Las últimas llamas dejaron en la reja un cúmulo de brasas que se desmoronaban. Una luz tenue reinaba en la biblioteca, envuelta como siempre en un manto de silencio que todo lo cubría: las mesas de lectura forradas de paño y llenas de volúmenes pulcramente apilados, las estanterías donde dormían los infolios, las lámparas con sus pantallas, los sillones de cuero… Fuera hacía un día luminoso de invierno, el último de enero, pero dentro de Riverside Drive 891 parecía reinar una noche perpetua.
Constance estaba en un sillón, con las piernas dobladas y un vestido negro con ribetes de encaje blanco. El libro que leía era un tratado del siglo XVIII sobre las bondades de la sangría. Cerca, en un sillón de orejas, estaba D'Agosta, con una lata de Budweiser en la mesita de al lado, sobre una bandeja de plata; una lata no bebida, bañada en un charquito de condensación.
Miró a Constance de reojo, fijándose en su perfil perfecto y su cabello lacio de color castaño. No cabía duda de que era una joven muy guapa. Holgaba decir, por otro lado, que su inteligencia y cultura libresca eran mayores de lo normal para alguien de su edad. Sin embargo, había en su persona algo raro, rarísimo. La noticia de la detención y encarcelamiento de Pendergast no habían provocado la menor reacción emocional en su pupila. Ninguna en absoluto.
D'Agosta sabía por experiencia que no reaccionar solía ser la más intensa de las reacciones, y le preocupaba. Pendergast ya lo había puesto en guardia sobre la fragilidad de Constance, insinuando que tenía un oscuro pasado. El propio D'Agosta dudaba hacía tiempo de la estabilidad de la joven, dudas reforzadas por su reciente e inexplicable falta de reacción. De hecho, si el día atrás se había instalado con sus pocas pertenencias en Riverside Drive 891, era para vigilarla. (También, por qué no decirlo, a falta de otro sitio adonde ir).
Otro problema: Diógenes. Cierto, sus planes se habían visto frustrados; cierto, no había podido hacer lo que quería con Viola y con el Corazón de Lucifer, y se había visto obligado a esconderse. Ahora la policía de Nueva York creía en su existencia y lo estaba persiguiendo con ahínco. Los últimos descubrimientos habían hecho tambalearse su certeza de que era Pendergast el asesino en serie (sin erradicarla del todo), aunque seguía existiendo el problema de unas pruebas físicas abrumadoras. En fin, al menos ahora la policía de Nueva York estaba segura de que el culpable del robo de la Sala Astor y del secuestro de Viola era Diógenes. Habían encontrado la casa de Long Island, y la estaban desmontando pieza a pieza. De ningún modo podía decirse que estuviera cerrada la investigación.
En cierto sentido, el fracaso y posterior huida de Diógenes lo habían vuelto aún más peligroso. Al acordarse de la curiosidad que había expresado por Constance durante la conversación telefónica en el Jaguar, D'Agosta tuvo escalofríos. Si con algo podía contarse, era con la meticulosa habilidad de Diógenes para hacer planes. El contraataque –que lo habría, de eso estaba segurísimo– tardaría un poco en producirse. Lo cual le daba cierto tiempo para prepararse.
Constance levantó la mirada del libro.
–Teniente, ¿sabía usted que a principios del siglo diecinueve aún se preferían las sanguijuelas al escarificador para las sangrías?
D'Agosta la miró.
–Pues la verdad es que no.
–Los médicos coloniales solían importar la sanguijuela europea, Hirudo medicinalis, porque su capacidad de absorción era mucho mayor que la de la Macrobetta decora.
–¿Macrobetta decora?
–La sanguijuela americana, teniente.
Constance reanudó su lectura.
«Llámame Vincent», se dijo él, mirándola pensativo. Además, no estaba muy seguro de que le quedara mucho tiempo como teniente.
Rememoró la última tarde, el momento humillante de la comisión. Por un lado había sido un alivio enorme: Singleton había cumplido su palabra, y todo el incidente se había visto maquillado como una operación secreta mal resuelta, en que D'Agosta había dado muestras de poco criterio. A pesar de sus errores –que habían llevado a uno de los integrantes de la comisión a calificarlo «tal vez como el poli más tonto del cuerpo»–, la conclusión final era que no había incurrido de manera voluntaria en ningún delito grave. Bastante fea era ya la lista de delitos leves.
Mejor tonto que culpable de algo grave, le había dicho Singleton a la salida. Habría más hearings, pero su futuro en la policía de Nueva York –o la que fuese– estaba más que en entredicho.
Naturalmente, Hayward había testificado. Había pronunciado su declaración con un tono resueltamente neutro, usando la típica jerga policial, y sin mirarlo ni una vez, ni una, aunque a su modo el testimonio hubiera servido para ahorrarle a D'Agosta algunas de las acusaciones más graves.
Volvió a ponerse el expediente de Diógenes en las rodillas, con la súbita y punzante sensación de estar perdiendo el tiempo. Diez días antes había estado en la misma sala, mirando el mismo expediente, y sin Pendergast para orientarlo. La diferencia era que en el ínterin habían matado a cuatro personas, y que Pendergast no estaba «muerto» sino en Bellevue, donde lo sometían a una evaluación psiquiátrica o algo por el estilo. ¿Qué podía averiguar D'Agosta, si entonces no había averiguado nada útil?
De todos modos, no podía rendirse. Se lo habían quitado todo: su carrera, su relación con Laura Hayward, a su mejor amigo… Todo. Solo le quedaba una cosa por hacer: demostrar la inocencia de Pendergast. Para lo cual necesitaba encontrar a Diógenes.
Se oyó un timbre en las profundidades de la casa. Había alguien en la puerta.
Constance levantó la cabeza, y por espacio de un instante brevísimo, fugaz, su cara reflejó puro miedo –acompañado de algo más, algo inefable–, pero solo hasta que volvió a caer el velo de inexpresividad.
D'Agosta se levantó.
–Tranquila, que deben de ser los niños del barrio jugando. Voy a ver.
Dejó el expediente, se levantó, comprobó con disimulo que llevara su pistola y fue hacia la puerta de la biblioteca, pero antes de llegar ya vio venir a Proctor por el recibidor.
–Quiere verlo un caballero –dijo el mayordomo.
–¿Ha tomado las precauciones necesarias? –preguntó D'Agosta.
–Sí, he…
Justo en ese momento apareció al fondo de la galería un hombre en silla de ruedas, y D'Agosta se quedó de piedra al reconocer a Eli Glinn, el director de Effective Engineering Solutions.
Glinn pasó de largo e hizo rodar la silla hasta una de las mesas de la biblioteca. La despejó un poco con un gesto brusco del brazo, apartando varias montañas de libros, y depositó un fajo de papeles en la mesa: esquemas, mapas topográficos, planos de construcción y diagramas mecánicos y eléctricos.
Constance, que se había levantado con el libro en la mano, lo miró fijamente.
–¿Qué hace aquí? –preguntó D'Agosta–. ¿Cómo ha encontrado la casa?
–Eso da igual –dijo Glinn, girándose hacia él con un brillo en su ojo sano–. El domingo pasado hice una promesa.
Levantó la mano, enfundada en un guante negro. Tenía una fina carpeta de papel manila, que dejó sobre la mesa.
–Y aquí lo tiene: un perfil psicológico preliminar de Diógenes Dagrepont Bernouilli Pendergast; actualizado, cabe añadir, a fin de reflejar los últimos acontecimientos, al menos los que he podido recabar de la prensa y de mis propias fuentes. Cuento con usted para ponerme al día.
–Hay mucho que contar.
Glinn giró la cabeza.
–Usted debe de ser Constance.
El gesto de asentimiento de la joven casi fue una reverencia.
–Su ayuda también la necesitaré.
–Con mucho gusto.
–¿A qué viene este interés tan repentino? –preguntó D'Agosta–. Tenía la impresión…
–¿La impresión de que no le daba la máxima prioridad? Es que no se la daba. En ese momento me pareció un problema relativamente menor, una manera de ganar dinero fácil, pero aún no sabía esto. –Dio un golpecito a la carpeta–. Es posible que no haya nadie más peligroso en todo el mundo.
–No entiendo nada.
Los labios de Glinn dibujaron una sonrisa siniestra.
–Ya lo entenderá al leer el perfil.
D'Agosta señaló la mesa con la cabeza.
–¿Y todos estos papeles? ¿Qué son?
–Los planos del ala de máxima seguridad de la penitenciaría de Herkmoor, al norte del estado de Nueva York.
–¿Por qué?
–Creía que el porqué era obvio: mi cliente, el agente Pendergast.
–Pero si Pendergast está en Bellevue, no en Herkmoor…
–Pronto estará en Herkmoor.
D'Agosta miró a Glinn, estupefacto.
–¿Qué quiere decir, que vamos a… llevárnoslo a la fuerza?
–Exacto.
Constance reprimió una exclamación.
–Es una de las peores cárceles de todo el país. De Herkmoor nunca se ha fugado nadie.
Glinn seguía mirando a D'Agosta fijamente.
–Sí, ya lo sé.
–Y ¿le parece posible?
–Todo lo es, pero necesito su ayuda.
D'Agosta miró los papeles y los planos que había en la mesa. Contenían todo lo imaginable y más: esquemas y dibujos de cada sistema técnico, estructural, eléctrico y mecánico del edificio. Después miró a Constance, que asintió con un gesto casi imperceptible.
Por último volvió a mirar el ojo de Glinn, el que brillaba, y por primera vez en mucho tiempo sintió un vigoroso y súbito rebrote de esperanza.
–Me apunto –dijo–. Que pase lo que Dios quiera, pero yo me apunto.
En la cara de Glinn, llena de cicatrices, apareció otra sonrisa. Dio una palmadita con su mano enguantada al fajo de papeles.
–Bueno, amigos, manos a la obra, que tenemos trabajo.
* * *