír, la barba eleva,

69que más vergüenza sentirás mirando».

Con menos fuerza al fuerte roble lleva,

tras romper su raíz, boreal viento

72o el que en tierras de Jarba[351] se subleva,

que hice alzando el mentón en tal momento

pues cuando dijo barba en vez de cara,

75bien el veneno vi del argumento.

Y apenas yo mi rostro levantara,

noté que las primeras criaturas

78paraban de las flores la algazara;

y mis luces, que estaban inseguras,

vieron a Beatriz vuelta a la fiera

81que es sólo una persona en dos naturas.

Bajo su velo, allende la ribera,

la vi vencerse en la lejana amiga,

84igual que a las demás aquí venciera.

Punzóme allí de contrición la ortiga,

y, de todas las cosas, la que hacía

87más torcerse a mi amor, más fue enemiga.

Tal comprensión mi corazón mordía

que allí caí vencido; y fue su agente

90la que mejor mi estado comprendía.

Luego, cuando de nuevo fui consciente,

la mujer que en el bosque encontré sola

93vino hacia mí diciendo: «¡Tente! ¡Tente!».

Me sumergió en el río hasta la gola,

y tirando de mí y andando iba

96cual leve lanzadera entre ola y ola.

Asperges me[352], cuando llegué a la riba,

entonaba una voz tan melodiosa

99que es vano recordar, vano que escriba.

Abrió los brazos la mujer hermosa

y me ciñó con ellos la cabeza

102porque bebiese el agua rumorosa.

Tras bañarme, llevóme con presteza

donde danzaban ya las cuatro bellas:

105cada una me abrazó con gentileza.

«Somos Ninfas aquí, del cielo estrellas[353]:

antes que Beatriz bajase al mundo

108nos destinaron ya por sus doncellas.

Te hemos de conducir hasta el jocundo

brillo de su mirar, al que adiestrado

111serás por tres[354] que miran más profundo.»

Tal cantaron; y vime transportado

ante el pecho del grifo, donde, puesta

114de frente, a Beatriz hallé a mi lado.

«Que a gozar tu mirada se halle presta

las verdes esmeraldas —me dijeron—

117que de Amor han armado la ballesta.»

Mil deseos ardientes condujeron

mis ojos a sus ojos, que tenía

120clavados en el grifo, y no me vieron.

Cual sol que en un espejo relucía,

la doble fiera en ellos reflejaba

123y en una u otra forma se veía[355].

Considera, lector, si me asombraba

mirar cómo la cosa estaba quieta

126y en su ídolo después se trasmutaba.

Mientras contenta, y de estupor inquieta,

gustaba el alma mía el alimento

129que da más sed mientras la sed aquieta,

mostrando su más alto nacimiento

en sus hechos, con danzas y con cantos,

132iniciaron las tres su movimiento.

«Vuelve, vuelve, Beatriz, los ojos santos

a tu fiel —entonó su cantinela—

135que por verte ha movido pasos tantos.

Tu gracia nos darás si se desvela

a él tu boca, de modo que discierna

138la segunda belleza que ella cela.»[356]

Oh esplendor de la viva luz eterna,

¿quién que bajo la sombra empalidece

141del Parnaso, o abreva en su cisterna,

no ha de pensar que el pensamiento empece

si trata de decir cómo brillaste

144donde el cielo entre músicas te mece,

cuando en el aire libre te mostraste?