CANTO II

PLAYA

Llegada del ángel barquero.

Ya el sol al horizonte había llegado

del meridiano círculo que alcanza

3Jerusalén donde es más elevado;

y la noche, que opuestamente avanza,

del Ganges, paso a paso, iba saliendo,

6y aún llevaba en la mano la Balanza.[9]

El rostro blanco y rojo estaba viendo,

desde aquel punto, de la bella Aurora,

9que la edad color de oro iba poniendo.

Cerca del mar nos sorprendió la hora

como a gente que piensa en su camino,

12que, andando el alma, el cuerpo se demora.

Y, como en el preludio matutino

Marte se pone rojo en el Poniente,

15por el vapor, sobre el solar marino,

así una luz venir tan raudamente

vi por el mar, que al vuelo superaba,

18y que ojalá yo vea nuevamente.

Cuando de ella los ojos apartaba

queriendo preguntar algo a mi guía,

21más grande la vi hacerse, y más brillaba.

Después, a cada lado aparecía

un no sé qué de blanco y, luego, un brote

24de igual color de abajo le nacía.

No se movió el maestro al ver el bote

ni al ver que eran dos alas la blancura,

27mas cuando vio quién era el galeote,

me gritó: «Arrodillarte aquí procura;

mira al ángel de Dios une las manos,

30más ministros verás con tal figura.

Mira cómo desdeña los humanos

artificios; sin remo, es vela el vuelo

33que une dos litorales tan lejanos.

Ve sus alas lanzadas hacia el cielo,

moviendo el aire con su eterna pluma,

36que no se muda igual que mortal pelo».

Según llegaba, con presteza suma,

el pájaro divino relucía

39con claridad que al ojo humano abruma,

y mi rostro incliné, llegado había

en un bote tan ágil y ligero

42que al navegar el agua no partía.

Estaba a popa el celestial barquero

que el ser beato en sí llevaba inscrito,

43cien almas conducía al varadero.

In exitu Israel de Aegypto,[10]

cantaban todas acordadamente,

48y el resto que del salmo ha sido escrito.

Con la cruz santa les signó la frente

y en seguida a la playa descendieron,

51y él se fue, como vino, velozmente.

Ignaros del lugar me parecieron

los de la turba: alrededor mirando

54como quien ve algo insólito estuvieron.

Ya estaba el sol el día disparando

por doquier, con el arco reluciente,

57ya Capricornio del cénit echando,[11]

cuando a nosotros elevó la frente

diciendo «Si sabéis, mostrad el paso

60que sube al monte» aquella nueva gente.

Virgilio dijo: «Nos creéis acaso

expertos del lugar, mas sabed luego

63que nosotros también vamos de paso.

Por camino tan fuerte, áspero y ciego

llegamos hace poco, que diría

66que subir el de acá parece juego».

Y como aquella gente me veía

respirar, advirtió que estaba vivo

69y pálida de asombro se ponía.

E igual que al nuncio portador de olivo,

por noticias saber, siguen las huellas,

72sin que nadie a empellones sea esquivo,

así fue contemplado por aquellas

almas afortunadas mi semblante,

75casi olvidadas ya de hacerse bellas.

A una vi que se echaba hacia delante

para abrazarme, con tan grande afecto

78que me movió en sentido semejante.

¡Ay sombras vanas[12], salvo en el aspecto!

Por tres veces mis brazos la rodearon

81y en mi pecho acabaron su trayecto.

Los tintes del asombro me pintaron;

la sombra sonrióse y se echó fuera

84y tras ella mis pies se apresuraron.

Suavemente indicó que me tuviera:

entonces vi quién era y le pedí

87que a hablarme un poco allí se detuviera.

Me respondió: «Si amor sentí por ti

en el cuerpo mortal, aún no he dejado,

90suelta, de amarte, mas ¿por qué tú aquí?».

«Casella[13] mío, aquí donde he llegado

he de volver: por eso hago este viaje,

93mas ¿quién —dije— tu tiempo te ha robado?»[14]

«Nadie —me respondió— me ha hecho un ultraje,[15]

si quien trae cuando quiere y a quien quiere

96me ha negado otras veces el pasaje;

de un querer justo su querer infiere:

es verdad que en tres meses ha acogido

99al que ha querido entrar, y sin que espere.

Y yo, que hasta la playa había ido

en donde el Tíber sus caudales sala,

102benignamente fui por él cogido.

A aquella embocadura tiende el ala,

adonde va la gente que pecó

105y en el río Aqueronte no hace escala.»

Y yo: «Si esta ley nueva no borró

de tu memoria el amoroso canto

108que antaño mis deseos aquietó,

con él te plazca consolar un tanto

al alma mía, que, con mi persona,

111viniendo aquí sufrió mucho quebranto».

El amor que en la mente me razona,[16]

comenzó él a cantar tan dulcemente

114que aún, por dentro, el recuerdo me sazona.

Y mi maestro y yo y aquella gente

parecimos de pronto tan contentos

117como quien nada más tiene en la mente.

Estábamos, así, todos atentos

a sus notas; mas ved al viejo honesto

120gritar: «¿Qué haciendo estáis, ánimos lentos?

¡Cuán negligentes sois! ¿Posible es esto?

Corred al monte y desnudaos la tina

123que os impide que Dios sea manifiesto».

Como cuando la avena, en la campiña,

a las palomas junta en la pastura,

126tranquilas, sin orgullo y rebatiña,

si algo parece que les da pavura,

súbitamente dejan la comida,

129pues las ataca entonces mayor cura,

así a la gente vi recién venida

dejar el canto y, en apuros puesta,

132por la playa correr despavorida:

no fue nuestra partida menos presta.