–¿Tú tienes alguna idea de por qué nos han llamado? –dijo Singleton, mientras un ascensor exprés los llevaba hacia los pisos más altos –y selectos– de la jefatura.
Laura Hayward negó con la cabeza. Si Rocker hubiera pedido verla a solas, se habría podido interpretar que quería regañarla aún más por sospechar que el asesino era Pendergast, pero la convocatoria era explícitamente a tres: ella, Singleton y el jefe de policía. Por otro lado, Rocker siempre iba con la verdad de frente. No era político.
Bajaron en el piso cuarenta y cinco, en un pasillo con moqueta, y llegaron a las oficinas de Rocker, situadas en una esquina. Una secretaria anotó sus nombres en la sala grande que servía de antedespacho. Luego llamó por teléfono, murmuró unas palabras y los invitó a pasar.
El despacho de Rocker era amplio, pero no ostentoso. En vez de trofeos de tiro y fotos protocolarias con sonrisas forzadas, que era de lo que solían estar forradas las paredes de los despachos de la mayoría de los mandamases, Rocker tenía acuarelas y un par de diplomas. Estaba sentado al otro lado de una mesa grande pero práctica, con tres sofás formando vagamente un semicírculo a su alrededor. En el sofá del medio estaba el agente especial Coffey, rodeado por los agentes Brooks y Rabiner.
–Ah, capitana Hayward –dijo Rocker, levantándose–. Capitán Singleton… Gracias por venir.
Lo dijo con un tono un poco raro, tenso, que Hayward nunca le había oído. También su mandíbula estaba tensa.
Los agentes Brooks y Rabiner se levantaron como si les hubieran dado una descarga. El único que se quedó sentado fue Coffey, que los saludó fríamente con la cabeza, mientras movía de Hayward a Singleton, y viceversa, los ojos pequeños y claros de su cara ancha tostada por el sol.
Rocker señaló los sofás con un gesto impreciso.
–Siéntense, por favor.
Hayward lo hizo al lado de la ventana. ¡Conque al fin Coffey se dignaba incluirlos en la investigación! No habían sabido nada de él ni de nadie del FBI desde la reunión de la mañana, Hayward y sus hombres se habían dedicado a seguir interrogando a los trabajadores del museo, y a analizar las pruebas más a fondo. Al menos había sido una manera de no pensar en la persecución que se desarrollaba cien kilómetros al este, ni en lo que estaba haciendo –o perpetrando– D'Agosta en Long Island. Pensar en él, y en la situación en general, solo servía para sufrir. La capitana no entendía la razón de que D'Agosta hubiera actuado como había actuado, ni los motivos de su decisión. Dadas las circunstancias, el ultimátum que le había planteado era de una moderación increíble: portarse bien, sin dobles juegos. Portarse bien no solo como policía, sino como persona y como amigo. Aunque Hayward no lo hubiera dicho de manera explícita, se sobrentendía: «O yo o Pendergast».
Y D'Agosta había elegido.
Rocker carraspeó.
–El agente especial Coffey me ha pedido que convocara esta reunión para hablar de los asesinatos de Duchamp y Green. Le he pedido al capitán Singleton que también viniera porque ambos homicidios se produjeron en su distrito.
Hayward asintió con la cabeza.
–Me alegro de que lo diga, señor. El FBI no nos ha dado prácticamente ninguna noticia sobre cómo evoluciona la persecución, y…
–Lo siento, capitana –la interrumpió en voz baja Rocker–, pero el agente especial Coffey quería plantearle el traslado de las pruebas de los asesinatos de Duchamp y Green.
Hayward se quedó de piedra.
–¿Traslado de pruebas? Todas las que tenemos son de libre acceso.
Coffey cruzó sus piernas, que eran como troncos.
–Nos vamos a encargar de la investigación, capitana.
La reacción fue un silencio atónito.
–No entra en sus atribuciones –dijo ella.
–El caso es de la capitana Hayward –dijo Singleton, tranquilamente pero con firmeza, girándose hacia Rocker–. Se ha dedicado a él las veinticuatro horas del día. La relación entre los homicidios de Washington y Nueva Orleans la encontró ella. También es ella quien ha analizado las pruebas, y quien ha identificado a Pendergast. Por otro lado, el asesinato no es un delito federal.
Rocker suspiró.
–Sí, todo eso ya lo sé, pero…
–Ya se lo explico yo –dijo Coffey, haciéndole un gesto con la mano–. Tanto el culpable como una de las víctimas son del FBI. El caso abarca varios estados, y el sospechoso ha huido de su jurisdicción. Con eso está todo dicho.
–El agente Coffey tiene razón –dijo Rocker–. Les corresponde a ellos. Naturalmente, estaremos a su disposición para cualquier ayuda que…
–No tenemos mucho tiempo para charlas –dijo Rabiner–. Pasemos a los detalles del traslado de pruebas.
Hayward miró de soslayo al capitán. Se había puesto rojo.
–Sin la capitana Hayward –constató–, no habría persecución.
–Todos estamos encantados con el trabajo de la capitana Hayward –dijo Coffey–, pero esto ya no le compete a la policía de Nueva York, y punto.
–Por favor, capitana, deles lo que piden –dijo Rocker, con una nota de exasperación.
Al mirarlo, Hayward se dio cuenta de que la petición le había sentado como un tiro, pero que no estaba en sus manos evitarla.
Tonta de ella, por no haberlo previsto. El FBI iba a por la medalla. Encima Coffey parecía tener una animadversión personal hacia Pendergast. Ya podían encomendarse a Dios, él y D'Agosta, porque cuando se les echara encima el FBI…
Hayward era consciente de que debería haberse indignado, pero lo único que sintió, en su aturdimiento, fue que le salía todo el cansancio de golpe. También un asco tan intenso que no soportó seguir ni un segundo en la misma habitación que Coffey. Se levantó sin avisar.
–Perfecto –dijo enérgicamente–. Ahora mismo pongo en marcha el papeleo. Tendrán las pruebas en cuanto estén firmados los papeles de traslado. ¿Algo más?
–Capitana –dijo Rocker–, le agradezco mucho lo bien que lo ha hecho todo.
Hayward asintió con la cabeza, se giró y salió.
Caminó rápidamente en dirección al ascensor, con la cabeza gacha, respirando deprisa. En ese momento sonó su teléfono móvil.
Esta vez contestó.
–Hayward.
–¿Laura? Soy yo, Vinnie.
No pudo evitar que su corazón diera un brinco.
–¡Vincent, por Dios! ¿Se puede saber qué…?
–Escucha, por favor, que tengo que decirte algo muy importante.
Respiró hondo.
–Ya te escucho.