Setenta y dos

Hayward, que nunca había estado en la legendaria prisión de alta seguridad del hospital de Bellevue, se acercó a ella con un sentimiento cada vez más pronunciado de curiosidad. Los pasillos, largos y muy iluminados, olían a alcohol y lejía. Pasó al lado de cinco o seis puertas cerradas con llave: Urgencias para Adultos, Urgencias Psiquiátricas, Ingresos Psiquiátricos… Se detuvo frente a la que infundía más respeto: dos hojas melladas de acero inoxidable, con un auxiliar vestido de blanco en cada lado y un sargento de la policía de Nueva York en una mesa. En la puerta había un letrero pequeño y lleno de arañazos:

ZONA DE SEGURIDAD.

Enseñó su placa.

–Capitana Laura Hayward y un acompañante. Nos esperan en la D-11.

–Buenos días, capitana –dijo el sargento cachazudamente, mientras cogía su placa, hacía algunas anotaciones en la hoja de entradas y se la daba para que la firmase.

–Primero iré yo a ver al interno. Mi acompañante que me espere aquí.

–Por supuesto, por supuesto –dijo el sargento–. Ya la acompaña Joe.

El más musculoso de los dos auxiliares asintió con la cabeza sin sonreír.

El sargento se giró hacia un teléfono y marcó un número.

Poco después se oyó un ruido de cierres automáticos macizos. El auxiliar que respondía por Joe abrió la puerta.

–¿Ha dicho D-11?

–Exacto.

–Por aquí, capitana.

Al otro lado había un pasillo estrecho con suelo y paredes de linóleo, y muchas puertas a ambos lados, todas metálicas, con mirillas diminutas a la altura de los ojos. Un extraño coro de voces en sordina asaltó los oídos de la capitana: un frenesí de insultos, de lamentos, un parloteo atroz y no del todo humano que se filtraba por las puertas. El olor había cambiado. Bajo la peste a alcohol y productos limpiadores se insinuaba un vago olor a vómito, excrementos y algo que Hayward ya conocía de sus visitas a cárceles de máxima seguridad: el olor del miedo.

La puerta se cerró a sus espaldas con un ruido metálico. Poco después, la cerradura automática se volvió a trabar con una especie de detonación de arma de fuego.

Hayward siguió al auxiliar por el pasillo, que conectaba con otro igual de largo por medio de un recodo. No le costó reconocer al fondo la celda a la que se dirigían. Solo podía ser la que estaba vigilada por cuatro hombres con traje. Coffey se había perdido la detención, pero estaba claro que era lo único que pensaba perderse.

Su llegada hizo que los agentes se girasen. Hayward reconoció a Rabiner, el lacayo de Coffey. No parecía muy contento de verla.

–Deje las armas en la caja fuerte, capitana –dijo a modo de saludo.

La capitana Hayward se quitó la pistola y el spray de autodefensa.

–Parece que nos lo vamos a quedar –dijo Rabiner con una sonrisa meliflua–. Lo hemos trincado por lo de Decker, y cuadra de pe a pa con la legislación de pena de muerte federal. Ahora solo falta la evaluación psiquiátrica y a finales de semana estará en la unidad de aislamiento de Herkmoor. A este mamón nos lo llevamos mañana mismo a juicio.

–Lo veo muy locuaz esta mañana, agente Rabiner –dijo Hayward.

Bastó para que se callara.

–Me gustaría verlo. Primero yo, y luego volveré con un acompañante.

–¿Entra sola o quiere protección?

Hayward no se molestó en responder. Lo único que hizo fue esperar a cierta distancia, mientras uno de los agentes se asomaba a la mirilla y abría la cerradura con la pistola preparada.

–Si recurre a la fuerza, nos avisa –dijo Rabiner.

La capitana Hayward penetró en la celda, iluminada por una luz muy cruda.

Pendergast estaba sentado en un catre estrecho, vestido con un mono naranja de preso. La celda tenía las paredes muy acolchadas. No había muebles.

Al principio Hayward no dijo nada. Se había acostumbrado tanto a verlo con un traje negro a medida que el contraste se le hizo incomprensible. El agente estaba pálido y demacrado, pero no había perdido la compostura.

–Capitana Hayward. –Se levantó y le indicó que se acercara al catre–. Tome asiento, por favor.

–No, gracias, prefiero estar de pie.

–Muy bien.

Pendergast tuvo la educación de no sentarse.

Todo era silencio en la pequeña celda. Hayward no se quedaba fácilmente sin palabras, pero en ese caso no acababa de entender el impulso que había motivado su visita. Después de un rato carraspeó.

–¿Qué ha hecho para que se cabree tanto el agente especial Coffey? –preguntó.

Pendergast sonrió sin muchas fuerzas.

–El agente Coffey tiene una opinión demasiado elevada de sí mismo, punto de vista que yo nunca he logrado compartir del todo. Hace unos años trabajamos juntos en un caso que no acabó muy bien para él.

–Se lo pregunto porque habíamos reclamado la jurisdicción sobre el caso, pero nunca he visto al FBI pasarse por el forro de esta manera a la policía de Nueva York. Y encima sin esa especie de media cordialidad que usan.

–No me sorprende.

–La cuestión es que han aparecido algunas novedades raras en el caso, que aún no son oficiales, y quería hacerle unas preguntas al respecto.

–Adelante, por favor.

–Resulta que Margo Green está viva. Alguien hizo un chanchullo en el hospital y se lo montó para que se la llevaran en helicóptero con un nombre falso más al norte del estado, a la vez que sustituía su cuerpo por el cadáver de un vagabundo drogadicto que estaba a punto de acabar en la fosa común. Según el forense, fue un simple error; según el responsable médico, «una lamentable confusión burocrática». Lo curioso del caso es que resulta que los dos son conocidos suyos de hace tiempo. A la madre de Green casi le da un infarto al enterarse de que la hija que acababa de enterrar estaba viva.

Hizo una pausa y exclamó con mirada penetrante:

–¡Por amor de Dios, Pendergast! ¿Nunca puede hacer nada ciñéndose a las normas? ¿Cómo tuvo las santísimas narices de hacerle pasar un rato así a una madre?

Pendergast guardó un momento de silencio antes de contestar.

–Porque su desesperación tenía que ser sincera. Si no, Diógenes se habría dado cuenta. Cruel o no, era el único modo de salvar la vida de Margo Green, y en última instancia es más importante su vida que el dolor pasajero de una madre. Si no se lo dije ni al teniente D'Agosta, fue por la misma necesidad de secreto absoluto.

Hayward suspiró.

–Bueno, el caso es que acabo de hablar por teléfono con Margo Green; sigue muy débil, y se salvó por los pelos, pero ha estado muy lúcida, y lo que me ha dicho me ha dejado de piedra. Insiste rotundamente en que la persona que la atacó no era usted, y su descripción concuerda bastante con la que ya teníamos de su hermano. El problema es que la sangre descubierta en el lugar del crimen, y en el arma con la que se defendió Margo Green, sí que era de usted, al igual que las fibras, los pelos y las otras pruebas físicas. Vaya, que con las pruebas tenemos un rompecabezas de padre y muy señor mío.

–Sí, es verdad.

–Nuestras entrevistas con Viola Maskelene corroboran lo que dice usted sobre su hermano, o como mínimo lo que he entendido yo. Insiste en que la secuestró Diógenes, no usted. Según su testimonio, en resumidas cuentas, Diógenes confesó ser el autor de los asesinatos y le enseñó uno de los diamantes robados en la Sala Astor. Solo es su palabra, claro, sin pruebas, pero nos ayudó a buscar la casa donde la habían encerrado y no le cuento el tinglado que encontramos. Hasta había algunas pruebas bastante concluyentes que relacionaban a Diógenes con el robo de la Sala Astor, y se notaba que Diógenes pensaba guardárselas.

–Interesante.

–Cuando bajamos a los túneles, estuvimos a punto de coger a alguien que el teniente D'Agosta asegura que era Diógenes, versión que respaldan tanto el gemólogo, Kaplan, como Maskelene. Sus versiones preliminares concuerdan entre sí, y sabemos que no pudo ser usted. Hemos pedido a nuestros homólogos británicos que abran una investigación sobre la muerte de Diógenes en Inglaterra, pero requerirá su tiempo. En todo caso, por lo que respecta a las pruebas, indican que su hermano podría estar vivo. Como mínimo hay tres personas que lo creen.

Pendergast asintió con la cabeza.

–¿Y usted, capitana? ¿Qué cree?

Hayward titubeó.

–Que es un caso que merece ser investigado más a fondo. La pega es que el FBI tiene unas ganas que se muere de pedir la pena capital por el asesinato de uno de sus agentes, y no parecen muy preocupados por que pueda haber incoherencias en los otros tres, al menos de momento. Bueno, dos, porque al final el asesinato de Margo Green no fue un asesinato. Total, que entre pitos y flautas en el fondo da lo mismo que yo siga investigando los otros asesinatos.

Pendergast asintió.

–Comprendo su problema.

Hayward lo miró con curiosidad.

–Y me preguntaba yo… ¿Usted tiene algo que explicarme sobre el tema?

–Sí, que tengo fe en que como buena policía sabrá descubrir la verdad.

–¿Nada más?

–Ya es mucho, capitana.

Hayward guardó silencio.

–Ayúdeme, Pendergast.

–Eso tiene que pedírselo al teniente D'Agosta, que lo sabe todo de este caso. Lo mejor que puede hacer es recurrir a él.

–Ya sabe que es imposible. El teniente D'Agosta está en período de evaluación. Ahora mismo no puede ayudar a nadie.

–No hay nada imposible. Solo hay que saber forzar un poco las normas.

Hayward suspiró de irritación.

–Tengo una pregunta –dijo Pendergast–. ¿El agente Coffey está al corriente de la reaparición de Margo Green?

–No, pero dudo que le importe. Ya le digo que lo enfocan todo en Decker.

–Mejor. Quería pedirle que lo mantenga en secreto el máximo tiempo posible. Creo que Margo Green está a salvo de Diógenes, al menos a corto plazo; mi hermano se ha escondido, y aún tardará un poco en recuperarse del golpe, pero cuando reaparezca será más peligroso que nunca. Lo que le pido es que vigile y proteja a la doctora Green hasta el final de su convalecencia. También a William Smithback y su esposa, Nora. Y a usted misma. Aunque lamento decirlo, todos ustedes son posibles víctimas.

Hayward tuvo un escalofrío. Lo que dos días atrás parecía una fantasía demencial empezaba a adquirir tintes de espeluznante realidad.

–Lo haré –dijo.

–Gracias.

La celda volvió a quedar en silencio. Al cabo de Un rato, Hayward salió de sus cavilaciones.

–Bueno, me tengo que ir. De hecho solo he venido para acompañar a una persona que quería verlo.

–Ah, otra cosa, capitana… –dijo Pendergast.

Hayward se giró a mirarlo y lo vio en el mismo sitio, mirándola serenamente, con la cara pálida bajo la luz artificial.

–No sea muy dura con Vincent, por favor.

Hayward apartó la vista sin querer.

–Todo lo que hizo fue a petición mía. La razón de que a usted le contara tan poco, y de que se fuera de su casa… Lo hizo todo para protegerla de mi hermano. Hizo un gran sacrificio profesional a fin de ayudarme y proteger vidas humanas. Espero, y rezo, por que no sea también un sacrificio personal.

Hayward no contestó.

–Nada más. Adiós, capitana.

Recuperó la voz.

–Adiós, agente Pendergast.

Se giró otra vez sin mirarlo a los ojos y dio unos golpes en el cristal blindado de la mirilla.

Tras ver cerrarse la puerta al paso de la capitana, Pendergast se quedó quieto, aguzando el oído, con el mono naranja (que no era de su talla). Oyó un rumor de voces al otro lado de la puerta acolchada. Se concentró en los pasos ligeros pero decididos de Hayward, que se alejaban hacia la salida. Después oyó el ruido de las cerraduras de seguridad, y la apertura de una puerta muy pesada, que tardó casi treinta segundos en volver a cerrarse.

No por ello dejó de escuchar. Al contrario, lo hizo con mayor atención, porque ahora en el pasillo sonaban otros pasos: pasos diferentes, más lentos e inseguros, que se aproximaban. El cuerpo de Pendergast entró en tensión. Poco después, una mano aporreó su puerta.

–¡Una visita!

Apareció Viola Maskelene en el umbral. Tenía un arañazo encima de un ojo, y se la veía algo pálida por debajo de su bronceado mediterráneo, pero por lo demás no parecía haber sufrido daños.

Al constatar que no podía moverse, Pendergast se limitó a mirar a Viola desde donde estaba.

Ella avanzó y se detuvo en medio de la celda sin saber qué hacer. La puerta se cerró a sus espaldas. Pendergast seguía inmóvil.

La mirada de Viola bajó de su cara al uniforme de preso.

–Por su bien, preferiría que no me hubiera conocido –dijo él, casi fríamente.

–¿Mi bien? ¿Y el suyo?

Pendergast la miró largo rato en silencio, hasta que dijo con mayor suavidad:

–Yo nunca me arrepentiré de haberla conocido; de todos modos, mientras sienta algo por mí (si es que lo siente), correrá un grave peligro. Debe irse y no volver a verme ni pensar en mí.

Hizo una pausa y miró el suelo.

–Siento muchísimo lo que ha pasado. Muchísimo.

Un largo silencio.

–¿Ya está? –se decidió a preguntar Viola en voz baja–. ¿Nunca lo sabremos? ¿Nunca tendremos la oportunidad de averiguarlo?

–Nunca. Diógenes aún acecha, y si considera que entre nosotros queda algún vínculo, sea el que sea, no dudará en matarla. Debe irse cuanto antes y volver a Capraia, a su vida de antes. Debe decirle a todo el mundo (incluido a su propio corazón) que le inspiro una absoluta indiferencia.

–¿Y usted?

–Sabré que está viva. Con eso me basta.

Viola dio un paso, llevada por el ímpetu.

–Mi vida de antes no la quiero para nada. –Tras un momento de vacilación, levantó los brazos y apoyó las manos en los hombros de Pendergast–. Ahora que lo conozco, no.

Él se quedó como una estatua.

–Debe prescindir de mí –dijo en voz baja–. Diógenes volverá, y yo ya no podré protegerla.

–Me… me dijo unas cosas horribles. –La voz de Viola se quebró–. Han pasado treinta y seis horas desde que salí del túnel del tren, y en todo ese tiempo no he podido pensar en nada más. Mi vida ha sido absurda, vacía, sin amor. Ahora me dices que me aleje de lo único que me importa.

Pendergast enlazó dulcemente su cintura y la miró a los ojos con muchísima atención.

–Diógenes se divierte buscando los miedos más profundos de sus víctimas, y cuando los ha encontrado asesta un golpe certero y mortal. Ha llegado a inducir a más de una persona al suicidio, pero habla por hablar. No te dejes obsesionar por sus palabras huecas. Conocer a Diógenes es caminar a oscuras. Tienes que salir de esa oscuridad, Viola. Tienes que volver a la luz. Y para eso también tienes que alejarte de mí.

–No –murmuró ella.

–Vuelve a tu isla y olvídame. Si no lo haces por ti, hazlo por mí, Viola.

Tras mirarse a los ojos un momento, se besaron bajo la luz cruda de la espartana celda.

Después de un momento, Pendergast se desprendió de Viola y retrocedió. Estaba rojo, cosa rara en él, y sus ojos claros brillaban.

–Adiós, Viola –dijo.

Ella se quedó como clavada al suelo. Transcurrió un minuto. Infinitamente a su pesar, dio media vuelta y se alejó despacio.

Cuando llegó a la puerta, titubeó y habló en voz baja sin girarse.

–Te haré caso. Volveré a mi isla y le diré a todo el mundo que no me interesas para nada. Seguiré viviendo como antes. El día que te suelten, sabrás dónde encontrarme.

Dio unos golpecitos muy seguidos en la mirilla. La puerta se abrió… y Viola desapareció.