Cincuenta y siete

Cuando Nora, entró en la calle Setenta y siete Oeste desde la avenida Columbus, comprendió enseguida que en el museo había pasado algo grave. Museum Drive estaba lleno de coches patrulla, vehículos de policía sin identificar y furgonetas del departamento de pruebas, asediados a su vez por camionetas de televisión y un enjambre de periodistas.

Miró su reloj: eran las diez menos cuarto, una hora en que el museo aún solía estar medio dormido. Se le aceleró el pulso. ¿Otro asesinato?

Se acercó deprisa a la entrada de empleados. La policía, que ya había despejado el camino para los trabajadores del museo, ponía todo su empeño en contener a una masa cada vez más indisciplinada de curiosos. La noticia ya debía de haber salido en los informativos matinales, porque no paraba de llegar gente. Nora se había despertado más tarde de lo normal por culpa de la fiesta de inauguración, y no había tenido tiempo de poner la radio.

–¿Trabaja en el museo? –le preguntó un policía.

Asintió, enseñando su identificación.

–¿Qué ha pasado?

–El museo está cerrado. Vaya allí.

–Pero ¿qué…?

El poli ya había empezado a pegarle gritos a otra persona. Nora se vio empujada hacia la entrada de seguridad, que parecía plagada de guardias del propio museo. No faltaba Manetti, el jefe de seguridad, que se dedicaba a gesticular como loco ante un par de pobres guardias.

–¡Todos los empleados a la zona acordonada de la derecha! –vociferó uno de los guardias–. ¡Y con la identificación preparada!

Nora reconoció a George Ashton entre la horda de trabajadores que llegaban y lo cogió por el brazo.

–¿Qué ha pasado?

Ashton la miró fijamente.

–Debe de ser la única que no lo sabe en toda la ciudad.

–Es que me he quedado dormida –dijo ella, mosqueada.

–¡Por aquí! –berreó un policía–. ¡Los empleados del museo que pasen por aquí!

Las cuerdas de terciopelo que habían contenido a los curiosos y la prensa durante la gala de la noche anterior estaban siendo reaprovechadas para encauzar al personal del museo hacia una zona próxima a la entrada de seguridad, donde los guardias comprobaban las identificaciones y aplacaban los ánimos.

–Esta noche han entrado a robar en la Sala Astor –dijo Ashton, sin aliento–. Lo han dejado limpio en plena fiesta.

–¿Que lo han dejado limpio? ¿El Corazón de Lucifer también?

–Sobre todo el Corazón de Lucifer.

–¿Cómo?

–No lo sabe nadie.

–Creía que la Sala Astor era inexpugnable.

–Eso decían.

–¡Retrocedan y quédense a la derecha! –gritó un poli–. ¡Dentro de poco los dejaremos entrar!

Ashton hizo una mueca.

–Justo lo que me hacía falta después de cinco copas de champán en una noche.

«Dirás diez», pensó Nora con mordacidad, acordándose de los desvaríos de Ashton durante la gala.

La policía y los guardias del museo comprobaban las identificaciones, hacían un par de preguntas a cada empleado y lo dejaban pasar a otra zona acordonada, justo enfrente de la entrada de seguridad.

–¿Algún sospechoso? –preguntó Nora.

–No, pero están convencidos de que a los ladrones los ayudó alguien desde dentro.

–¡Identificación! –berreó un policía en la oreja de Nora, que volvió a hurgar en su bolso y la mostró.

Ashton hizo lo mismo.

–¿Doctora Kelly?

El poli tenía un portapapeles. Llegó uno de sus compañeros y se llevó a Ashton.

–¿Le puedo hacer unas preguntas cortas?

–Dispare –dijo Nora.

–¿Ayer por la noche estaba en el museo?

–Sí.

El policía anotó algo.

–¿A qué hora se fue?

–Hacia las doce.

–Ya está. Póngase allá, que en cuanto podamos abriremos el museo y podrá ir a trabajar. Más tarde nos pondremos en contacto con usted para concertar una entrevista.

Hicieron pasar a Nora a la segunda zona de contención, mientras oía la voz de Ashton, que exigía saber por qué no le habían leído sus derechos. Los comisarios y los empleados que esperaban alrededor de Nora daban palmadas contra el frío y llenaban el aire de vaho. El día era gris, con una temperatura próxima a los cero grados. Las quejas circulaban de boca en boca.

Nora oyó un tumulto en la calle y se giró. La prensa había avanzado como una ola, una marea de cámaras en equilibrio sobre hombros y de jirafas con los micros colgando. Vio la razón: se habían abierto las puertas del museo, y había aparecido el director, Frederick Watson Collopy, flanqueado por Rocker, el jefe de policía. Tenían detrás una falange de policías uniformados.

La prensa estalló inmediatamente en un clamor de preguntas y manos en alto. Era, a todas luces, el principio de una rueda de prensa.

En el mismo momento, Nora advirtió un gran revuelo cerca de ella, y se giró. Era su marido, que se abría camino por la multitud gritando como loco e intentando llegar hasta ella.

–¡Bill!

Nora se lanzó a su encuentro.

–¡Nora!

Smithback surcó la multitud de curiosos, hizo caer de bruces a un musculoso guardia de seguridad, saltó por encima de la cuerda de terciopelo y se abrió camino entre los empleados del museo a empujón limpio.

–¡Nora!

–¡Eh! ¿Adonde va ese tío?

Un policía trató de interceptarlo.

Smithback penetró entre las últimas filas y estuvo a punto de chocar con Nora, a quien rodeó en un abrazo que la levantó del suelo.

–¡Nora! ¡Dios mío, cuánto te echaba de menos!

Se dieron un beso y otro abrazo.

–¿Qué te ha pasado, Bill? ¿Por qué tienes un morado en este lado de la cabeza?

–Nada importante –respondió Smithback–. Acabo de enterarme de lo de Margo. ¿Es verdad que la han matado?

Nora asintió con la cabeza.

–Ayer fui a su entierro.

–Dios mío… Me parece mentira… –Smithback se pasó las manos por la cara como si se la quisiera arrancar. Nora vio que tenía los ojos llorosos–. No me lo puedo creer.

–¿De dónde sales, Bill? ¡Me tenías preocupadísima!

–Es una larga historia. Me encerraron en un manicomio.

-¿Qué?

–Ya te lo contaré. A mí también me tenías preocupado. Según Pendergast, hay un asesino que está como una cabra y que va por ahí cargándose a todos sus amigos.

–Ya, ya lo sé, a mí también me avisó, pero era justo antes de la inauguración, y claro, no podía…

–Este hombre no puede estar aquí –los interrumpió un guardia del museo, interponiéndose entre los dos–. Esto solo es para empleados del museo.

Smithback se giró para replicar, pero justo entonces se acopló el sistema improvisado de megafonía. Al cabo de un momento se acercó al micrófono el jefe de policía, Rocker, que pidió silencio. Milagrosamente, se lo concedieron.

–Soy del Times –dijo Smithback, sacando unos papeles del fondo del bolsillo y buscando un bolígrafo.

–Toma el mío –dijo Nora, sin quitarle el brazo de la cintura.

La gente se calló para oír las primeras palabras del jefe de policía.

–Esta noche –empezó a decir Rocker– se ha producido un robo en la Sala Astor de diamantes. Los expertos en pruebas aún están en el lugar de los hechos, junto con algunos de los mejores forenses del mundo. Se está haciendo todo lo posible. Aún es pronto para hablar de pistas o de sospechosos, pero les prometo mantener informada a la prensa sobre cualquier novedad que se produzca. Lamento ser tan escueto, pero la investigación acaba de empezar. Me limitaré a decir lo siguiente: ha sido un robo muy profesional, con una larga planificación, realizado por ladrones con grandes conocimientos de tecnología que, a juzgar por todos los indicios, conocían a fondo el sistema de seguridad del museo, y que sacaron provecho de la distracción de la gala de anoche. Se tardará cierto tiempo en analizar y entender cómo se saltaron la seguridad del museo. De momento no tengo mucho más que decir. ¿Doctor Collopy?

El director del museo se adelantó muy tieso, tratando de poner buena cara al mal tiempo, pero sin conseguirlo. Su voz sonó algo trémula.

–Me gustaría reiterar lo que acaba de decir el señor Rocker: se está haciendo absolutamente todo lo posible. Lo cierto es que la mayoría de los diamantes robados son piezas únicas, y que cualquier marchante de piedras preciosas del mundo los reconocería enseguida. Tal como están, no se pueden vender.

La insinuación de que podían tallarse de nuevo suscitó un murmullo de inquietud.

–Sé muy bien, neoyorquinos, lo grave que es para el museo, y para toda la ciudad, esta gran pérdida. Por desgracia, aún no sabemos bastante para aventurar quién ha podido hacerlo, por qué y con qué intenciones.

–¿Y el Corazón de Lucifer? –exclamó alguien entre los periodistas.

Collopy pareció perder el equilibrio.

–Les prometo que estamos haciendo todo lo posible.

–¿Han robado el Corazón de Lucifer? –gritó otra voz.

–Paso la palabra a la jefa de relaciones públicas del museo, Carla Rocco.

Fue el pistoletazo de salida para una lluvia de gritos y preguntas. Una mujer se adelantó con las manos en alto.

–Contestaré cuando haya silencio –dijo.

Los gritos se apagaron. La mujer señaló a alguien.

–Señora Lilienthal, de ABC. Adelante con su pregunta.

–¿Qué ha pasado con el Corazón de Lucifer? ¿Se lo han llevado?

–Sí, es uno de los diamantes robados.

La revelación, que nada tenía de sorprendente, fue acogida con un murmullo turbulento. Rocco volvió a levantar las manos.

–¡Por favor!

–¡El museo decía que tenía la mejor seguridad del mundo! –vociferó un reportero–. ¿Cómo se la han saltado los ladrones?

–Lo estamos analizando. La seguridad es multicapa y redundante. La sala tenía videovigilancia las veinticuatro horas. Los ladrones han dejado un abundante equipo técnico.

–¿Equipo técnico de qué clase?

–Se tardarán días o semanas en analizarlo.

Más preguntas a pleno pulmón. Rocco señaló a otro periodista.

–Roger.

–¿Por cuánto está asegurada la colección?

–Por cien millones de dólares.

Un murmullo impresionado.

–Y ¿cuánto vale de verdad? –insistió el tal Roger.

–El museo nunca la ha valorado. La siguiente pregunta para el señor Werth, de NBC.

–¿Cuánto vale el Corazón de Lucifer?

–Tampoco en este caso puede darse una cifra. De todos modos, les ruego que me permitan subrayar que tarde o temprano esperamos recuperar los diamantes.

Collopy se adelantó bruscamente.

–La colección del museo se compone mayoritariamente de diamantes «de fantasía», es decir, coloreados, y la mayoría de ellos son suficientemente raros en su género como para que se puedan reconocer solo por su color y pureza. En el caso del Corazón de Lucifer, lo que he dicho es doblemente cierto. Su color canela intenso no coincide con el de ningún otro diamante del mundo.

Nora vio que Smithback saltaba por encima del cordón de terciopelo y se mezclaba con la prensa, agitando una mano.

Rocco lo señaló, forzando la vista.

–¿Smithback, del Times?

–¿Es verdad que el Corazón de Lucifer se considera el mejor diamante del mundo?

–El mejor diamante de fantasía. Al menos es lo que me han dicho.

–Entonces, ¿cómo se lo explicarán a los neoyorquinos? ¿Cómo les explicarán que ha desaparecido una piedra preciosa única en el mundo? –De repente la voz de Smithback temblaba de emoción. Nora sospechó que estaba canalizando toda la rabia que le producía la muerte de Margo y la separación forzosa de su mujer–. ¿Cómo es posible que el museo lo haya permitido?

–Esto no lo ha permitido nadie –dijo Rocco a la defensiva–. La seguridad de la Sala Astor es la más cuidadosa del mundo.

–Pues se ve que no bastante.

El caos empeoró, y se oyeron más gritos. Rocco gesticuló.

–¡Por favor, déjenme hablar!

El clamor se redujo a un murmullo inquieto.

–El museo lamenta profundamente la desaparición del Corazón de Lucifer; comprendemos su importancia para la ciudad y para todo el país, y estamos haciendo todo lo humanamente posible para recuperarlo. Tengan paciencia, por favor, y denle tiempo a la policía para hacer su trabajo. Señora Carlson, del Post.

–Sí, una pregunta para el doctor Collopy: la cuestión, para no andarnos con rodeos, es que el diamante lo tenían en custodia para todos los neoyorquinos, sus verdaderos propietarios. ¿Cómo piensa asumir la responsabilidad a título personal, en tanto que director del museo?

Los murmullos aumentaron, pero se apagaron de golpe cuando Collopy levantó las manos.

–Lo cierto –dijo– es que los sistemas de seguridad que ha fabricado el hombre también se los puede saltar el hombre.

–Es un punto de vista un poco fatalista –dijo Carlson–. Admite, por decirlo de otro modo, que el museo ni siquiera puede garantizar la seguridad de sus colecciones.

–¡Pues claro que garantizamos la seguridad de nuestras colecciones! –tronó Collopy.

–¡Siguiente pregunta! –dijo Rocco.

Sin embargo, los reporteros ya tenían algo a que agarrarse, y no estaban dispuesto a soltarlo.

–¿Puede explicar qué entiende por «garantizar»? ¿Acaban de robar el diamante más grande del mundo y usted nos dice que estaba garantizada la seguridad?

–Puedo explicárselo.

Collopy estaba congestionado de rabia.

–¡Hay cierta discordancia cognitiva en el ambiente! –vociferó Smithback.

–¡He dicho lo que he dicho porque el Corazón de Lucifer no es uno de los diamantes robados! –exclamó Collopy.

El asombro silenció todas las voces. Rocco se giró para mirar a Collopy con cara de sorpresa, al igual que Rocker.

–Perdone… –empezó a decir Rocco.

–¡Silencio! Soy la única persona del museo que lo sabe, pero dadas las circunstancias me parece absurdo reservármelo más tiempo. El diamante expuesto era una reproducción, un diamante de verdad coloreado artificialmente por un tratamiento de radiaciones. El verdadero Corazón de Lucifer siempre ha estado en una caja fuerte de la compañía de seguros. Era una gema demasiado valiosa para ser expuesta. La compañía de seguros se negaba a permitirlo.

Irguió la cabeza con un brillo triunfal en la mirada.

–Los ladrones, sean quienes sean, han robado una imitación.

Hubo un aluvión de preguntas, pero Collopy se limitó a secarse la frente y retroceder.

–¡Fin de la rueda de prensa! –se desgañitó Rocco en vano–. ¡No más preguntas!

Pero la cantidad de manos levantadas y de gritos demostró que no era el fin, sino que quedaban muchísimas preguntas.