Cincuenta y seis

El taxi se paró delante del edificio del Times. Smithback firmó impacientemente el comprobante de la tarjeta que se había llevado de su piso: cuatrocientos veinticinco dólares. Se lo dio al taxista, que lo cogió con mala cara.

–¿Y la propina?

–¿Lo dices en serio? Con esta pasta podría haber cogido un avión de Aruba a Nueva York.

–Ya, tío, pero es que hay que contar la gasolina, el seguro y la hostia de gastos…

Smithback dio un portazo, entró en el edificio y corrió hacia el ascensor. Su intención era pasar por el despacho de Davies (solo para dar señales de vida y asegurarse de que su puesto no estuviera vacante) e irse pitando al museo a ver a Nora. Eran las nueve y cuarto. Como no la había encontrado en casa, suponía que ya estaba en el trabajo.

Pulsó el botón del piso treinta y tres y esperó a que subiera la cabina, con una lentitud exasperante. Por fin llegó. Bajó del ascensor y recorrió el pasillo a paso ligero. Cuando llegó a la puerta del despacho de Davies, recuperó el aliento y se atusó el remolino rebelde que tenía la manía de levantarse en el momento más inoportuno.

Respiró hondo y llamó educadamente sin mayor dilación.

–Está abierto –contestó una voz.

Entró en el despacho. Por suerte no había señales de Harriman.

Davies levantó la vista de la mesa.

–¡Bill! Me dijeron que estabas en el hospital de St. Luke, prácticamente a punto de morirte.

–Es que me he recuperado muy deprisa.

La mirada de Davies era inescrutable.

–Me alegro de verte tan fresco y lozano. –Hizo una pausa–. Supongo que nos traes la baja firmada por el médico.

–Claro, claro –balbuceó Smithback.

Supuso que podría falsificarla Pendergast, que había dado muestras de poder falsificarlo todo.

–Sí que has elegido un momento oportuno para desaparecer…

Davies dio un toque irónico a la frase.

–No lo he elegido yo. Me ha elegido él a mí.

–Siéntate.

–Es que tengo que irme a…

–¡Ah, disculpa, no sabía que tuvieras una cita urgente!

El tono gélido del jefe decidió a Smithback a sentarse. Se moría de ganas de ver a Nora, pero no valía la pena cabrear más de la cuenta a Davies.

–Estos últimos días, mientras estabas indispuesto, Bryce Harriman ha forzado al máximo la máquina para encargarse del asesinato de Duchamp y el del museo, porque ahora la policía dice que están relacionados.

Smithback se incorporó en la silla.

–Perdone, ¿ha dicho asesinato en el museo? ¿Qué museo?

–Sí que estás desconectado… El Museo de Historia Natural de Nueva York. Hace tres días mataron a una comisaria…

–¿Quién?

–No me sonaba de nada. Tranquilo, que a ti esto no te toca ni de lejos. Ya se lo he asignado a Harriman. –Sacó un sobre de papel manila–. Para ti tengo esto. Es un pedazo de noticia, Bill, y para serte franco me da un poco de miedo encargársela a alguien con problemas de salud. Me había planteado dársela a Harriman, pero está de trabajo hasta las cejas, y hace veinte minutos, cuando ha llegado la noticia, ya había salido a investigar. Esta noche han entrado a robar en el museo. Se ve que no ganan para sustos. Como tú tienes tantos contactos, y escribiste un libro sobre el museo, la noticia es tuya, aunque me dé un poco reparo.

–Pero ¿quién…?

Davies deslizó el sobre hacia Smithback.

–Esta noche, mientras se pegaban todos el fiestazo, alguien ha desvalijado la sala de los diamantes. A las diez hay una rueda de prensa. Tu acreditación está aquí dentro. –Echó un vistazo a su reloj–. Falta media hora, o sea, que yo en tu lugar iría tirando.

–Oiga, y lo del asesinato en el museo… –dijo Smithback–. ¿Quién era?

–Ya te digo, nadie importante; una nueva que se llamaba Green, Margo Green.

–¿Qué?

Smithback se aferró sin querer a la silla, mientras le daba vueltas la cabeza. Era imposible. Imposible.

Davies lo miró alarmado.

–¿Te pasa algo?

Smithback se levantó. Le temblaban las piernas.

–¿Margo Green… asesinada?

–¿La conocías?

–Sí.

A Smithback casi se le atragantó el monosílabo.

–Pues entonces mejor que no te ocupes tú de la noticia –dijo Davies, todo eficacia–. En mis tiempos, el director siempre decía que informar de un tema que te toca demasiado cerca es como si quisieras ser tu propio abogado: al final hay dos tontos, uno el abogado y el otro… ¡Eh! ¿Adónde vas?